Museos

Siempre me han encantado los museos. Sobre todo los de arqueología e historia. El ver como vivían nuestros antepasados es algo simplemente fascinante, sobre todo cuando te das cuenta que lo que hay en el museo es la punta del iceberg. El 89% restante simplemente no lo sabemos, o eso parece a simple vista.

Humitas

Hace mucho tiempo atrás, en un país lejano llamado Chile mi padre y mi madre por defender sus ideales de justicia y libertad para todos, acabaron en la cárcel de una dictadura cruel y sanguinaria. Después de pasar días o meses con familiares cercanos, mis hermanas y yo acabamos viviendo con nuestra abuela paterna en un pequeño pueblo de campo llamado Codegua. Mi abuela tenía una gran casa en una ciudad cercana, pero la pequeña casa en el pueblo era barata y fácil de mantener y al tener terreno suficiente, teníamos la comida asegurada.

Para mí fue un cambio radical. En la ciudad de Valparaíso era un niño con padres que eran profesores, políticos, sindicalistas, científicos, ateo uno, y gnóstica la otra y bastante intelectuales. Tenía una vida de clase media y estaba todo el día rodeado de libros. Para la edad que tenía, conocía mucho del mundo, pero a través de la palabra escrita, por lo que vivir con una abuela que creía en Dios, era católica y pensaba que la única manera de ser una buena persona era trabajando duro fue un cambio importante. Yo admiraba y quería mucho a mi abuela, por lo que sus excentricidades como rezar todas las noches las aceptaba sin darle la lata preguntando por qué hacía eso y para qué servía. Pero un día no puede aguantarme y se lo pregunté.

— ¿Pero qué cosas te enseñan en el colegio? — me respondió. Sin darme la oportunidad de contestar, me dió un trozo de papel con la imagen de un hombre muy extraño y dos días para aprender el texto.

— Es el Padrenuestro. Es un rezo. — me dijo sin más explicaciones. Dos días más tarde ya me lo sabía y se lo repetí a mi abuela. Cuando acabé le pregunté:

— ¿Qué es un rezo? —

— Una manera que tenemos las personas normales de hablar con Dios. Algunas personas hablan con algún cura, pero son todos unos mentirosos. — me respondió.

Ya imaginaréis todas las preguntas que saltaron en mi cabeza. ¿Hablar con Dios? ¿Cómo podría ser eso posible? Yo sabía que existían personas que creían en un dios cristiano llamado Jehova, pero en mi cabeza este ser mitológico estaba en el mismo sitio que Tor, Zeus, Júpiter o Amon-Ra.

— ¿De verdad puede hablar con Dios? — le pregunté altamente sorprendido.

— Yo hablo y él no responde, pero hay veces que escucha. Pruébalo. Solo tienes que decir el Padrenuestro y pedirle algo. — me respondió dando por cerrada la conversación. No puede preguntarle nada acerca de los curas mentirosos. Yo solo había conocido un cura durante mi vida. Se llamaba Michael Woodward, era inglés y muy simpatico. Era amigo de mis padres y fue torturado hasta la muerte por la dictadura chilena en el barco escuela Esmeralda. Fui incapaz de imaginarlo como un cura mentiroso.

Casi un mes más tarde tuve la oportunidad de probar la capacidad de hablar con Dios. El profesor nos puso un examen al día siguiente de historia chilena. Yo que era nuevo en ese colegio no sabía que hacían exámenes al fin de cada semestre. Previamente en otros colegios siempre habían sido al final del curso escolar. Era la situación perfecta para usar el Padrenuestro.

Esa noche me puse de rodillas como me dijo mi abuela que había que hacer, repetí el Padrenuestro y le pedí a Dios que al día siguiente me hiciera pasar el exámen. Obviamente no estudié absolutamente nada, si no el poder de Dios no quedaría demostrado.

