Etéreos

Estos relatos van de seres inexplicables que se han cruzado conmigo en diferentes momentos de mi vida, pero debo dejar claro que no creo que existan fantasmas o espectros. Eso sí y como veréis tengo suficientes razones para pensar que hay cosas que la manera de ver la realidad y esto incluye la ciencia, no son capaces de explicar.

La señora de la habitación

Yo tenía unos 8 años y estaba de vacaciones con mis abuelos en la ciudad de Rancagua. Vivían en una casa de adobe con anchas paredes, en la parte antigua de la ciudad. Era muy vieja y para mi también enorme. Debía tener por lo menos unos cien años que para un niño pequeño es mucho, mucho tiempo. Aunque en Chile las casas antiguas rara vez tenían más que eso. Los terremotos se aseguraban de ello.

Me gustaba esa casa. Me sentía cómodo en ella ya que me daba una extraña sensación de seguridad con sus viejas paredes de adobe de más de un metro de anchura que habían aguantado más de un temblor de tierra y mantenía la casa fresca en verano. El tejado tenía tejas, algo que yo solo veía en libros cuando el resto del año estaba en Valparaíso en un bungalow recién construido en el Cerro Placeres. Cuando se lo conté a mi abuela me dijo que las tejas no daban más que trabajo.

— ¿Por qué? — le pregunté mirando el tejado que estaba igual de quieto que el día anterior.

— El viento y los gatos las mueven. — me contestó.

— ¿Los gatos? ¿Por qué? — le pregunté ya que no imaginaba qué podría tener una teja tan interesante para un gato.

— Buscan nidos de pájaros o ratones. — aseveró .

Yo ya estaba empezando a imaginarme un montón de ratoncitos alados que salían de un nido, cuando me preguntó,

— ¿Tienes algo que hacer? —

Yo sabía que la respuesta a esa pregunta debía ser “Sí abuela. Estoy muy ocupado.”, pero siempre se me dió muy mal el mentir, así que le dije,

— No. ¿Por qué? —

Esperaba que me dijera que debía hacer algo útil, como estudiar o ayudar a algún mayor y lo hizo, pero con algo más entretenido.

— Cuando veas un gato por el tejado, coges la manguera y le das un buen chorretón de agua. Que al buscar nidos, mueven las tejas y cuando llueve hay goteras en casa. —

Estaba claro que ayudar a mi abuela era bastante más entretenido que las cosas que me pedía hacer mi abuelo que eran estudiar, limpiar y quedarse quieto sin hablar. Mi hermana que era un año mayor que yo, se llevaba mucho mejor con él, pero yo no. Así que pasaba casi todo el rato jugando al gato y al ratón con él para que no me viera y se le ocurriera algo que debía hacer. Decidí ayudar a mi abuela y pasé días subiéndome en alguna silla o donde podía, para ver si lograba ver algún gato, pero nunca ví uno. Un día dando mi ronda busca gatos, vi a la abuela bajando por una escalera que había colocado para subir al tejado. Yo que no sabía que las abuelas podían subir a los tejados me acerqué intrigado preguntándome si había visto algún gato. Al llegar a su lado se lo comenté. Me miró extrañada hasta que recordó de qué hablaba.

— Ah, no, no. Estaba subiendo el charqui al tejado para que se seque al sol. —

Yo que era niño “moderno” y bastante preguntón, le dije,

— ¿Qué es charqui? —

— Un tipo de comida para viajes largos. — me respondió.

— ¿Qué tipo de comida? — le pregunté mientras se alejaba camino a una de sus múltiples cosas que siempre tenía que hacer. Rara vez ví a mi abuela haciendo algo para relajarse. Se giró y me dijo,

— ¿No se supone que tienes que mantener el gato alejado?— con la mirada ya no de mi abuela, si no que de la profesora con años de experiencia enseñando a niños pesados y preguntones.

— Mamita ¿Me da un poco del chaquí ese? — Le pregunté tratando de sonar lo más formal posible y usando el nombre cariñoso que mis hermanas y yo teníamos para la abuela.

— “Charqui”. — me contestó. — Sí, solo uno. Sube tú y coje uno de los de a derecha que ya están listos. Asegúrate de no mover ninguna teja. —

La respuesta me sorprendió. Nunca nadie me había dejado subir a un tejado. En ese segundo mi abuela se ganó un trocito de mi corazón, y se lo quedó para siempre. Todavía recuerdo el momento con cariño, pero no solo por subir al tejado, si no que el hacerlo empezó una pequeña aventura de esas que no se olvidan y te dejan pensando para el resto de la vida.

Era una escalera casera hecha de dos ramas de árbol rectas y largas, con ramas cortas como peldaños. Subí paso a paso con cuidado y al llegar a la altura de las tejas se abrió un mundo nuevo que jamás pensé que podría existir. Un sitio enorme de la casa, lleno de sol y cielo abierto y donde nadie me estaría obligando a estudiar. Di mi primer paso y sentí la fragilidad de la teja bajo mi peso. Decidí que lo más lógico era pisar las que hacían de canalón ya que parecían tener algo más de apoyo por debajo. Miré hacia la derecha y ví encima de unos papeles, unas tiras de diferentes grosores de algo oscuro de no más de cinco centímetros de largo. Me senté en una teja antes de coger una. Me sentía más seguro sentado que de pie sobre las tejas que parecían muy frágiles ya que no eran como las modernas que encajan entre sí como un puzle, creando así una estructura sólida y bastante fuerte. Estas eran todas independientes y se movían cada una por su cuenta. Comprendí porqué al gato no le costaba moverlas.

Encuentros con lo Inexplicable

Cogí uno de los charquis y lo olfateé. Olía levemente como carne de barbacoa. Lo mordí y fue como morder una rama de un árbol. Al principio parecía ceder pero después era duro como una suela de zapato. El sabor inicialmente muy salado acababa con un toque a carne de barbacoa demasiado hecha. Dudé si eso realmente se podría comer, pero no era un sabor desagradable así que seguí masticando con las muelas y poco a poco empezó a ser más blando, lo suficiente como para arrancar un pequeño trozo. Era como comer un chicle viejo y muy salado. Mientras masticaba miré a mi alrededor. Desde esa altura podía ver la forma de toda la casa, que era una especie de U cuadrada con uno de los lados más largo que el otro. El centro de la U era a cielo abierto, donde había un pequeño jardín al cual daban el comedor y la cocina. Yo desde donde estaba justo podía ver la puerta de la cocina y a mi abuela haciendo algo dentro. Era como estar en otro mundo.

