DIVINAS VECINAS
Esta historia va dedicada a Dolores Póliz y Elisabeth Andrés. Las dos personas responsables de abrirme los ojos a la cultura y música cántabra. Las diosas han renacido por vosotras.
EPONA
Era un mediodía de agosto cuando Epona detuvo su Ducati Monster 937 en la gasolinera para llenar el depósito. El calor apretaba y aquella chaqueta de cuero —tan imprescindible para rodar— empezaba a sobrarle; aun así, jamás montaba sin su equipo completo: botas, guantes, cazadora y pantalones de piel bien ajustados. Pagó el repostaje, preguntó a la dependienta por los mellizos («¡siguen destrozándolo todo, gracias!») y, tras colocarse el casco, arrancó de nuevo en dirección a Badames.
Al cruzar el pueblo atrajo las miradas de siempre, tanto de hombres como de mujeres; su Ducati rugía y ella, alta y segura, parecía salir directamente de un anuncio de carretera. Al pasar junto al pequeño supermercado junto al Ayuntamiento vio las cajas de tomates y lechugas recién traídas del huerto; se prometió llamar a Rober para encargar verdura fresca —la logística vegana no descansa.
Dejó atrás la recta de Rada y, en cuanto la carretera empezó a retorcerse, abrió gas. El motor respondió con un bramido alegre y Epona enlazó las curvas con la rodilla a un suspiro del asfalto. Dos minutos después alcanzó el puente del Cristo de Carasa, donde aflojó la marcha. Minutos más tarde estaba ya en la rampa de acceso a la autovía… y volvió a darle alegría al puño.
—IA, confirma la reunión —ordenó dentro del casco.
—Reunión confirmada —respondió la voz agradable de un hombre.
—Perfecto; ponme algo de música con energía.
El algoritmo lanzó Saurom y la guitarra eléctrica inundó los auriculares.
—Esto sí que es hierba fresca para este corcel de altas cilindradas —murmuró, reduciendo dos marchas.
La Ducati se lanzó hacia delante como un joven potro que saborea la libertad, mientras la aguja del velocímetro trepaba. Cuando se dio cuenta rozaba los 180 km/h; aflojó el puño —no estaba el día para multas— y dejó que la brisa le refrescara la frente.
La moto era la mejor sustituta del galope que había encontrado ya en el siglo XX: velocidad, viento y la sensación de volar a ras de suelo. Aun así, ninguna máquina podía igualar la complicidad de un buen caballo, ese instante en que el animal obedece antes incluso de que formules la orden, en una unión perfecta.
Con ese pensamiento, Epona encarriló el último tramo hacia Santander.
CANTABRIA
Cantabria —conocida entre los mortales como Ángela— dejó su ático del Sardinero y emprendió el paseo hacia la plaza de Pombo. En los auriculares sonaba Valseáu del grupo Uruna: el acordeón diatónico de Mariu Torre abría la melodía, sostenida por un silbu y tamboril preciso y el leve zumbido de una gaita electrónica que emergía, casi como bruma marina, sobre un fondo de guitarras suaves. El compás folk-moderno acompañaba a la perfección el azul inmenso que se desplegaba desde la avenida de la Reina Victoria.
Vestía un traje de seda verde agua que caía como una segunda piel y dejaba libre el leve vaivén de su figura; ningún broche ni collar competía con la quieta dignidad de su porte. Sin más adorno que una pamela a juego y sandalias artesanales —quinientos euros pagados sin pestañear—, su sola presencia bastaba para que el tiempo pareciese retener el aliento y cada paso acaparaba miradas… y algún tropezón ajeno: un ciclista con camiseta negra estampada con las letras CCB olvidó el timbre y casi abrazó una farola al cruzarse con ella; Cantabria inclinó la cabeza apenas un instante, indulgente ante la fragilidad humana.
Hacía diez años que compartía su vida con un hombre de carne y hueso: políglota, viajado, genuinamente feminista y lo bastante rico como para llamar la atención… mas no tanto como para sospechar que su pareja acumulaba patrimonio —antiguo y moderno— disperso entre Francia, Japón, el Reino Unido, México o Chile. Ella prefería que él creyera que su fortuna era fruto de modestas inversiones; revelar la verdad habría sido una carga innecesaria para un corazón mortal.
En Santander la llamaban Ángela —su nombre auténtico habría resonado como eco de roca y marea en lengua ya olvidada—, y bajo ese alias se permitió la discreción. Al alcanzar la plaza eligió la mesa más luminosa de la terraza; no por vanidad, sino porque la luz pertenece a quien la reconoce. Pidió una caña bien fría, dejó que la música siguiese fluyendo y aguardó a sus compañeras, segura de que la reunión de diosas estaba a punto de comenzar.
A su alrededor, la vida continuaba sin saber que, por un momento, la mismísima esencia de Cantabria acababa de sentarse a contemplarla.