Al día siguiente, al ver el exámen, solo sabía el tema de una de las cuatro preguntas. De las demás ni siquiera entendía de qué trataban, pero como Dios estaría de mi lado tiré de mi imaginación y escribí unos relatos dignos de un buen cuentacuentos. Una semana más tarde el profesor me dió la nota y había pasado holgadamente el examen. No me lo podía creer. ¿Cómo era posible que repetir un rezo rarísimo y sin ninguna conexión con la educación primaría a un ser mitológico podía funcionar? Admito que sentí que podía comunicarme con seres de poderes extraordinarios que eran totalmente incomprensibles y me dió miedo. ¿Qué pasaría si alguna vez me equivocaba y zas, se hacía realidad? Era como cuando un camello te da el primer chute de droga gratis y sabes perfectamente el porqué. Mi mente lógica se asustó mucho y decidí nunca más rezar, cosa que fuí capaz de hacer. Lo que sí gané fue un profundo respeto por mi abuela. Esa señora jubilada que podía hablar con titanes solo repitiendo palabras sin sentido. Por lo cual cuando un día me dijo que tenía que hacer un trabajo rarisimo, no dije ni mu.

Debía coger una enorme piedra, acercarla a donde mi abuela, que con la ayuda de mi hermana mayor estaban desgranando choclos frescos, y limpiarla muy bien. Traté de moverla pero no cedió ni un milímetro.

— Paloma, ¿Me ayudas con esto? Pesa muchísimo.— pregunté a mi hermana.

— ¿Por qué quieres hacer eso? — me contestó. Una pregunta totalmente comprensible para la cual no tenía respuesta más que:

— La abuela me lo ha pedido. —

— ¿De verdad? Bueno, vale. — me contestó aceptando la situación con toda naturalidad. Sospeché que mi hermana Paloma ya sabía eso de que la abuela podía hablar con seres invisibles y superpoderosos. Hicimos un esfuerzo enorme pero la piedra, tan tranquila ella, no se movió de su lugar.

— Mamita. No podemos mover la piedra. Pesa mucho. — le dije a mi abuela.

— No pasa nada. Pon agua con algo de jabón en un balde, y con la escobilla de lavar la ropa, debes limpiar muy bien la piedra. Pero no solo la grande, si no que la pequeña que está al lado también. — me respondió.

“¿La pequeña también?” pensé. Me pareció extraño, pero mi abuela podía hablar con dioses, así que le hice caso.

— Cuando estén limpias las enjuagas y después ven a por un bol de choclo desgranado. — me dijo. Limpié bien las piedras pensando en qué relación podrían tener con el choclo. Al acabar fuí donde estaban Paloma y mi abuela y le dije que ya estaban limpias. Regresó conmigo llevando un cuenco lleno de choclo fresco recién desgranado y un plato grande.

 

Muchas veces he conocido o utilizado tecnología de diferentes tipos que realmente deberían haber estado en un museo, o acabaron en un museo poco tiempo después.

La piedra grande tenía más o menos forma de barca. De unos 30cm o más de largo, con una hendidura en la parte de adentro que era casi tan larga como la piedra. La piedra pequeña encajaba perfectamente en la hendidura.

Mi abuela puso el plato grande en una de las puntas de la piedra y me dijo que me pusiera en el lado opuesto. Después con una cuchara grande cogió algo de choclo y lo puso en la hendidura de la piedra.

— Ahora con la piedra pequeña lo debes dejar bien molido. Aplasta el choclo mientras mueves la piedra pequeña con las dos manos hacia adelante y hacia atrás. Cuando tengas un poco ya hecho, lo empujas para que caiga en el plato grande. Venga, que tienes mucho que moler. Vamos a hacer humitas y quiero acabarlas para la comida. —

Probé el proceso y no parecía muy complicado y me di cuenta que no tenía nada que ver con la capacidad de mi abuela de hablar con dioses.

— ¿Así? — le pregunté

— Eso es. Muy bien. Cuando acabes con el bol, vienes a por más. —

Me puse a trabajar alejando y trayendo hacia mi la piedra pequeña, aplastando pequeñas porciones de choclo fresco y moliendolas. Poco a poco empecé a coger un ritmo monótono que me permitió pilotar naves espaciales en grandes aventuras intergalácticas de mi imaginación, mientras mi cuerpo seguía en el patio de la casa de campo de mi abuela en Codegüa moliendo choclo. Justo antes de una gran batalla cerca de Sirio B acabé con todo el contenido del último bol. Entre tanta aventura espacial, no me di cuenta del cansancio. Los brazos me dolieron por varios días.

Unas dos semanas más tarde a mi abuela se le ocurrió hacer pastel de choclo y por lo visto yo era el moledor oficial de los granos de choclo fresco. Así que de nuevo a lavar bien las piedras y después moler bien el grano fresco. De nuevo los brazos me dolieron por días.