— ¡Álvaro, pero qué haces allí arriba! — El grito de mi tía me trajo de vuelta a la realidad dándome un susto de muerte.

— Estoy comiendo charqui y cuidando de las tejas. — le respondí.

Mi tía que me conocía bien, no me preguntó nada acerca de eso de cuidar tejas y me respondió,

— Baja de allí que te puedes caer. —

Pero yo tenía una frase mágica que podía ser un salvoconducto para cualquier situación, incluso con mi padre y mi madre,

— La mamita me ha dado permiso. —

Mi tía miró a su madre, y está le dijo — No se puede tratar a los niños como si fueran de cristal. Déjalo que aprenda. —

— Ten cuidado. — fue lo único que me dijo mi tía. Cuando la matriarca de la familia daba su opinión esta no se discutía. Me gustó eso de que mi abuela estuviera de mi lado. Se notaban sus años de experiencia como profesora. Aunque eso yo ya lo sabía. Me enseñó a leer a los cuatro años y a los cinco ya leía las novelas de ciencia ficción de mi padre. Todo gracias a ella.

Me di cuenta que el lado de la casa donde yo estaba, era un poco más largo que el lado donde estaba la cocina. Yo había visto una puerta en esa parte, pero nunca le había hecho mucho caso. Esa sección de la casa daba a un área abierta, parte tejada, que tenía habitaciones donde mi abuelo guardaba sus herramientas. El galpón le llamaban y siempre pensé que detrás de esa puerta no habría más que herramientas o restos de los múltiples inventos de mi abuelo. Algo me dijo que era un buen momento para bajar del tejado e ir a mirar esa habitación.

Me puse de pie y con cuidado me acerqué a la orilla donde estaba la escalera. De pronto el bajar parecía mucho más difícil que subir. Mi abuela seguía en la cocina, pero estaba concentrada en sus cosas. Cogí la parte de arriba de la escalera y con cuidado me giré para poner el pié en el escalón más alto. Pude sentir la mirada de mi abuela en mi espalda y eso me dió más seguridad. Empecé a bajar con mucho cuidado, asegurándome de poner bien el peso en cada peldaño como siempre veía hacer al gato de mi hermana cuando caminaba por sitios difíciles. Finalmente llegué al suelo. Me giré y sonreí a mi abuela que también me sonrió.

Caminé siguiendo ese lado de la casa para entrar en el galpón. Inmediatamente a mi izquierda estaba una de esas habitaciones y la puerta estaba un poco abierta. Me acerqué y empujé la puerta pero lo que ví no era lo que esperaba. En vez de ser una habitación llena de trastos y cajas, allí vivía alguien. Había una cama de hierro de esas con bolas de bronce en las esquinas, con la colcha echada a un lado como si acabaran de levantarse, un velador (mesita de noche), un armario y un mueble con cosas que parecían de mujer, como un cepillo de pelo igual al de mi abuela. Me extrañó mucho el ver todo eso. Yo conocía las habitaciones de todos, y nadie dormía en ese lado de la casa. ¿Dónde estaba esa persona? Yo había estado en el tejado muy cerca y desde allí habría visto a cualquier persona que iba al baño. Salí con cuidado de la habitación, aunque no sé porqué, y me dirigí a la cocina para preguntar a mi abuela quien dormía en esa habitación.

Al salir ví que a los pies de la escalera estaban mis dos hermanas mirando hacia la cocina y se oían voces que discutían. Paloma era un año mayor que yo y Daniela casi cuatro menos. Las dos parecían preocupadas. Al llegar junto a ellas vi que los que discutían eran mi padre y mi abuela.

— ¿Qué pasa? — les pregunté.

— Papá se ha enterado que estabas en el tejado. — me respondió Paloma, mi hermana mayor.

— Pero si no estaba en casa. ¿Cómo se ha enterado? — les pregunté. Ninguna me respondió, pero Paloma y yo nos giramos hacia mi hermana pequeña Daniela, que nos miró con cara de ofendida.

— Yo no fuí. — nos dijo. Daniela tenía unos cuatro años y siempre sabía todo lo que pasaba y donde estaban todas las cosas perdidas. También le contaba todo a nuestra madre, pero por otro lado nunca mentía. Las voces de los adultos subieron un poco de tono.

— Pero hijo, si tú hacías lo mismo de pequeño. —

— Y buena bronca me caía cuando movía alguna teja y ni hablar cuando me caí. —

— Y aprendiste a tener cuidado. Déjalo ya, le he observado y Alvaro tiene cuidado. —

— El responsable del niño soy yo y aunque estemos en su casa usted no puede tomar decisiones así sin mi consentimiento. — le respondió mi padre con tono enfadado.

En ese momento ocurrió algo que yo jamás pensé que vería o ni siquiera que era posible. Mi abuela soltó una enorme bofetada a mi padre. El tiempo pareció detenerse mientras el sonido, como un latigazo, se movía por la casa. Mis hermanas y yo, al mismo tiempo, dimos un paso atrás tratando de alejarnos de esa lucha de gigantes.

— ¡Nunca jamás vuelvas a hablarme con ese tono! Soy tu madre y me debes respeto. Esta es mi casa y en tu ausencia las decisiones con respecto a los niños las tomo yo. — le dijo mi abuela con voz de matriarca. Nosotros no esperamos a ver qué pasaba después. Como por arte de magia los tres estábamos ya en la otra punta del galpón, detrás de una enorme taladradora que mi abuelo había comprado para una mina de cobre que tenía cerca de la cordillera.

— Le ha dado una bofetada a papá. — dijo Daniela, todavía asimilando lo ocurrido.

— Te va a caer una buena bronca por eso. — me dijo Paloma.

— No ha sido la abuela pegando a papá. Ha sido una madre enseñando a su hijo a no ser un maleducado. — le respondí.

— Pero es papá. — dijo Daniela.

— Pero antes que eso, es el hijo de la abuela. —

Nunca habíamos visto a nuestro padre como el hijo de alguien. Obviamente sabíamos que la abuela era su madre, pero nunca se nos ocurrió que la relación madre hijo todavía existía. Para nosotros simplemente eran dos adultos de la familia. Después de un rato nos aburrimos y volvimos hacia la casa. Antes de llegar al pequeño jardín central, pasamos al lado de la puerta de la habitación.

— ¿Tú sabes quién duerme allí? — le pregunté a Daniela.

— ¿Dónde? —

Me detuve. No estaba a más de tres metros de la puerta.

— Esa puerta. — le contesté apuntando con el dedo.