NAVIA
Navia salió de su casona indiana de Villacarriedo, oculta tras un prado de verde esmeralda y una hilera de hayas que filtraban las miradas indiscretas desde la carretera. Aquella mañana fresca la había sorprendido practicando un breve set de chi kung junto al estanque, movimientos lentos que parecían prolongar el rumor del agua. Tras la práctica, eligió uno de sus vestidos favoritos: una pieza larga de gasa mezcla de seda y lino, color melocotón pálido, tan ligera que el sol dibujaba en transparencias la curva plena de sus caderas y el contorno firme de sus piernas. El escote, amplio, sugería más que mostraba; cada pliegue caía con naturalidad sobre la cintura, insinuando un balanceo suave —casi ritual— de fertilidad antigua. Ningún collar competía con la tersura de su cuello ni con la lumbre serena de su sonrisa, capaz de desarmar a cualquiera.
La diosa proyectaba la imagen de una mujer de unos cuarenta años —en apariencia—, irresistiblemente magnética. El vecindario creía que la finca había pasado de abuela a nieta; ignoraba que aquella “abuela” era la propia Navia disfrazada con polisón y daguerrotipo. Dos veces ya “murió en ultramar” para reaparecer décadas después convertida en su “descendiente”. Con el avance de las bases de datos y el reconocimiento facial, intuía que pronto tendría que inventarse otro truco… Tal vez contratar a esos hackers lituanos que le debían favores, pensó mientras cerraba la verja.
En el jardín la esperaban Marga y Luis, tijera de podar en mano. Los había visto crecer, enamorarse y casarse; eran los únicos mortales que conocían su auténtica naturaleza.
—¡Buen viaje y saludos a las chicas! —exclamó Marga, alzando la mano entre rosales.
Luis inclinó apenas la cabeza, contenido:
—Señora.
Navia soltó una risa breve.
—Luis, para ti solo soy tu jefa: una vieja gruñona y un poco excéntrica.
—Ya quisieran las viejas estar como usted —replicó él, y al momento se ruborizó.
—¡Luis, por favor! —rio Marga entre dientes.
—Mucho mejor así —concedió Navia—. Gracias, Luis.
Subió a su Prius rojo, conectó el bluetooth y se incorporó a la general camino de Santander. Mientras el coche devoraba curvas pensó en Marga: la primera en atar cabos y descubrir que madre, abuela y nieta eran la misma mujer. Durante años temió hallarse ante una bruja y casi se desmayó aquel solsticio de verano en que Cantabria y Epona aparecieron en la finca. Ese día, tras revelar Navia el secreto, las tres diosas se miraron y —como si fuera lo más natural— la invitaron a formar parte de “su pequeño akelarre”. Marga lo aceptó con serenidad pasiega. Epona le guiñó un ojo y dijo: «Aquí siempre hay sitio para una humana con buen temple. Sobre todo para bailar desnudas bajo la luz de la luna llena.». Desde entonces, cada vez que las ve juntas, Marga siente esa llamada y su rostro se ilumina con la misma alegría de la primera vez; presume de pertenecer al akelarre con la discreción orgullosa de quien custodia un tesoro.
Navia sonrió al recordarlo: sabía que, dentro de muchos años, añoraría a aquella mortal valiente que la trata con el afecto de una hija… y a veces la regaña como una madre.
PLAZA POMBO
La cerveza de Cantabria aún estaba fría cuando llegó Epona. Su Ducati se oía desde la calle Rualasal: un rugido metálico que para Cantabria resultaba estridente, pero que a Epona le encantaba porque hacía que todo el mundo volviera la cabeza. Aparcó con la naturalidad de quien sabe que siempre tiene sitio reservado—pequeños privilegios de diosa—y se apeó con un movimiento tan cotidiano como magnético. Hombres y mujeres la siguieron con la mirada mientras se quitaba el casco y su melena rubia caía, casi a cámara lenta moviéndose como una cascada de agua. Sonrió con picardía—provocando más de un traspié—y bajó la cremallera de la chaqueta. Durante un segundo la plaza entera contuvo el aliento hasta que Epona, ya de camino hacia la mesa, adoptó una pose más mundana y el hechizo erotico se disipó. Dejó el casco sobre la silla y saludó a Cantabria con dos besos.
— ¿Qué tal la vida de pijilla en la capi?
— ¿Y tú qué tal la vida pastoril con los Tamarici? Cattā hildā!
— ¡Zorra tú! Y muy bien, gracias; en la Junta aprecian la ganadería. Y no te escaquees: ¿cómo va tu existencia de úasalóg santanderina?
— Bien, la verdad. Tener dinero siempre ayuda. Soy feliz. Ya aprendí hace mucho a vivir el momento; sé que es efímero.
Un silencio extraño volvió a cubrir la plaza. Por el pasaje de Nieves apareció Navia—la más antigua de las diosas. Dicen que fue ella quien enseñó a las mujeres del Paleolítico Gravettiense a dejar mensajes pintados en las cuevas para instruir a los niños en la caza.
— Cantabria, ¿pero qué oyen mis oídos? “Vivir el momento”… Muy zen. Dentro de poco te veo haciendo Reiki y Chi Kung —dijo Navia al llegar.
— Prefiero el curandero de la Seguridad Social —replicó Cantabria.
— El Reiki no promete milagros… pero cuando te tranquiliza, ayuda a que el cuerpo y el alma recuerden cómo sanarse. Además, sirve de repelente natural contra los Mátr-putā. ¿No lo necesitarás, verdad?
A Cantabria se le endureció la mirada. Entre ellas cabía casi todo, pero con su hombre no. Antes de que respondiera, intervino Epona:
— Yo no enfermo, soy una diosa.