Muchas veces he conocido o utilizado tecnología de diferentes tipos que realmente deberían haber estado en un museo, o acabaron en un museo poco tiempo después.

Tiempo después mi abuela nos dijo que mi tía vendría a vernos y que le gustaban las humitas así que de vuelta a moler. Tengo que admitir que cada vez me quedaba mejor la mezcla de la pulpa, cáscara y jugo blanco de los granos de choclo. Esta vez los brazos me dolieron menos tiempo.

Aparte de moler el choclo otra de mis responsabilidades era encender el fuego en la cocina todas las mañanas. Debía limpiar las cenizas que estaban en un cuadrado de ladrillos y cemento. Después y empezando con pequeños palitos, tener un buen fuego cuando mi abuela se levantaba a preparar el desayuno. Justo encima de donde estaba el fuego había una cadena que colgaba del techo que tenía ganchos a diferentes alturas. Esta era la manera como mi abuela controlaba la cantidad de calor que llegaba a las cacerolas.

Un día caminando por la casa vi a mi abuela salir de una habitación que siempre estaba cerrada. Le pregunté porqué,

— Es que se ensucia con facilidad. Siempre entra el polvo y el suelo se llena de tierra. — al entrar me dí cuenta porqué decía eso. El resto de la casa tenía suelo de tierra aplastado, pero esta habitación tenía suelo de madera encerado, muebles elegantes, cuadros en las paredes, una mesa y un armario negro de madera noble donde se guardaban vasos de cristal y platos con dibujos que parecian contar historias.

— El armario y resto de muebles los hizo tu abuelo. Que en paz descanse. —

— Son muy bonitos. — le contesté.

— Si. Era muy bueno trabajando la madera. —

Mi giré y miré detrás de la puerta. No podía creer lo que veían mis ojos.

— ¡Una cocina a gas! — dije casi gritando y mirando a mi abuela.

— Si. La utilizo cuando necesito cocinar algo en el horno.—

— Pero… pero… No es justo. ¿Por qué me tengo que levantar todas las mañanas a preparar el fuego para calentar la leche si usted tiene esto aquí. — Mi abuela me miró por primera vez como a un mayor y me dijo.

— La pensión de una maestra no da para alimentar a dos adultos y tres niños. Por eso vivimos en esta casa y no en la grande en la ciudad. Aquí la vieja cocina todavía funciona y la madera que cojemos de los árboles es gratis. Las bombonas de gas hay que pagarlas y prefiero usar el dinero para cosas más importantes. —

Agradecí esa explicación. Mi abuela me trató como a alguien mayor y pude comprender esa responsabilidad que me había caído. Le sonreí, me limpié los pies en un felpudo que había a la entrada de la mágica habitación y entré.

— Aprovecha que estás allí y pasame el cuchillo del pan. Está en el cajón en el mueble al lado de la cocina.— Al abrir el cajón me volví a llevar una sorpresa. Entre los cuchillos y otros utensilios de cocina había una máquina de esas para hacer carne picada que estaba desmontada. De las que sujetas en el borde de la mesa, por arriba en un embudo metes la carne y giras la manivela que con un sistema tirabuzón empujaba los trozos de carne hacia adelante y la presión fuerza la carne a salir por unos pequeños agujeros mientras todo giraba y la corta. Mi sorpresa no era porque mi abuela moliera carne, sino que porque en Chile ese mismo aparato se usaba para moler el choclo fresco. Cogí un trozo del aparato y fuí donde mi abuela.

— ¿Por qué tengo que estar usando esas piedras cuando usted tiene esto? — le pregunté enfadado.

— Estás muy flaco. Necesitas desarrollar tus músculos. — me contestó

Yo más que pensar de que si estaba delgado o no, esta respuesta me empezó a confirmar que mi abuela era una mujer bastante normal. La supermujer que hablaba con dioses empezaba a desvanecerse y finalmente desapareció cuando supe que el profesor de historia resultó ser de izquierdas. Sospecho que se dio perfecta cuenta de mi situación y me dió una oportunidad con aquel examen. Dios, como me dijo mi abuela, nunca responde.