— Allí no duerme nadie. Está llena de trastos del abuelo. —

— No es verdad. Yo acabo de estar y es la habitación de alguien. Mira, ven. — Le contesté mientras me acercaba a la puerta y la abría seguro que la habitación seguía vacía ya que nadie había pasado por allí en todo ese rato. Los tres entramos. La habitación seguía exactamente igual.

— Alguien ha limpiado todo eso. — dijo Paloma. — Hace unos días estaba llena de cajas cubiertas de polvo. —

— Un ruido metálico nos llamó la atención, y los tres miramos hacia la cama. —

Había una señora llena de arrugas con aspecto de muy, muy mayor, tumbada en la cama. Estaba tapada con la colcha como si hiciera mucho frío, pero lo más raro es que nos miraba con los ojos bien abiertos y expresión asustada. Por un momento pensé que era porque habíamos entrado en su habitación sin llamar a la puerta, pero me di cuenta que no tenía cara de sorpresa o enfado, sino que de miedo. Mucho miedo.

Nunca la había visto antes y sospeché que ella a nosotros tampoco, así que recordando las formalidades que la abuela esperaba de nosotros cuando nos presentaba a su familia o la del abuelo, le dije,

— Hola. Yo me llamo Alvaro, ella es Paloma y ella Daniela. — le dije mientras apuntaba a mis hermanas. Esto pareció tranquilizarla un poco. Nos miró de uno en uno un buen rato, como si le recordáramos a alguien.

— Somos los hijos de Pádraig.— le dije para darle una pista de quiénes éramos.

No nos dijo nada. Se giró y se acomodó en la cama. Después cerró los ojos y nos ignoró.

Nos quedamos de pie un rato mirándola. Esperando algún tipo de respuesta o algo por lo que supiéramos que era consciente de nosotros.

Encuentros con lo Inexplicable

— Hola, Señora. ¿Está usted bien? — le preguntó Paloma.

— No está. — dijo Daniela mientras miraba a la mujer.

— ¿No está bien? ¿Cómo lo sabes? — le preguntó Paloma.

— Nooo. Ella no está. —

— ¿Quién no está? — le pregunté.

— Pues, ella. —

— ¡Claro que está! — le respondí.

— ¿No las ves allí? — le dijo Paloma casi a la vez.

Daniela simplemente alzó sus hombros y salió de la habitación mientras miraba a la mujer como cuando veía algo por primera vez. Paloma miró a su hermana pequeña y después a la mujer en la cama que no había cambiado de postura.

— Qué sensación más rara. — me dijo. — ¿No has notado que de pronto hace más frío? —

Yo no había notado nada. Me parecía que la habitación estaba exactamente igual como cuando habíamos entrado. Le iba a responder que no, que no sentía más frío cuando oí a nuestra madre llamarnos para la merienda. Paloma salió de la habitación casi corriendo, encantada de tener una razón para no estar allí. Yo me quedé un rato más observando a la misteriosa mujer. ¿Quién era? Parecía más mayor que la abuela, pero eso no era nada raro. Una semana antes la abuela nos había llevado a visitar una prima de mi abuelo, y la verdad es que tenía más arrugas que esta mujer.

— ¡Alvaro! — me llamó mi madre con enfado. Como siempre el tiempo fluía más rápido para los demás que para mí.

Salí de la habitación y con mucho cuidado para no despertarla, cerré la puerta. Con la puerta casi cerrada vi que me miraba por el rabillo del ojo. Le sonreí y le dije adiós con la mano.

Entré en el área del jardín interior y después me acerqué al comedor. Estaban ya todos sentados a la mesa. Yo tenía muy asumido que alguna bronca o comentario me caería por llegar siempre tarde, pero solo recibí una mirada muy seria por parte de los adultos y un silencio que pesaba una tonelada. Me acordé de la bofetada y yo también decidí no decir nada o preguntar quien era la mujer que dormía en la habitación a la entrada del galpón.

Al día siguiente, después de desayunar me acerqué a visitar a la extraña mujer. Toqué varias veces a la puerta, pero nadie contestó. Abrí un poco la puerta y dije en voz alta.

— ¡Hola! Soy yo, Alvaro. ¿Puedo entrar? — pero la respuesta fué el silencio habitual de las habitaciones vacías.

Abrí más la puerta y entré. La cama estaba hecha y ordenada, pero no había nadie. ¿Cómo se las arreglaba esa señora para moverse por la casa sin que nadie la viera?. Salí de allí y cerré con cuidado la puerta. Mirando el área del galpón vi que la puerta para los coches que daba a la calle Zañartu tenía una puerta más pequeña para las personas. Decidí que la mujer no era familiar nuestro, sino que alguien que alquilaba la habitación, y salía y entraba por la puerta del garaje. No era sorprendente que el día anterior le dieramos un susto. Pero todavía quedaba el misterio de donde hacía sus necesidades.

— ¿Qué dónde hace cacas? — me repitió Paloma. — Supongo que en el baño del galpón.— siguió.

— ¿El galpón tiene un baño? — le pregunté extrañado, pensando que conocía toda la casa.

— Sí. Está detrás del estanque de greda. Mira ven. — Pasamos la artesa y justo detrás del estanque de greda, una especie de cisterna con forma de jarrón gigante, había una pequeñísima habitación que nunca había visto. Dentro había una ducha y una taza de baño. Era tan pequeño que si te duchabas, seguro que mojabas toda la taza.

— Entonces seguro que le arriendan la habitación a la señora esa. — le dije a mi hermana.

— Seguramente. — me contestó.

Miré bien el pequeño baño y no parecía que lo usara alguien. Estaba todo sucio y lleno de polvo. Todo lo contrario de la habitación que estaba limpia y ordenada, pero como con los adultos nunca se sabe, lo dejé pasar.

Habían pasado más de dos semanas cuando después de una de mis aventuras por el tejado de casa, pasé junto a la habitación y oí a alguien toser muy fuerte. Me detuve y escuché con más atención. La señora misteriosa parecía tener un ataque de tos. Me acerqué y toqué a la puerta.

— ¿Hola? ¿Está bien? — pregunté, pero nadie me contestó.

— Soy Alvaro. ¿Hola? — dije mientras empujaba la puerta con cuidado. Esta cedió suavemente y pude ver a la señora sentada en la cama respirando con dificultad. Entré y le pregunté,

— ¿Quiere algo? ¿Un vaso de agua? — pero me ignoró. Respiró profundamente, como después de un ataque de tos fuerte y se recostó en la cama.