— A veces hay que dejarse ver por el —¿cómo lo llamáis?— médico, para que la gente cercana no sospeche —zanjó Navia—. Ya sabéis que por eso Marga me descubrió.
— ¿Cómo está Margarita? Me encanta esa mujer; da esperanzas a esta tierra —preguntó Epona, cruzando las piernas y alzando la mano para llamar al camarero, que la ignoró por completo.
— Qué pesado. Hace como si no me viera.
— ¿Y qué esperas? Tres diosas de la fertilidad mirándole… o, mejor dicho, tres mujeres escandalosamente atractivas. Sabe que su entrepierna no lo resistiría.
Epona le sostuvo la mirada al camarero.
— Camarero, por favor.
El hombre titubeó y se refugió dentro del bar.
— Que raro. Es la primera vez que me pasa.
— ¿Estaremos perdiendo facultades? —rió Cantabria.
— ¿Qué desean? —preguntó una voz a su espalda. Sorprendidas, se giraron: era una camarera.
Las tres estallaron en carcajadas, una brisa fresca de flores silvestres que barrió la plaza.
— ¿Qué desean? —repitió la camarera cuando se hubieron calmado.
— Yo, una Cierva Dama Negra —pidió Epona.
— Y yo, una Dougall’s Leyenda —añadió Navia.
— Solo tengo Heineken, San Miguel, Corona… y Guinness —informó, al ver sus caras cambiando de sorpresa a espanto.
— Ángela, habíamos quedado en escoger sitios con cerveza decente —protestó Epona mirando a Cantabria. Luego, al unísono, las dos se volvieron hacia la camarera:
— Guinness.
—Mira que solo hay rubias industriales; pura aguachirri —bromeó Navia, arqueando una ceja hacia Epona.
La rubia se reclinó en la silla, se pasó los dedos por la melena y sonrió:
—Envidiosa.
—Quítale el “envi” y lo clavas —le guiñó—. Todo el mundo sabe que una morena de la tierruca es insuperable. Mira quién ha pedido una Dama Negra de Ampuero…
Las tres rieron, llenando la plaza con la alegría salada de las olas del mar en esos veranos de la infancia.
De pronto cayó un silencio espeso.
—Se acerca un dios —susurró Cantabria.
—Será Lug, que se ha enterado de que has salido de tu casona —burló Epona, mirando a Navia—. Desde que te vio bailar tras la primera derrota de los romanos, anda perdidito.
—Esas caderas de Navia… —añadió Cantabria—. ¡Cuánto animaron aquellos bailaderos nuestros!
—¿Te acuerdas del del siglo V, cuando los romanos se esfumaron? Duró días, y Lug no te quitó ojo —añadió Epona, mientras Navia regalaba su sonrisa que lo iluminaba todo.
—Y aquel 20 de noviembre de antesdeayer en el Dobra… Le pedí que bailara conmigo y no dudó. Creo que es la primera vez que permitimos a un dios entrar en el danzu —siguió Navia.
—Pobre —rió Epona—. Con esos ojitos… Me habría roto el corazón al echarlo.
Un trueno lejano resonó y una nube tapó el sol.
—¡Coño! —exclamó Cantabria mirando hacia un lado de la plaza.
Navia y Epona se giraron. Un hombre alto, fornido y de pelo castaño entrecano avanzaba hacia ellas con media sonrisa.
—Agur, Ortzi —saludó Epona.
—Querrás decir kaixo, Epona.
—Sigues sin pillar las indirectas, ¿eh, Ortzi?
—Y tú, la simpatía, Epona.
—Chicas, chicas… que nos conocemos —intervino Cantabria.
—Ya veo que seguís con vuestra cultura feminista. Empiezo a pillarla, pero hay cosas que se me escapan —bromeó el vasco-celeste.
Navia se recostó y señaló la nube:
—Ortzi, ya que somos… amigas, ¿por qué no apartas esa nubecilla? Estamos en verano y quiero sol.
Ortzi alzó la vista y la nube se disipó.
—Gracias, samino. ¿Qué tal por el oriente de Cantabria? —preguntó Navia.
—Fenomenal. Me he comprado un ático chulísimo en Castro. Segunda vivienda, que yo de Bilbao de toda la vida.
—Con “oriente de Cantabria” me refería a Euskadi —respondió ella.
Las diosas prorrumpieron en carcajadas; las de Ortzi retumbaron como un trueno, asustando a más de un niño.
—A ver, Ortzi… ¿cómo que eres de Bilbao si naciste en Roncesvalles? ¡Eso es casi Francia! —lo pinchó Cantabria.
—¡Ya sabes: los de Bilbao nacemos donde queremos, súka! —tronó él; su carcajada volvió a retumbar como trueno y un par de críos pegaron un brinco.
Cantabria se inclinó y, con sorna, añadió:
—Pues por Castro corre otro cotilleo: nada de “bilbaíno universal”; dicen que eres tan francés que hasta te emparentan con Abellio…
—¡Mekaguen dena, qué zakur eme! ¿¡Abellio, de todos los dioses!? —bramó Ortzi, soltando otra risotada que espantó a más niños—. ¡A ese galo ni parentesco ni la hora!
La pegadiza risa de las diosas hizo sonreír a toda la plaza.