Mucho tiempo después estaba con mi mujer visitando a mis dos hijos que vivían en Madrid y decidimos visitar el Museo Arqueológico Nacional. A mi me encantan los museos y hay veces que me llevo sorpresas como cuando en la sección de la Edad de Piedra veo una piedra con forma de barca con una hendidura de popa a proa y al lado otra piedra que se utilizaba para moler. Me giro hacia mi hijo, el pequeño de la familia, que estaba estudiando un master y le digo:

Muchas veces he conocido o utilizado tecnología de diferentes tipos que realmente deberían haber estado en un museo, o acabaron en un museo poco tiempo después.

— ¡Ala! Mira esto, yo usé una igual cuando pequeño para moler maíz fresco. —

Mi hijo se acercó para ver de qué estaba hablando. Me miró y me dijo,

— Por favor papá. Ya sé que has utilizado tecnología antigua, ¡Pero esta es la edad de piedra! —

Los dos nos echamos a reír ya que recordamos lo que había ocurrido años antes en la Euskal Encounter de Bilbao.

Euskal Encounter

Si eres un friki de los ordenadores o juegos, sabrás lo que los del gremio llamamos “La Euskal”. Si no, que sepas que es un evento anual donde cientos de personas se juntan llevando sus propios PCs y tecnología y se inventan todo tipo de eventos para compartir y divertirse. Dura unos tres días y los participantes duermen y comen allí.

Yo he estado sólo una vez los tres días completos, pero varias veces he comprado una entrada de día para estar con mis hijos, amigos y colegas de trabajo. Desde la primera vez que estuve me llamó la atención la confianza generada entre todas las personas participantes. Además de permitir a todo el mundo hablar con tranquilidad con cualquier desconocido, también da confianza para que dejes tu móvil de última generación, un ratón de alta definición para juegos o unos cascos ultra nítidos y caros en tu sitio e irte a por un café dejando todo sin supervisión y cuando vuelves está todo donde lo has dejado. Un ambiente muy positivo.

La primera vez que fui, fue para visitar a mis hijos que estaban disfrutando de los tres días del evento. En un momento mi hijo pequeño que tenía unos 12 años me dijo:

— Mira papá, ven conmigo. Creo que te va a gustar esto. Hay un museo. — caminamos por los pasillos entre largas mesas llenas de todo tipo de ordenadores y chicos y chicas vestidos desde chándal a ropa para cosplay con sus personajes de videojuegos favoritos, y llegamos a una esquina de la gran nave, donde separado por biombos estaba el museo. Era de ordenadores de todo tipo. Al entrar lo primero que dije fue,

Muchas veces he conocido o utilizado tecnología de diferentes tipos que realmente deberían haber estado en un museo, o acabaron en un museo poco tiempo después.

— Mira, yo he usado uno de esos. — mi hijo me miró por un segundo.

— No es tan viejo. — dije, contestando a su mirada.

— Mira, ese también lo he usado… y ese otro también. Te juro que es verdad. — dije después de ver como me volvía a mirar.

Al avanzar por la fila llena de viejos ordenadores, retrocedíamos en el tiempo cada vez más, encontrando hardware más viejo. Al pasar al lado de un Amstrad PC1512 le dije,

— Ese fue mi primer PC. Comparado con todo lo demás tenía un precio asequible. Tu abuelo me lo compró. Se colgaba cada vez que se calentaba. Estuve a punto de tirarlo por la ventana varias veces después de perder horas de trabajo.—

A la altura de un Compaq Plus Portable le conté que eran tan buenos que había empresas que los usaban como servidores. Un poco más adelante le conté que el único Sinclair Spectrum que valía la pena era el que tenía un cassette. Así podías grabar tu código, sino al apagar el PC, lo perdías todo. Mi hijo cada vez me miraba más raro y no sabía muy bien por qué.

Casi al final del museo me encontré con un viejo conocido.

Muchas veces he conocido o utilizado tecnología de diferentes tipos que realmente deberían haber estado en un museo, o acabaron en un museo poco tiempo después.

— Mira, mira. Este es un IBM PC Junior. Fue mi primer ordenador de trabajo. — Le iba a contar que traía el primer MS-DOS como sistema operativo y que tenía dos unidades de diskette floppy donde yo usaba Lotus Symphony, pero se notó que me estaba entusiasmando y mi hijo me dijo,

— Pero papá, por favor que esto es un museo. No puedes ser tan viejo. —

Fue la segunda vez que me sentí mayor. La primera fue en una tienda de ropa donde la dependienta, solo un poco más joven que yo, me trató de usted.