— ¿Quiere algo? — le volví a preguntar, pero nada. Sospeché que era sorda, así que me acerqué y con dudas le toqué el brazo. Lo movió con sorpresa y abrió los ojos. Al verme de nuevo me miró con miedo. Claro, si era sorda le había dado un susto de muerte.

— Perdón, lo siento mucho. — le dije. Pero, aunque más tranquila, solo me miró. Después cerró los ojos e igual que la primera vez, me ignoró.

Salí de la habitación y aunque sabía que no me podía oír, cerré la puerta con cuidado. Decidí coger un folio de papel del escritorio del abuelo y escribirle algún mensaje. Camino a su despacho, en el pequeño jardín en el centro de la casa, pasé junto a Daniela que estaba entretenida mirando un pequeño escarabajo.

— ¿Has vuelto a verla? — me preguntó.

— Sí. Resulta que es sorda. Por eso se asusta y no contesta. —

Paloma que estaba ayudando a la abuela en el comedor nos oyó hablar y se acercó.

— ¿Has vuelto a ver a la señora de la habitación alquilada? —

— Dice que no oye. — le contestó Daniela. — Pero no está allí. —

— ¡Pues claro que está allí! Lo que pasa es que no oye. Es sorda. — le contesté.

— ¿Quién es sorda? — preguntó mi tía que nos oyó al pasar dirección al comedor para ayudar a su madre.

— La señora a la que la abuela le arrienda la habitación del galpón. — le contesté.

— La abuela no alquila nada y esa vieja habitación es ahora el trastero de vuestro abuelo. — nos dijo.

— Pero si acabo de estar con ella. Le ofrecí agua porque tenía una tos muy fuerte. — le contesté.

— ¡Qué! No se habrá metido alguien de la calle. Será alguna fresca,. — dijo mientras se dirigía dirección a la habitación dando grandes pasos. Nosotros seguimos casi corriendo. Al llegar y sin tocar a la puerta, la abrió con fuerza, miró dentro y se giró hacia nosotros,

— Muy graciosos. — dijo y salió.

Me puse en el marco de la puerta y miré dentro. Había cajas al fondo, todas llenas de polvo. Reconocí la cama por las bolas de bronce de las esquinas, pero estaba de lado apoyada contra la pared y estaba muy oxidada y sin el somier. Solo un cuadrado de metal. Los muebles ni la mesita de noche estaban.

— Le juro que es verdad que había alguien durmiendo aquí. Estaba en esa cama, pero estaba hecha. ¿No es cierto Paloma? — Mi tía miró a mi hermana mayor, que estaba a mi lado mirando todo con cara asustada.

— Está todo como antes que llegara la señora. — dijo.

— ¿Tú también? Muy graciosa. Daniela ¿Tu has visto a esa señora? — Paloma y yo nos giramos hacia nuestra hermana, para ver qué respondía.

— Sí la ví, pero no estaba aquí. — le respondió.

Mi tía que sabía que Daniela era incapaz de mentir, nos miró muy seria.

— ¿Cómo era?— preguntó.

— La cama estaba bien y tenía una colcha. Había un velador y un mueble con las cosas de la mujer y un armario al fondo. — le dije a toda prisa y nervioso. Me empezaba a imaginar por donde iba mi tía.

— No la habitación, la señora. —

— Era más mayor que la abuela, con el pelo blanco. — dijo Paloma.

— Y tenía tos. — seguí yo.

— Y no estaba aquí. — dijo Daniela. Seguido por un silencio cuando nos dimos cuenta que tenía razón.

Nuestra tía, más blanca de lo normal nos miró y dijo,

— La última persona en dormir en esta habitación fue la tía Carlota. Era tía de vuestro abuelo. Murió de bronquitis cuando yo estaba en el instituto. Mucho antes de que ustedes nacieran. —

La Botella

Unas semanas más tarde regresamos a nuestra casa en Valparaíso y aunque con los adultos nunca hablamos de la bofetada y tampoco de, cómo decíamos entre nosotros, “el fantasma de la tía Carlota”, entre mis hermanas y yo fué el tema del verano. Tengo que explicar que mi padre era ateo y mi madre agnóstica. Eso añadido que en esos años Chile tenía una educación pública totalmente laica, significó que nunca tuvimos acceso a conceptos de seres invisibles que pueden formar parte de la vida de las personas. En la cultura popular chilena, los fantasmas siempre eran para asustar a las personas, pero todos recordábamos bien que era la señora la que nos tenía miedo a nosotros. No al revés. Cosa que llevó a muchas discusiones y teorías.

Yo que de fantasmas solo había leído “El fantasma de Canterville” de Oscar Wilde y todavía no había descubierto las revistas de “El siniestro Dr. Mortis”, nunca se me había ocurrido tener miedo. A Paloma por otro lado, se le ponían los pelos de punta al recordar que había estado con un fantasma y Daniela, mucho más pequeña y pragmática, nos recordaba de vez en cuando que realmente la mujer no había estado allí, así que para qué darle importancia.

El tiempo pasó y El fantasma de la tía Carlota, dejó de ser el tema de conversación, pero había cosas que no me cuadraban. ¿Porque el fantasma tenía miedo de nosotros? Yo que había estado leyendo todo lo que pude acerca de fantasmas, nunca ví nada acerca de fantasmas que tuvieran miedo de los vivos. En lo que sí encajaba perfectamente era en los conceptos de la Ciencia Ficción. Un viaje por el tiempo respondía a todas las dudas. Si de alguna manera habíamos viajado por el tiempo a esa habitación unos 15 años antes, todo lo ocurrido tenía sentido. Incluso el por qué la señora de la habitación nos tenía miedo a nosotros.

La teoría del viaje por el tiempo me dejó muy tranquilo hasta que un día una hermana de mi madre se dejó una revista del Dr. Mortis en casa y yo, que leía todo, la encontré. Al acabarla, tenía miedo de los fantasmas. Mucho miedo. Poco tiempo después nos encontramos con el fantasma de la esquina.

Era un día soleado de diciembre cuando, más o menos una hora antes de comer, nuestra madre se percató que le faltaba leche. Estamos hablando de una época antes de los centros comerciales y de los supermercados. La compra se hacía en una tienda de barrio y en Chile, o por lo menos en mi familia, era responsabilidad de los niños el hacerla. Al menos las cosas diarias como la leche y el pan o las compras de emergencia.

— ¡Paloma, Álvaro! — oí como nuestra madre nos llamaba. Yo estaba en el jardín tratando de descubrir cómo hacían las hormigas para siempre seguir el mismo camino, pero mi investigación científica no estaba llegando a ningún lado, así que respondí,

— ¡¡Qué!! —

Mi madre, que tenía la habilidad de moverse en silencio, me respondió justo a mi lado. dándome tal sorpresa, que dí un brinco.