—¿Por qué Castro Urdiales? —preguntó Epona a Ortzi.
—Es un sitio precioso, está lleno de vascos y los precios siguen por debajo de cualquier cosa en Bizkaia.
—¿Te importa el precio? Con todo el oro y la plata que hemos acumulado durante miles de años puedes comprar lo que quieras en Euskadi.
—Por el momento llevo una vida en la que no soy multimillonario. Es más recatada, y Castro es como la Margen Izquierda, así que, ¿por qué no? —añadió con media sonrisa—, y no nos engañemos: desde cualquier punto de vista, en el norte no hay nada como ser vasco.
—Creo que olvidas algo de Cantabria que los de fuera apreciáis pero rara vez mencionáis —intervino Cantabria, con una calma que cortaba más que el acero—: aquí no miramos a los de fuera como si fuésemos superiores, mejores o diferentes. Somos todas y todos iguales.
—Ya, ya… yo puedo citarte unos cuantos casos en los que eso no fue así.
—No hablo a nivel individual —estúpidos hay en todas partes—, sino de la cultura de esta tierra; y mientras las tres sigamos aquí, eso no cambiará.
Ortzi se sintió incómodo: en aquellas palabras había verdad, pero el mero hecho de decirlas colocaba a los cántabros por encima de los demás. Iba a replicar cuando Navia le sonrió y, en pocos segundos, olvidó su incomodidad.
Los cuatro siguieron charlando y bebiendo un rato; cuando Ortzi se marchó, las tres diosas se pusieron al día. No solo trataron asuntos personales: cada una repasó los temas de Cantabria que había hecho suyos hacía décadas —literatura, música, comercio, comida, bebida, política… y guerra—. Desde la dictadura franquista la región no había sufrido lo último, pero lo de Palestina lo habían visto demasiadas veces antes como para que no les afectase. Estaban cansadas de la barbarie humana, sobre todo cuando los “otros” eran minorías débiles.
—Erudino les llamaría cobardes —dijo Navia.
—Yo creo que algo peor —respondió Cantabria.
—Uper-nertā Anertōm. Esmaront gaisu-woi wirosu wesus, a wertoront wirosu an-animoi; ande-dēwos en karnā wiro-meti —susurró Epona.
(Han olvidado lo que significa ser guerrero y se han convertido en hombres sin alma; demonios en carne humana.)
Sus palabras no fueron solo sonido, sino eco de un dolor antiguo que cruzó la plaza como una onda oscura. No gritó, no invocó, no alzó los brazos. Habló en voz baja, casi en silencio, pero con la fuerza serena de una diosa herida; y la conciencia invisible de la vida —esa que habita en raíces, en alas y en piedra caliente— se estremeció al oírla. Solo habló… y algo se quebró.
Aquella tristeza espesa, densa como brea, se deslizó sin permiso en los corazones de quienes estaban cerca, como si la propia tierra recordara todo lo perdido.
El silencio se apoderó de la plaza: niños, adultos y pajarillos callaron, muchos sin saber por qué sentían un nudo en el pecho.
—Epona, libérales de tu tristeza —pidió Cantabria.
La diosa soltó la emoción, una brisa marina se coló entre las calles y lavó el ánimo de los mortales. Pronto Pombo volvió a ser una plaza con mayores charlando, niños jugando y madres disfrutando de un instante de calma.
—Os dejo. Si queda algo pendiente lo tratamos en la próxima; creo que en la siguiente quedada deberían venir los chicos —dijo Epona mientras se levantaba y se colocaba el casco. Las otras asintieron.
—¿Estás bien?
—Sí. Ya sabéis que la relación con Erudino es frágil en el mejor de los casos y, aunque sé que no aprobaría las formas, siempre que veo el genocidio de Gaza me acuerdo de él; no lo puedo evitar —respondió. Se giró hacia su Ducati Monster pero, antes de alejarse, volvió sobre sus pasos y añadió—: Necesito estar entre mis caballos. Nos vemos.
ERUDINO
Vivía en su casona-torre de Yermo, cerca de Torrelavega, desde hacía muchas generaciones y, como el resto de dioses, de vez en cuando debía desaparecer, fingir una muerte en algún lugar remoto y reaparecer convertido en un “hijo” o “primo” que heredaba la finca. Para no levantar sospechas tenía que ir cambiando su aspecto poco a poco. En su caso eran dos quienes debían hacerlo—Ana y él—, lo que complicaba un poco la transición; aun así, aquella iba a ser ya la cuarta vez y tenían claro el procedimiento. Hacía años que compartía la vida con Ana, una anjana a la que había conocido en el monte Dobra, una tarde de primavera, mientras practicaba tácticas de movilidad furtiva.
Salió al jardín orientado hacia el Dobra, a la zona de la terraza de piedra, con toldo y sillones de hierro forjado. Se preparó un café y se sentó. Si aguzaba el oído alcanzaba a percibir algún motor en la autopista lejana, pero el viento soplaba en dirección contraria y, en realidad, sólo se oían pájaros y el zumbido ocasional de un abejorro. Apoyó la taza en la mesa y recordó el día en que conoció a Ana.