IMH – Instituto de Máquina Herramienta

Unos pocos años antes del comentario de mi hijo, uno de mis clientes era el IMH de Elgoibar en Gipuzkoa. Montamos el primer servidor de correo Domino, en un PC bastante normal. La fundación daba clases de máquina herramienta a jóvenes de los valles cercanos, ya que Elgoibar es conocido por tener una tradición y calidad en este tipo de tecnología. Cuando les visitaba era para trabajar con el servidor de correo, arreglando cosas o migrando a versiones más nuevas que sacaba IBM. Todos temas relacionados con la informática.

Un día me llamaron porque el PCs donde estaba el servidor de correo se estaba quedando pequeño y habían comprado máquinas potentes, con array de discos y todo enracable. En otras palabras, máquinas muy potentes que tienen armarios propios. Salí temprano de casa en Getxo para estar en Elgoibar en el momento que llegaban los profesores y Eneko, el responsable de sistemas de la fundación.

Bajamos a la planta baja del edificio principal, giramos a la derecha y entramos en una sala toda vacía, más o menos del tamaño de una cancha de baloncesto. En la otra punta de la sala había una puerta que daba a una habitación pequeñita donde estaba el flamante rack con todo el hardware nuevo ya instalado y configurado. Solo faltaba mover el servidor de correo del PC viejo al nuevo. Monté todo y ya casi a última hora del día dejé a las máquinas copiando todos los archivos, que era la parte más lenta de todo el proceso y había que hacerlo cuando ya casi los usuarios no usaban el correo corporativo. Al otro día llegué temprano por la mañana y todo había ido bien, así que apague el servidor antiguo y puse al nuevo a dar el servicio. Quedé en volver en unos días para ver como iba todo.

Una semana más tarde al bajar a la planta baja y entrar en la sala grande, esta estaba llena de tubos y correas enormes tiradas por diferentes sitios en el suelo. Me llamó la atención ya que todo lo que había me parecía familiar. Me quedé de pie al lado de la puerta mirando las cosas distribuidas por el suelo cuando una voz me dijo.

— A que no sabes qué es. — no me había dado cuenta que había alguien más en la sala. Era uno de los profesores que veía a veces cuando tomaba un café en la cafetería.

— Pues me recuerda a algo. — le contesté.

— Lo dudo. Eres joven y trabajas con cosas como los servidores de allá al fondo. Seguro que no aciertas.— me dijo. —Nadie lo ha hecho.—

Me quedé mirando todas las piezas. Sea lo que sea de que eran parte, era grande ya que el contenido cubría gran parte del suelo de la sala. De pronto lo recordé.

Tenía entre 6 o 7 años cuando durante las vacaciones de verano, que solía pasar en casa de mis abuelos en Rancagua, descubrí que a unas pocas puertas de distancia de la calle Zañartu, vivía el hermano de mi abuelo, el tío Segundo. Era tío de mi padre, pero todo el mundo le llamaba así. Recuerdo que la casa del tío Segundo tenía forma de L, donde la parte corta de la letra era el frente que daba a la calle. La parte larga tenía múltiples habitaciones y creo que recordar que la última era la cocina. El resto del área estaba a cielo abierto y era amplia. Al fondo y en el lado derecho había un espacio donde el tío de mi padre tenía un taller. La primera visita a esta casa fue bastante formal, ya que fuí con mi abuela y me tuve que quedar sentado en el salón de la entrada todo el rato escuchando conversaciones acerca de personas que no conocía. Me aburrí rápidamente así que entré en mi mente a algún mundo más interesante. Era un famoso ingeniero que había inventado el motor para viajar más rápido que la luz, cosa de la que me arrepentía rápidamente ya que la humanidad dió un brusco cambio político, económico y cultural que no me gustaba.

— Alvaro. Responde a la tía Orlanda.— dijo mi abuela muy seria. Sospeché que me lo había dicho antes. Miré a la mujer pensando que también estaba enfadada, pero me sonreía con cariño y se dió cuenta de lo que me pasaba.

— Jejeje. No te preocupes María. Se nota que es de la familia. Hay veces que me pasa lo mismo con Segundo. Habrá estado pensando en algo. ¿No es así?.— me preguntó. Le respondí asintiendo con la cabeza.