— Cuando te llamo es para que vengas. Sabes perfectamente que no voy a conversar contigo a gritos. —

Desde dentro de casa pude oír a Paloma gritar,

— ¡¡Queee!!—

Mi madre hizo un gesto de “me doy por vencida” y me dijo,

— Ven dentro. Tienen que ir a comprar leche que se me ha acabado. —

— ¡Nooo!, justo ahora no. — gritó mi hermana cuando se enteró, aunque no parecía que estuviera haciendo nada importante. — Que vaya Alvaro, porfa. — . Paloma solía tener buenas dotes de persuasión y mi madre más de una vez cayó, pero esta vez no cedió.

— Los dos van a ir y ahora mismo. — nos dijo. — Paloma, aquí tienes el dinero. Va justo, así que no esperes las vueltas. Álvaro, toma la botella. — dijo mirándome. Por lo menos respecto a esto, era una época bastante menos estúpida y consumista que la actual y cuando comprabas leche o bebidas, había que llevar una botella del mismo producto vacía, si no te cobraban la botella. De esta manera solo pagabas el producto.

Salimos de casa, y caminamos en dirección a la pequeña tienda de barrio donde vendían leche embotellada. Hacía calor y ni Paloma ni yo queríamos ir a la tienda, pero nuestra madre no estaba de humor para aguantar niños contestones. Mi madre rara vez estaba de mal humor, pero cuando lo estaba, todos sabíamos que era muy mala idea discutir.

Llegando a la esquina empecé a notar algo de calor. Yo que había estado jugando en el jardín, estaba todo sudado y la botella resbalaba y temiendo que se me cayera le pedí a Paloma a ver si podía llevarla un momento para secarme las manos en los pantalones. Me dijo que sí, pero con la mala suerte que justo cuando se la pasé tropecé con una grieta en la acera. Los dos tratamos de agarrar la botella que voló un poco hacia arriba y después empezó a caer justo en frente nuestro. Los dos dimos un suspiro del susto y estiramos la mano a la vez tratando de cojerla. Nos detuvimos al ver que la botella no estaba cayendo a una velocidad normal, si no que muy, muy lentamente. Nos miramos y retiramos la mano de esa cosa que de un segundo a otro ya no era una botella normal.

Esta bajó por el aire como si fuera más ligera que un globo de cumpleaños, llegó al suelo un poco de lado, y tocó este con suavidad haciendo un pequeño sonido como cuando tocas un vaso con una cuchara. En ese momento pensé que todo no era más que un efecto óptico y que ahora la botella estallaría en trocitos, pero no, se tumbó lentamente en el suelo y solo cuando estaba totalmente tumbada de lado en la acera, en ese momento se puso a rodar a velocidad normal y paró un poco más adelante. Paloma y yo no nos movimos. Solo mirábamos la botella por si hacía algo más, pero no ocurrió nada. Solo una botella tumbada en la acera. Me acerqué y le dí un pequeño empujón con el pié para asegurarme que no seguía con ideas propias de cómo debería comportarse una botella con la gravedad. Rodó un poco y se detuvo.

Encuentros con lo Inexplicable

— Recógela y vámonos de aquí — me dijo Paloma algo asustada rompiendo mi historia mental que me estaba inventando donde de pronto era un niño con poderes mentales que podía mover objetos con la mente. Si esto hubiera ocurrido décadas más tarde a otro niño, ya estaría en la cola para ser aprendiz de Jedi. Cogí la botella con algo de respeto, pero seguía siendo solo una botella de leche vacía.

— ¿Qué pasa? — le pregunté a Paloma cuando ví que la botella le daba igual y miraba para todas partes.

— Seguro que ha sido un fantasma que ha hecho eso.— me dijo mientras nos alejamos del lugar.

— ¿Tú crees? Si es así, ha sido un fantasma simpático. Si se hubiera roto me… nos habría caído una buena bronca.—

— Me da igual. — me contestó. — Un fantasma es un fantasma y tú y yo sabemos que sí existen. —

Me acordé de la mujer de la habitación y también de la revista del Doctor Mortis. Al volver y durante semanas no volvimos a pasar por el lugar, nos cruzábamos siempre a la otra acera. Contamos lo que pasó a la pandilla de la Villa Berlín, nuestro barrio, y el sitio fue bautizado como la “Esquina del fantasma”. A todos nos daba respeto el lugar. La última vez que estuve allí ya de mayor, me acordé del fantasma.

¿O era que realmente teníamos poderes mentales?

Clase de matemáticas

Las vacaciones de verano pasaron con esa mala costumbre que tenían cuando yo era pequeño, de ir siempre a toda prisa, y empecé el colegio. Como imaginaréis, los días y horas fluían mucho más lentas que sus gemelas del verano. Pensaba que todo sería exactamente igual que siempre. Muy aburrido y con conflictos constantes con profesores y por ende con mi padre. Todo había empezado años antes al empezar el colegio con ganas de aprender de todo. Mi primer chasco fué en la clase de lectura a los seis años. Yo estaba encantado y con ganas de mostrar al profesor que ya sabía leer. Mi abuela me había enseñado a los cuatro años y a esa edad ya leía novelas de adultos y pensé que el profesor estaría encantado. Cuando llegó mi turno de leer, empecé a leer lo de cuanto «Pepa ama a mamá y Mamá ama a Pipo», pero no había avanzado nada cuando mis compañeros y compañeras de clase se quejaron al profesor de que no podían seguirme. El profesor me pidió que parara y le dió el turno a otro niño. Nunca más me pidió que leyera. Lo que sentí, y esa no fué la única vez, fue que me castigaban por hacer las cosas bien. Yo sospechaba hace mucho que los adultos tenían una visión muy limitada de la realidad o que realmente eran un poco tontos, y esto me lo confirmó un poco más. Aunque la clase de lectura de allí en adelante fue lo peor de lo peor, la de matemáticas salvó la situación ya que me enseñaron a sumar y restar y me pareció fascinante.