La idea había sido visitar su ara del Dobra en un fin de semana de verano para ver si podía recuperar su energía vital. Saldría de la casona, daría la vuelta al monte hasta llegar al santuario y de allí regresaría a casa. Todo sin que absolutamente nadie lo viese y sin usar sus poderes: debía comportarse como un mortal. Todo marchó bien. Aparte de un perro de senderistas y un bebé en sillita, nadie lo vio… hasta que bajó al arroyo de Bárcena. Buscó un rincón apartado de caminantes y se sentó junto al agua para disfrutar del día.
—¿Eres de los viejos espíritus? —preguntó de pronto una voz femenina a su lado, sobresaltándolo.
La observó en silencio. No recordaba la última vez que alguien no sólo lo había visto, sino que además se le acercaba sin que se diera cuenta. Ella aguardaba, a poco más de dos metros, una respuesta.
—Debes de serlo; si no, no podrías verme sin que yo lo apruebe. Estoy en el arroyo, y aquí es donde más poder tengo. —Lo escrutó—. ¿Qué eres?
—Soy Erudino —respondió, como si todo el mundo debiera conocerlo, aunque sospechaba que aquella mujer sí lo sabría.
—¿El dios de la guerra? Nunca imaginé que aún quedara gente que creyera en ti.
No era la primera vez que oía aquello. Muchos pensaban que los dioses sólo existían si alguien creía en ellos, pero la verdad era que eran energía de la tierra: potentísima, primigenia. Algún humano singular la percibió y la revistió de forma y nombre; así nacieron los dioses. Seguían “vivos” aunque los mortales ya no los recordasen, porque resultaba cómodo y les permitía, con sutileza, seguir participando en la vida humana.
—No necesito que crean en mí para existir.
—¿Ah, no? Qué interesante. Me pregunto si para mí será igual —dijo ella. Tras unos segundos de mutuo examen, añadió—: Me llamo Ana y soy la anjana de este arroyo y de este valle.
Erudino ya lo sospechaba. No era humana, y, más allá de eso, la encontraba casi tan atractiva como a Epona; se le parecía mucho: alta, rubia, fuerte, rebosante de una energía que para un mortal resultaría abrumadora y, al mismo tiempo, dulcísima.
—¿Eres de las anjanas que nacieron después de que los cristianos acabaran con el culto a las diosas?
—¡Anda! Nunca lo había pensado, pero creo que tienes razón. Siento que soy anterior al momento en que aparecí en este valle, aunque no recuerdo nada.
—Sospecho que eres una personificación de Epona. Cuando los cristianos, por miedo a las diosas, las borraron de la cultura de nuestro pueblo, surgiste tú. Eres tan hermosa como ella y tu energía se le parece, aunque mucho más joven. Seguramente apareciste cuando alguien necesitó a las diosas y no supo cómo invocarlas.
—Puede ser. Lo que tengo claro es que, a veces, oigo una llamada y acudo a ver quién me invoca. Suelen ser niños que se han extraviado. Hace ya mucho que no me llama un adulto; y es la primera vez que lo hace un dios.
Antes de que Erudino pudiera contestar —casi como si le leyera el pensamiento—, ella prosiguió:
—Nadie me llama con palabras, sino con emociones. Se filtran en la naturaleza que os rodea y me alcanzan. ¿Qué te ocurre? Dímelo; te sentirás mejor.
Él percibió cómo una fuerza emanaba de la anjana y llenaba aquel rincón del arroyo, cubriendo los árboles a decenas de metros y envolviéndole por completo. Hacía siglos que no veía la energía de la tierra en estado puro, y no recordaba haber sido jamás el foco de tanto amor incondicional.
—Habla conmigo —le susurró ella.
Y él habló durante horas.
Ahora, mientras apuraba aquel café, la sintió sonreírle desde el bosque, a los pies del Dobra. Le devolvió la sonrisa, seguro de que ella también podía sentirle. Desde aquel encuentro —tantos años atrás— habían charlado y compartido momentos «mágicos» muchas veces. Fueron esas conversaciones las que empezaron a cambiarle; o, mejor dicho, a enseñarle a ver el mundo desde otro ángulo.
Erudino nació en medio de un caos atronador: acero contra acero, alaridos que se quebraban en gargantas abiertas, charcos de sangre hundiéndose en la hierba cántabra. Aquel día en que dos tribus se despedazaban por un pedazo de tierra fue su alumbramiento. La sangre —espesa y palpitante— fue su madre; el miedo febril de los combatientes, su nodriza. Solo hallaba sustento cuando la hierba se empapaba de rojo y los cuervos saciaban su hambre con ojos recién vaciados.
Con el tiempo los clanes comprendieron que la matanza perpetua conduciría a su extinción, y empezaron a ofrecerle sustitutos: cabras degolladas, caballos atravesados por lanzas, prisioneros con los tendones seccionados para que no pudieran huir del ara. El relincho de los caballos —agónico, interminable— retumbaba días enteros en las cumbres. Así mantenían «contento» a Erudino, a costa de sellar su enemistad eterna con Epona, que jamás perdonó aquel sacrilegio.