— Te preguntaba si quieres mote con huesillo.— Le dije inmediatamente que sí. El “Mote con Huesillos” es uno de los mejores inventos chilenos. Una bebida que tiene un cereal que llaman mote, también durazno (melocotón) y se hierve todo con azúcar y es una verdadera maravilla en los días de calor.

— Ven, acompáñame.— me dijo y los dos salimos del salón al área abierta donde en el lado izquierdo había una fila de puertas. La del fondo estaba abierta y allí entró la tía Orlanda. Yo me quedé mirando el espacio abierto desde donde al otro lado se oía una voz y ruidos de trabajo al otro lado de una puerta.

— Toma.— me dijo la tía Orlanda. — Está recién hecho.— miró hacia donde yo había estado mirando y me dijo,

— Es tu tío Segundo. Está con uno de sus proyectos. Ven vamos con María que nos estará esperando.—

Volvimos con mi abuela. Esta vez toda mi concentración se fue a disfrutar de cada sorbo del mote con huesillos.

Algo más de una semana después, poco antes del medio día, mi abuela había llegado de hacer la compra y me llamó:

— Alvaro, ven. Debes llevar estas cebollas a la tía Orlanda. Me dejó algunas la semana pasada y ahora quiero devolverlas.— dijo pasándome una bolsa con algunas cebollas. Nunca imaginé que las cebollas pudieran pesar tanto. — La comida va a estar en unas dos horas. Asegurate de estar aquí antes.— me dijo. Cosa que me extrañó ya que la casa de los tíos estaba muy cerca.

Salí de la cocina, llegué al área abierta que tenía un pequeño jardín y ya tuve que parar a descansar. Miré la bolsa y solo había cuatro cebollas, pero eran enormes.

— No tardes.— dijo mi abuela desde la cocina. — Que Orlanda las puede necesitar.—

Levanté la bolsa y seguí caminando. Giré hacia la derecha para entrar en el galpón y pasé al lado de una habitación que ni miré, pero donde en el futuro conocería al fantasma de la tía Carlota. En el galpón volví a dejar la bolsa en el suelo. Me dolían los brazos. Esperé un rato y volví a coger la bolsa hasta llegar a la puerta del galpón, abrirla y salir fuera. Estábamos en enero y el sol del verano pegaba con fuerza. Traté de acomodar la bolsa de diferentes maneras y la más cómoda era por encima del hombro. La casa del tío Segundo y la tía Orlanda no estaba a más de 30 metros, pero tuve que parar y descansar varias veces. Estaba claro que el trabajo físico no era lo mío.

Al llegar toqué la puerta varias veces. Me imaginé que seguramente la tía Orlanda estaba en la otra punta de la casa. Después de un rato me abrió la puerta y sin saludar entré para salir de ese sol implacable. Una vez dentro la miré y le dije,

— Hola tía. La mamita le envía estas cebollas.— le dije por fin dejando la bolsa en el suelo.

— Pero qué niño más bueno.— me dijo. — Ven conmigo y lleva las cebollas a la cocina.— No sé qué cara le puse, pero se largó a reír.

— No te preocupes. Ya las llevo yo.— dijo levantando la bolsa como si no pesara. — Ven. Todavía queda mote con huesillo de ayer.— Yo fui tras ella mucho más contento.

Estaba esperando en la puerta de la cocina cuando de pronto oigo detrás de mí un motor empezar a toser y ponerse en marcha generando un ruido como un viejo tren moviéndose cada vez más rápido. Me giré para mirar, pero fuera lo que fuese que hacía ese ruido estaba en el taller del tío Segundo.

— Toma.— me dijo la tía Orlanda, dándome un vaso frío con ese maravilloso néctar. — Si quieres ve a mirar lo que hace Segundo. Creo que te gustará.—

Me acerqué al taller que tenía dos grandes puertas, con una de ellas abierta. La maravilla que ví se me quedó grabada para el resto de mi vida. El tío Segundo estaba trabajando algo de madera en un torno, pero eso no era lo que me impresionó, si no que lo que hacía funcionar al torno. La parte de atrás de este tenía una polea por donde pasaba una gruesa correa que subía hacia arriba y conectaba con otra polea unida a un tubo de metal sujeto en el tejado que también giraba. A mitad de camino del tubo este tenía una polea de otro tamaño que conectaba a otra correa que girando constantemente bajaba y conectaba con un taladro vertical. El tubo seguía y en la otra punta de nuevo usando una polea, tenía una tercera correa que bajaba y estaba conectada a un viejo motor diesel con el tubo de escape conectado a otro que hacía de chimenea saliendo por encima del tejado. Había mucho ruido, pero era un ruido con un ritmo. Cada polea y correa giraban a la vez. El tamaño de las poleas controlaba la velocidad de giro del taladro y el torno. Parecía un coro de borrachos que cantan mal, pero llevaban un ritmo perfecto. Me encantó.