La cosa cambió bastante cuando al trimestre siguiente, como gran cosa, el maestro nos enseñó a sumar números de ¡dos cifras!. Lo comprendí en la primera clase, pero tuve que pasar casi tres meses haciendo sumas. Eso sí que no lo entendía. Miraba por la ventana y veía un mundo fascinante con todo tipo de misterios y cosas por descubrir yo estaba encerrado sumando números de dos dígitos. La verdad, los adultos estaban majaras o eran todos tontos, pero el toque final fue al llegar el último trimestre cuando a bombo y platillo íbamos a aprender a sumar números de… ¡tres dígitos!. Eso fue demasiado, yo no estaba dispuesto a perder el tiempo de tal manera y ese mismo día decidí nunca más hacer caso al profesor o a mi padre que parecía pensar que había que hacer todo lo que decían los profesores. A él podía comprenderlo un poco más. Después de todo era profesor de matemáticas y física en la universidad y todo el mundo sabe que los del mismo gremio siempre se cubren las espaldas. Así que desde aquél momento, nada de hacer deberes. No imagináis el lío en que me metí. Broncas con mi profesor, broncas con el director del cole, broncas con mi padre y el director al mismo tiempo y terribles broncas en casa. Eran los 60s y el castigo físico se esperaba de cualquier buen padre si los hijos no hacían sus responsabilidades. Fue muy desagradable, pero yo era un cabezota que nunca permitiría que adultos que piensan que hacer sumas de tres números era algo importante, me dijeran lo que tenía que hacer. Hace no muchos años salió el tema de conversación en una comida en casa de mi padre y él nos contó que ni él ni ninguno de los profesores que tuve, jamás habían conocido a un niño así de rebelde. Si a alguien se le hubiera ocurrido explicarme lo que era un curriculum de estudios y que por eso las cosas se hacían así, la cosa hubiera sido muy diferente. Pero estaban demasiado acostumbrados a dar órdenes sin ninguna explicación y que los niños hicieran caso.

Al final gané yo. Mi padre literalmente se cansó físicamente de darme con la correa y me dejó en paz. Con el profesor de matemáticas fué algo más sutil, pero para mi muy sorprendente. Habíamos llegado a un acuerdo táctico, donde yo no hacía los deberes, pero debía poner atención en clase. Un día estaba él escribiendo en la pizarra las sumas que debían de hacer mis compañeros en casa, cuando ocurrió algo que para mi no solo fue insultante, si no que lo siguiente. Va y pone una suma que ya habíamos hecho hace tres semanas. Yo que como regla general jamás participaba en clase, no puede resistirme y levante la mano. Todos en clase al verme hacer eso pararon de escribir y el silencio llamó la atención del profesor y se giró.

— ¿Qué pasa Álvaro? —

— Esa suma. La cuarta de la primera fila la hicimos hace tres semanas. — le dije todo ofendido a pesar de que yo, claro está, no la había hecho. Me miró por unos segundos y después se dirigió a mi compañero Oscar, que era el mejor en matemáticas.

— Oscar, ¿Puedes mirar los deberes de hace tres semanas? —

Oscar, que era muy ordenado, se puso a girar páginas de izquierda a derecha. De pronto se detuvo y miró la página concentrado.

— Sí señor Espinoza. Está aquí. — Al oír eso la clase explotó.

— ¡No es justo! — gritó alguien desde atrás.

— Con todo lo que me cuesta, no quiero volver a hacer lo mismo. — dijo otro entre murmullos de comentarios al respecto.

— Bien, bien. No se preocupen. Esto se arregla fácilmente. — dijo el señor Espinoza y borró el primer número de la serie y puso otro. Se giró y me miró.

— No. Esa no la hemos hecho. — le dije.

A mi, aparte de sentir mi inteligencia insultada, no me pareció que lo ocurrido había sido para tanto, pero desde ese momento el señor Espinoza, profesor galardonado varias veces por el ministerio de educación de Valparaíso como el mejor profesor de primaria de la región, me trató con respeto y nunca jamás me pidió que hiciera algún deber de matematicas. Desde ese momento todas las clases con él se convirtieron en algo agradable.

Pero, mi padre que no estaba contento con los resultados del cole, me cambió a otro y vuelta a empezar. Cuando después de unos meses los profesores se dieron por vencidos y me dejaron en paz ocurrió algo de lo cual no me enteré por estar en mundos en mi cabeza bastante más entretenidos que esas clases. Enseñaron las tablas de multiplicar y cuando ya toda la clase las sabía bien, pasaron a hacer divisiones. Aquí volvemos al año cuando conocí a la tía Carlota y al fantasma de la esquina. Un día se me ocurrió escuchar al profesor de matemáticas, ya que era nuevo, y resulta que estaba hablando de divisiones de números de por lo menos cuatro cifras. Me pareció muy interesante hasta que descubrí que había que saber las tablas de multiplicar, que hasta entonces me habían parecido una manera poco lógica de sumar y una pérdida de tiempo. Me puse a toda leche a aprenderlas, pero solo había llegado a la del cuatro, cuando un día el profesor hizo algo que hacía siempre, pero esta vez me tocó a mi. Un examen sorpresa. Me llamó para hacer una división de tres números en la pizarra frente a toda la clase. Se suponía que era fácil, pero yo no sabía qué hacer. No podía explicarle que no sabía las tablas de multiplicar y por lo tanto no sabía dividir. Era un profe nuevo y me estaba empezando a cansar de siempre tener a todos los profesores en mi contra. Decidí hacer un bluff hasta el último momento, así que me levanté y me puse frente a la división escrita en tiza con números grandes frente a mi. Cuatrocientos sesenta y dos dividido por tres. Miré los números por un buen rato y tomé la decisión de decirle la verdad.

Encuentros con lo Inexplicable

“ Uno“ dijo una voz. Miré al profesor, pensando que lo había dicho él, pero me estaba mirando ya con cara de aburrido. Me giré hacia la clase. Todos me miraban atentamente, pero no podía ser ninguno de ellos, ya que si yo podía oírle, el profesor también y no lo permitiría.

“Pon un uno encima del cuatro” dijo la voz. No, no había sido nadie en clase y el profesor no había dicho ni mu. Me giré hacia la pizarra y puse un número uno encima del cuatro y miré al profesor. Seguía con la misma cara de aburrido.

“Ahora un tres bajo el cuatro” lo hice y volví a mirar el profesor. Parecía algo más interesado.

“Pon un uno bajo el tres” la voz estaba en mi cabeza. ¿Sería un fantasma que le gustaban las matemáticas?

“Ahora un seis al lado de ese uno.” lo hice y volví a mirar al profesor. Este me sonrió y afirmó levemente con la cabeza. La voz lo estaba haciendo bien. ¿Era un fantasma o podía leer la mente de algunos de los cerebritos de clase?

“Pon un cinco al lado del uno de arriba.” lo hice.

“Bien. Ahora por un quince bajo el dieciséis” lo hice y de reojo mire al profesor. Seguía interesado. Decidí confiar en la voz en mi cabeza a pesar de no saber quien era, pero parecía querer ayudarme.