Fue en esa época, antes de la llegada total del Imperio, cuando Erudino comprendió que el miedo también podía blandirse como arma. Reunió entonces a un pequeño grupo de jóvenes vadinienses —tatuados, indómitos, tan rápidos como el lobo de invierno— y los instó a unirse como voluntarios a la Segunda Guerra Púnica. No lo hizo por Cartago ni por gloria, sino para aprender del enemigo. «Conoce su estructura, su ambición, su flaqueza. Déjales ver cómo los cántabros combaten contra ellos desde tierras lejanas… y no dormirán igual», les dijo.
No fue necesario que mataran a muchos: bastó con que se dejaran ver entre las filas de Aníbal, con sus lanzas oscuras y sus ojos helados. En los campamentos romanos corrió la voz: «¡Los espíritus del norte han cruzado los mares!». El miedo se volvió contagioso. Se duplicaron las guardias, se bendijeron los estandartes y se despertaron sudorosos los generales. Así nació un tipo de combate nuevo: la guerra sin choque directo, la del rumor, la del presagio oscuro. La guerra psicológica. Y fue invención de Erudino.
Años más tarde, cuando Roma plantaba enseñas en los collados cántabros, repitió la jugada. Esta vez fue con Corocta, líder carismático del sur de los Salaenos. Le convenció para que se presentara voluntariamente ante Augusto durante una tregua. «Ve con la cabeza alta —le dijo—; míralo como quien evalúa a un toro cansado. Deja que crea que te domó, y después toma lo que necesites de su debilidad.»
Corocta acudió sin escolta, con piel de lobo curtido al hombro, y se plantó en el foro con un dominio sereno que desconcertó a los presentes. No habló en voz baja ni bajó la mirada; simplemente observó. Y Augusto —zorro viejo donde los hubiera— lo escuchó y lo recordó. Puede que no lo temiera… pero tampoco pudo olvidarlo.
Cuando los romanos decidieron zanjar la cuestión del norte, impusieron la guerra de asedio: tras cada escaramuza incendiaban graneros y chozas, cegaban pozos y marcaban a hierro a los cautivos antes de encadenarlos rumbo a Portus Blendium o Flaviobriga. Allí, los mercaderes los compraban al peso para las minas de la Galia. Las columnas de humo y los lamentos de las familias separadas empujaron a muchas tribus a beber infusiones de hojas de tejo: preferían regalar su último aliento a los dioses antes que dejarse poner grilletes. Erudino, que veneraba el duelo franco entre iguales, quedó trastornado: la violencia había perdido todo honor; ya no era lanza contra lanza, sino la maquinaria paciente del exterminio.
Para contenerla, cántabros y astures —orgullosos como montes rivales— sellaron una alianza que los legados imperiales no vieron venir. Guiados en parte por la astucia de Erudino, levantaron baluartes de piedra viva en gargantas vertiginosas y tendieron emboscadas donde el terreno se hacía cuchillo. Durante años, las cohortes se vieron atrapadas en un conflicto que Roma raras veces había sufrido: un enemigo que desaparecía entre bosques, golpeaba en silencio y se desvanecía como un eco. La obstinación fue tal que los anales del Senado registran «aquella guerra interminable del norte», testimonio de que la unión de las tribus alteró el pulso de la campaña y obligó al César a emplear más legiones de las previstas.
Al final, sin embargo, la superioridad logística romana prevaleció. Las montañas cayeron una a una y, con ellas, el viejo culto guerrero.
Su poder se marchitó a medida que Marte —ese mocoso imperial— le usurpaba la devoción de los soldados. Desterrado de sus montes, Erudino merodeó durante siglos por los frentes: blandió sables de los Tercios en Flandes, mosquetes en Rocroi, bayonetas en Austerlitz. En América cabalgó con los mapuche, que al abalanzarse gritaban «¡Soy un hombre!» para recordarse que mataban por necesidad, no por placer. Aquella dignidad le devolvía el eco de los viejos guerreros cántabros.
Pero las armas evolucionaron hasta asesinar sin mirar. La primera descarga de artillería que vio en Verdún arrancó extremidades que caían como leños; los hombres avanzaban a ciegas entre gases que les derretían los pulmones. Luego llegaron los bombarderos: redujeron Guernica a un osario candente, ardió Londres y fundieron Hamburgo y Dresde en tormentas de fuego que devoraban el oxígeno asfixiando a los que seguían vivos. Erudino comprendió que el enemigo se había vuelto un fantasma: basta pulsar un botón para segar miles de vidas.
Aquella visión lo fue vaciando. De no ser por Ana, la anjana del arroyo de Bárcena, habría acabado disolviéndose en bruma. Ella lo encontró exhausto al borde del agua.
—¿Eres de los viejos espíritus? —preguntó con ojos que reflejaban la corriente.
Su voz fue un bálsamo sobre la carne chamuscada de la memoria. Con paciencia, Ana le enseñó a escuchar el latido de los juncos, a sentir el pulso del lobo cuando aúlla, a saborear el temblor de un potro que descubre la pradera. Le mostró que la vida no se mide solo en hazañas sangrientas, sino también en el instante humilde en que un cervatillo se yergue por primera vez.
El contraste agudizó su tormento cuando las pantallas empezaron a vomitar imágenes de Gaza: cráteres donde antes se alzaban patios escolares, miembros infantiles desparramados bajo sábanas manchadas, ancianas petrificadas que abrazaban una pequeña camiseta vacía como si aún sostuvieran a sus nietos.