Muchas veces he conocido o utilizado tecnología de diferentes tipos que realmente deberían haber estado en un museo, o acabaron en un museo poco tiempo después.

Estuve un buen rato mirando todo con la boca abierta. Se me había olvidado el mote con huesillos. De pronto el motor paró, todo se detuvo y el silencio recuperó su espacio.

— ¿Eres Alvaro el hijo de Padriag, no?— me preguntó el tío Segundo mientras revisaba lo que parecía la pata de un mueble.

—Sí. La mamita le ha enviado unas cebollas a la tía Orlanda.·— le contesté, pensando que debía explicarle como me había colado allí. Mi vista rápidamente volvió al increíble sistema de poleas y correas.

— ¿Te gusta el taller?— me preguntó.

— Sí. Mucho.— le contesté. — ¿Todas estas herramientas funcionan con un solo motor?—

— Sí. Todas. Las tengo separadas por grupos de dos máquinas. Es un sistema de ejes lineales y lleva aquí mucho tiempo.— dijo con satisfacción mientras empezaba a explicarme que podía conectar y desconectar las máquinas o grupos de máquinas simplemente desconectando las correas. Que era un sistema inventado durante la revolución industrial en Inglaterra, pero los motores originales eran máquinas a vapor.

Esto último fue lo que le contesté al profesor del IMH mientras me escuchaba con cara de sorpresa.

— Que sepas que eres el primero en acertar. Le he preguntado a todos los profesores, incluyendo los más viejos y nadie supo contestar. Apareces tú, que tus máquinas no tienen nada que ver con la máquina herramienta y lo sabes. Enhorabuena. Me has dado una alegría.—

— Gracias.— le contesté. — El hermano de mi abuelo me enseñó cómo funciona un taller de ejes lineales. Él tenía uno.—

He vuelto a ver talleres como ese en museos y cada vez que veo uno, me acuerdo del tío Segundo. La verdad es que me hubiera gustado conocerle mejor.
Hablando de museos, pocos años más tarde, todos esos tubos, poleas y correas se convirtieron en el Museo del IMH.

Mis agradecimientos por todo el apoyo y primera lectura a Dolores Póliz por esa edición que da un toque de perfección al relato. También  a Loreto Alonso-Alegre por sus inestimables comentarios.

 

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Historias que alimentan el alma encienden la imaginación y retan la mente

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Alejandro.

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3 Comentarios

  1. Ximena Ahumada Ávila

    Muy entretenido, me gusta mucho cuando pasas de una edad a otra sin perder el hilo de la historia.

    Responder
  2. Patricia

    Hola Alex!!
    Me encanto tu historia, muchos recuerdos de mi tata volvieron a mi mente con nostalgia!! Tambien me saco muchas risas, por sus inventos!! Un abrazo gigante

    Responder
  3. DP

    Una historia muy bien contada e interesante. Me ha encantado 👏🏻👏🏻👏🏻

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Alejandro Ahumada Escritor, podcaster y Administrador de sistemas informáticos
Alejandro Ahumada ha navegado su vida entre cambios y constancias, desde los cerros de Valparaíso hasta los valles de Cantabria. Tras la caída de Salvador Allende, que desencadenó una brutal persecución política contra personas como los padres de Alejandro, este se exilió con su madre a los trece años, encontrando refugio en el Reino Unido. Su travesía incluye Escocia, Nottingham, Dublín, Francia y Euskadi, hasta asentarse en Cantabria con su esposa, sus hijos y su gata, Déjà Vu. Ingeniero informático de profesión, Alejandro equilibra la lógica con la creatividad. Como escritor de relatos de fantasía y ciencia ficción, sus historias han sido descritas como "Realismo Mágico Personal". Inspirado por autores como Neil Gaiman, Isabel Allende, Terry Pratchett y Ursula K. Le Guin, su escritura convierte la vida en un lienzo mágico, donde cada experiencia revela la magia oculta en lo cotidiano.