“Pon un uno bajo el cinco de abajo.” le hice caso sin rechistar.

“Ahora pon un dos a su lado” lo escribí ya más seguro de que el chico o chica con poderes mentales o el fantasma sabían lo que hacían y no era ninguna broma.

“Pon un cuatro al lado del cinco de arriba.” lo hice.

“Ahora un doce debajo del otro doce y después un cero debajo del dos del doce”.

Lo hice y me quedé esperando más instrucciones, pero la misteriosa voz se quedó en silencio.

— Muy bien Álvaro. Te puedes volver a sentar. — dijo el profesor. — Eso sí, la próxima vez pon las barras para separar las restas. — miré lo que había escrito y volví a mirarle. No sabía de qué me estaba hablando, así que rápidamente dejé la tiza y volví a mi sitio.

Mi mesa estaba al final del todo, tratando de mantenerme lo más alejado de los profesores, así que aproveché de mirar a todos mis compañeros y compañeras mientras caminaba, por si alguien hacía algún gesto de “lo has hecho bien” o algo que me dijera quien era la persona con los poderes mentales. Pero nadie hizo nada. Al llegar a mi sitio decidí que había sido un fantasma. Por lo visto eran bastante más simpáticos de lo que ponían en las revistas de terror.

Todavía hoy me pregunto quién, o qué, fué quien me ayudó.

Alguien en el armario

La idea de algo en el armario sale en muchos libros y películas y sospecho que muchas personas se sienten identificados con esto ya que alguna vez, sobre todo de niños sintieron una presencia observándoles desde una puerta un poco abierta donde solo debía haber ropa. Lo que os voy a contar ahora va de eso, aunque claro está, desde el punto de vista de alguien que no cree en fantasmas.

Con mi mujer y mi primer hijo, que tenía unos tres años, vivíamos en un viejo apartamento en el centro de Bilbao. Este pertenecía a la familia de mi mujer y ella había vivido allí de pequeña. No solo eso, la habitación que preparamos para nuestro hijo había sido su habitación infantil. Cuando llegamos a España, después de vivir ya varios años de casados por diferentes ciudades de Europa, tuvimos la oportunidad de habitar esa casa llena de recuerdos, muebles, fotos y todo tipo de cosas pertenecientes a los antepasados de mi mujer. A mi todo me parecía fascinante. Yo había dejado mi país de nacimiento a los diez años y nunca volví. Desde entonces ya me había cambiado de casa unas cuarenta veces, de ciudad unas veinte veces y de país seis veces. En todas esas mudanzas nunca jamás había vivido en una casa con cosas de alguno de mis antepasados. Así que me pareció increíble que mi hijo pudiera dormir en la cama donde había dormido su madre de pequeña.

Un día mientras limpiabamos la habitación, María, mi mujer, me contó que pocos días antes estaba sola en la habitación y sintió una presencia en el armario. Todo hubiera quedado como solo una experiencia extraña si no hubiera sido porque recordó que cuando esa era su habitación de pequeña, solía sentir esa misma presencia que estaba llena de negatividad y le daba mucho miedo. Pedía que cerraran la puerta del armario, pero a veces se quedaba abierta y no podía dormir. Ni soñar con acercarse y cerrar la puerta. La presencia se hacía más fuerte cuando se acercaba y el miedo podía con ella. A mi que todo lo relacionado con la casa me parecía de los más pintoresco, esto solo hizo que fuera más especial. Una casa con muebles viejos, recuerdos de todo tipo y fantasmas en el armario. ¿Qué más se podía pedir?

Como habréis notado, en mi familia tenemos la habilidad de sentir “energías” extrañas y esto Maria lo sabía. Una noche estaba ya pensando en irme a dormir cuando María con voz nerviosa me llama:

Encuentros con lo Inexplicable

— Álvaro, ¿Puedes venir? — Sabía que estaba ayudando a nuestro hijo a ponerse el pijama, así que fuí a la habitación. Los dos estaban sentados en la cama esperando que llegara. Mi mujer cogió de la mano al pequeño y le dijo:

— Dile a papá lo que me acabas de decir a mi.—

— Hay alguien malo en el armario. — me dijo algo preocupado. 

María me miro con miedo en sus ojos.

Yo cuando guardaba la ropa del niño, ya había notado esa presencia y sabía que era muy sutil. Como cuando te acercas a una casa donde hay un perro tranquilo. Sabes que no le gusta nada que te acerques y que te observa, pero nada más. Pero no iba a permitir que mi hijo pasara por la misma experiencia que mi mujer. Me enfadé mucho. En dos pasos estaba al lado del armario y miré dentro. No ví nada raro, pero sí noté una fuerza vital llena de negatividad que no estaba dirigida a nadie en particular. Simplemente era así y también era muy, muy pequeña. Me recordó a un gatito de pocas semanas y de muy mala leche. Pero yo estaba enfadado, y sabía que sea lo que sea que fuere, no era más que energía. Energía vital, sí, pero energía. Me concentré en mi propia energía de vida que suele aparecer en el centro del pecho, y la hice crecer y crecer hasta que tuve la sensación de casi no poder contenerla. Le dí un buen apretón y la solté toda a la vez. En menos de un segundo desbordó la habitación y toda la casa. De la pequeña “energía” enfadada no quedó absolutamente nada. Para que tengáis una idea de la escala de las cosas. La “energía” sería como un suspiro y lo que yo solté un huracán.

— Ya está.— le dije a mi mujer.

— Gracias. — me contestó.

— No va a volver nunca más. — le respondí.

— ¿Se ha ido lo que vivía allí? — preguntó mi hijo.

— Sí. A pesar de parecer malo, creo que vivía allí por error o no tenía donde ir. —

— ¿Por eso estaba enfadado? — me preguntó.

— Seguramente. Pero le he dicho que no podía vivir en la habitación de alguien y se ha ido. — le contesté sin explicar que realmente la había expulsado a la fuerza, o realmente, totalmente destruido.

Al decir esto último, la verdad es que esa “energía” de gatito gruñón me dió pena. Porqué estaba allí, qué era o quién la dejó son cosas que a veces pienso. Todo esto a pesar de no creer en fantasmas, pero es un puzle interesante.