Esas muertes sin distinción —lactantes, mujeres, ancianos— le revolvían las entrañas. Entonces gruñó en su lengua más antigua, la que había nacido con los primeros clanes cántabros:
«Esmaront gaisu-woi wirosu wesus, a wertoront wirosu an-animoi; ande-dēwos en karnā wiro-meti.» **
Cada detonación le arrancaba un jirón de esencia: jamás había visto a la muerte segar a miles con tanta frialdad contable.
—No todos son iguales —insistía Ana—. Mira a quienes se alzan desarmados, a quienes curan, quienes se unen y gritan por el fin de la mascare.
Sus palabras lo sostenían, pero el dolor seguía carcomiéndole: comprendía ahora que las guerras de los hombres ya no se libraban para defender tribus ni familias, sino para engordar la fortuna de unos pocos poderosos que ponen la riqueza por encima de la vida. Aquella certeza lo vaciaba… hasta la tarde plácida en que un grupo de caballos pastaba en calma. Sus crines danzaban con la brisa y, de improviso, Erudino recordó los sacrificios que antaño exigía. Comprendió al fin el asco de Epona; sintió en la lengua el gusto metálico de la culpa y se desplomó de rodillas. El caballo, símbolo de libertad, nunca debió ser moneda de sangre.
Lágrimas —esas que un dios de la guerra creía imposibles— le rodaron por el rostro. Por primera vez en milenios aspiró el olor de la hierba sin asociarlo a hierro ni sangre. Supo que aún podía ser guerrero, pero uno que defendiera en vez de arrasar: quizá de aquellos que enarbolan banderas con los colores del arcoíris, o al menos con el humilde corazón de un girasol. Y, cuando se puso en pie, decidió buscar a Epona. Tal vez obtendría perdón; tal vez no. Pero iba a intentarlo, porque la vida —cada brote, cada latido, cada criatura que comparte el mundo— pesa infinitamente más que cualquier victoria.
LUG
Lug contemplaba la pantalla de su portátil como si fuera un espejo mal pulido. Entre líneas de código y matrices de pesos —esa nueva alquimia que llamaban «inteligencia artificial»— reconocía un eco de su propio fulgor: luz condensada en dígitos. Pero también percibía, debajo, un zumbido inquietante, la nota falsa que estropea un acorde entero.
«Igual que en el piano moderno —se dijo—, donde el la bemol y sol sostenido se pisan en la misma tecla, aquí han reducido el mundo a ceros y unos; la sutil diferencia se sacrifica a la comodidad del teclado.»
«¿Cómo vamos a componer sin disonancias ni armónicos?»
En otro tiempo, cuando aún se le invocaba al amanecer sobre Peña Amaya, Lug enseñaba a enlazar los matices invisibles: la media luz entre dos sílabas, el temblor que convierte un gesto en verso. Ahora los gigantes digitales le exigían exactitud binaria; querían meterlo todo en cohortes de mercado, en KPIs, en métricas de engagement. Para ellos, un bosque autóctono sin talar no genera valor; un lobo vivo es un problema contable; y caminar en silencio por el monte, una pérdida de tiempo. Hasta los atardeceres debían medirse en clics o convertirse en fondos de pantalla. Lug, disfrazado de informático brillante, hablaba esa jerga solo para mantenerse cerca de Navia… y también por una forma antigua de compasión hacia los mortales: hacia esos pocos humanos que aún intuían —aunque no supieran expresarlo— que la belleza no se deja domesticar en una hoja de cálculo.
Y que, si algún día desaparece el último lobo libre del norte, no será solo un animal lo que hayamos perdido… sino la última nota verdadera de una música que ya casi nadie recuerda cómo suena.
La última vez que los seis quedaron, se citaron en un bar de Torrelavega con música en vivo: piano, contrabajo y un batería que acariciaba las escobillas. Lug y Navia fueron los primeros en llegar; todavía estaban solos cuando el pianista se puso a improvisar un blues lento. Al oír cómo aquel hombre buscaba las notas, Lug se inclinó hacia ella y murmuró:
—La música perdió algo cuando nos pasamos al «igual temperamento».
Navia, que hojeaba distraída un folleto del local, alzó una ceja.
—¿Otra vez con tus escalas?
—No es manía —replicó él—. Para que todos los pianos puedan tocar en cualquier tonalidad redondeamos los intervalos… y en ese apaño se pierde la vibración exacta que te sacude por dentro. Con la cultura pasa igual: si todo lo ajustas a la misma tecla negra, desaparecen los sobretonos que nos acercan.
Navia chasqueó la lengua.
—Al final esa tecla negra acaba sonando igual —bromeó.
Lug levantó y movió lentamente la mano de izquierda a derecha, muy Obi-Wan:
—La bemol y sol sostenido son diferentes.
—Eres un pesado muy raro, ¿lo sabías?
Él sonrió y tecleó solemne en el móvil y se lo mostró:
>sudo labemol_y_sol_sostenido_son_diferentes
—Ahora el universo debería obedecer —anunció.
—¿“Sudo”? ¡Qué asco… ¿sudas con eso?! —rio ella.
Iba a explicarle el chiste de administrador root, pero Navia le dio un golpecito en el hombro:
—Tranquilo, lo he pillado. Solo digo que vuestro humor geek es… algo exótico para la gente normal.