Un último adiós

Casi un año después yo había montado mi primera empresa y mi mujer estaba embarazada esperando nuestro segundo hijo. La oficina estaba en una habitación de la casa y daba servicios especializados de un producto de IBM para empresas de Euskadi. Parece fácil, pero empezar una empresa en Euskadi sin casi contactos, y peor, sin ser parte del PNV es un trabajo en constante cuesta arriba. Yo lo que sí tenía a mi favor era una capacidad y conocimientos técnicos muy altos y mis contactos que estaban en el resto del mundo y eran muy buenos.

Ese día tenía líos de pagos de impuestos, sin dinero en el banco ya que estaba a mitad de proyecto o los clientes pagaban a 90 días. Estaba muy agobiado tratando de solucionar el lío en el que yo había optado por meterme sin ver solución. Deseé de todo corazón poder tener a alguien con quien hablar, alguien cercano que solo me escuchara.

— ¿Qué ocurre Alvaro? — dijo una voz a mis espaldas. Debería haberme asustado o sorprendido, pero la voz era muy familiar. Me giré. Frente a mí estaba mi abuela.

— Mamita… pero… — en ese momento me di cuenta que no la estaba viendo con mis ojos, era una combinación de ver la habitación/oficina con mis ojos y verla en mi mente. Lo extraordinario era que se movía respetando la ubicación de los muebles. Muebles antiguos y de madera sólida de la familia de mi mujer. Cuando tocó una silla mecedora que había, esta se movió. No parecía una alucinación.

Me miró un rato y me dijo — De pequeño eras igual a tu madre, pero ahora cada vez más te pareces a tu abuelo. — Yo no sabía que contestar a una persona que sabía que estaba a más de diez mil kilómetros de distancia.

— Te he oído y he venido a verte antes de irme. ¿Qué te pasa? —

“Irse”, pensé. En ese momento supe que sería la última vez que vería a mi abuela. Debía hablar todo lo que pudiera con ella.

— No tengo más que problemas y parece que las cosas van cada vez peor. Siento que todo va mal. — le contesté con dudas si podría oírme. Mi abuela miró la habitación, el ordenador, los muebles y por la ventana. Miró un rato hacia la ciudad y después se volvió hacia mí.

— Vives en una casa hermosa, tienes un hijo maravilloso, tu mujer te quiere y te dará otro niño y dices que todo va mal? — me pregunto y después soltó una enorme carcajada. Sonriendo se acercó a mí y me acarició la mejilla. Cosa que pude sentir sin lugar a dudas. Después simplemente ya no estaba allí. Volví a estar en la habitación solo acompañado del zumbido del ordenador y el murmullo de la ciudad al otro lado de la ventana. Algo menos de una hora más tarde dejé de sentir la esencia de vida de mi querida mamita. Mi abuela que había sido uno de los pilares de estabilidad y cariño que siempre había tenido, ya no estaba.

Durante la noche de ese mismo día me llamó por teléfono mi hermana para contarme que la abuela había muerto esa tarde. Lloré, pero también agradecí el haber podido hablar con ella. No solo eso, si no también que me recordara los valores básicos de la vida. Y para los que penséis que ví un fantasma, esos en los que no creo, mi abuela murió justo después de venir a mi encuentro y darme el mejor de sus consejos. Esa carcajada me enseñó que cuando llegas al final de tu vida, todos los trabajos, negocios exitosos, que te conozca la gente, ser alguien importante o tener más dinero que la mayoría, todo esto se esfuma en comparación con los momentos vividos con personas que te quieren. Cada uno de estos momentos son un tesoro tan grande, que literalmente no tienen precio, pero hay que vivirlos, hay que estar en el momento, ser consciente del abrazo de tus niños, que cuando tu pareja te besa, nada más existe en ese pequeño gran momento. La vida es una puesta de sol, caminar descalzo por la hierba húmeda, los primeros copos de nieve, tu mascota que te reconoce, el vuelo de las golondrinas o caminar por un bosque viejo. Todo estos son tesoros que comprendí con esa risa. Estaba claro que mi abuela era una gran maestra.

Abuela saludando a su nieto

Fin

Este relato se lo dedico a una persona muy importante en mi vida que es mi tía Dina Ahumada Gallardo. Otra de las grandes maestras de mi familia.

 

 

Mis agradecimientos por todo el apoyo y primera lectura a Dolores Póliz por esa edición que da un toque de perfección al relato. También  a Loreto Alonso-Alegre por sus inestimables comentarios.

 

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Alejandro.

Comentarios
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3 Comentarios

  1. Julia Elizabeth Ávila Molina

    Hola Alejandro,
    Me gustó tu cuento, aunque lo seguí como una historia de tus recuerdos y a la vez te recordé cuando eras niño y te sentía que a veces estabas en la luna, era una forma de decir, ahora para mí estabas en otras dimensiones del tiempo. Me encantó y me emocioné con tu cuento. Para mi es real. Sentías y veías lo que tú Ser interno te guiaba , también se dice tu Alma. Que bueno querido y muy recordado sobrino. Espero tener tiempo en esta vida para charlar de todo esto que le llaman Sobrenatural. Para mi es natural en muchas personas de nuestra familia. Felicitaciones por tu narración. Abrazos desde este país llamado Chile.
    Yuly.

    Responder
  2. Ximena Ahumada Ávila

    Maravilloso, me has llevado por los recuerdos infantiles que tod@s tenemos…he sentido miedo, sorpresa, risa, y con la última lágrimas de emoción. Enhorabuena, cada relato es mas entretenido!!!!

    Responder
  3. Patty

    Hola Alex!!!
    No te imaginas la cantidad de recuerdos que me ha traido tu relato, la casa de la tia Trini, como le decía yo y la del tio Ruben.
    Muy hermoso
    Te felicito
    Cariños

    Responder

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Alejandro Ahumada Escritor, podcaster y Administrador de sistemas informáticos
Alejandro Ahumada ha navegado su vida entre cambios y constancias, desde los cerros de Valparaíso hasta los valles de Cantabria. Tras la caída de Salvador Allende, que desencadenó una brutal persecución política contra personas como los padres de Alejandro, este se exilió con su madre a los trece años, encontrando refugio en el Reino Unido. Su travesía incluye Escocia, Nottingham, Dublín, Francia y Euskadi, hasta asentarse en Cantabria con su esposa, sus hijos y su gata, Déjà Vu. Ingeniero informático de profesión, Alejandro equilibra la lógica con la creatividad. Como escritor de relatos de fantasía y ciencia ficción, sus historias han sido descritas como "Realismo Mágico Personal". Inspirado por autores como Neil Gaiman, Isabel Allende, Terry Pratchett y Ursula K. Le Guin, su escritura convierte la vida en un lienzo mágico, donde cada experiencia revela la magia oculta en lo cotidiano.