Ella le regaló una sonrisa líquida —esa que todo lo sabe y desarma— y Lug, sorprendido, se quedó callado; apartó la mirada, temeroso de que la diosa del agua hallara la grieta y viera el torrente de afecto que él mantenía represado. Preocupado, ni se enteró cuando llegaron los otros o de qué hablaron.
Por las noches, cuando la ciudad callaba, Lug salía a pedalear su bicicleta eléctrica. Pensaba en la deriva digital de los mortales: un mundo donde un clic decide si existes y otro te borra. Google ya no era un buscador; era una central eléctrica que quemaba tu curiosidad y vendía el humo a los anunciantes. Del viejo “No seas malo” no quedaba más que un eslogan desteñido en la puerta de algún data-center. Meta había encajonado la conversación en cuadrados azules: “dame tu nostalgia y te devolveré dopamina con marca registrada”. Amazon convertía cualquier deseo en paquete urgente… y en deudas de cartón para el planeta. Incluso las fábricas de lenguaje —OpenAI y sus primos— corrían el riesgo de usar la poesía como lubricante de más datos en la tolva, si nadie vigilaba.
La lógica binaria es abono para el autoritarismo, pensó. Una casilla dice «apto», otra «descartable». Un filtro recomienda «me gusta» o «ocúltame». Así se endurecen los contornos, se levantan trincheras invisibles. Nada nuevo para un dios antiguo: había visto el mismo patrón en Roma, en la Inquisición, en las fábricas de la era del vapor. Solo cambian las herramientas; simplificar lo complejo siempre precede al miedo.
«Si dejo que la red me use como un afinador mal calibrado —se dijo— terminaré componiendo marchas de reclutamiento en lugar de sonatas de amanecer.»
Aquel tramo de asfalto, iluminado por farolas ámbar, desembocaba bajo un puente. Allí se detuvo y abrió la app que él mismo había programado para la empresa de turno. Bastaba un toque para que el algoritmo dibujara, al instante, el mapa del deseo humano. Lug lo miró con mezcla de orgullo y náusea.
—Esto podría ser un arpa de luz —murmuró—, pero hoy suena como tambores de plomo.
Con un gesto borró el modelo y empezó de cero. Esta vez introdujo ruido armónico, pequeñas “disonancias” destinadas a forzar que la máquina ofreciera al usuario algo inesperado: un poema en vez de un anuncio, la imagen de un atardecer sin filtro, un fragmento de gaita pasiega entre dos éxitos virales. Quería reinsertar la imperfección fértil, la microafinación que permite que el la bemol y sol sostenido vuelvan a ser distintos y, en esa diferencia, nazca el acorde que eriza la piel.
Añadió un pequeño bug que hacía que, una vez al día, la app mostrara una cita de Octavio Paz o de María Zambrano sin motivo alguno. Nunca lo documentó. Sabía que, si lo descubrieran, lo corregirían.
Sabía que los ejecutivos se enfadarían cuando los gráficos de retención cayeran unas décimas. Pero también sabía algo que ellos ignoraban: la verdadera luz no encandila; revela. Si lograba que una sola persona recordara el murmullo del río junto a Villacarriedo o la forma en que las palabras se curvan para rimar con la respiración, tal vez la grieta binaria empezara a agrietarse más.
Quizá, simplemente, bastara con no apresurarse. Con quedarse un segundo más en la página de un libro, dejando que las letras se asienten como hojas caídas en otoño. Con alargar el paso en el sendero hasta descubrir el canto escondido de un pájaro.
Pensó en quienes, fuera de esas «burbujas» trazadas por cookies y algoritmos, aún encuentran un libro para leer a solas durante horas; en quienes salen al monte sin otro propósito que caminar y observar; en quienes dejan el tic-tac de TikTok y se sumergen en un poema que no cabe en un scroll. No era un plan, sino un susurro: en cada pausa se abre un pequeño resquicio donde lo digital pierde su tiranía y restaura el eco del mundo real.
Y entonces lo entendió: los algoritmos no eran el problema, igual que un piano no lo es por tener teclas. Recordó a su profesora en Nottingham, el primer día de clase, diciéndoles que programar era hacer arte, que hacía falta imaginación y creatividad. Tal vez, pensó, si uno afinaba el código con ese espíritu, todavía podía hacer que la música volviera a la casa de la poesía.
Era una lucha contra titanes, pero ellos mismos, como contaban los griegos, habían perdido la batalla.
Y, aunque jamás lo admitiría, deseaba decírselo a Navia. No para conquistarla —eso sería reducirla a un cero o a un uno—, sino para danzar con ella en la penumbra donde el agua y la luz se encuentran y dejan de ser cosas distintas. Pero más aún, deseaba sentirse libre y cercano a la vez, para poder decirle, sin miedo ni cálculo:
“Te amo sin saber cómo, ni cuándo, ni de dónde.”
Mientras pedaleaba de vuelta a su apartamento, la bruma de Cantabria subía desde los prados y envolvía la carretera. Lug tarareó una melodía imposible en igual temperamento, llena de cuartos de tono que solo los viejos druidas sabían nombrar. Entre la calima le pareció oír la risa de Navia, pura, analógica, incontestable.
CANDAMO
Candamo había bajado desde Llanes siguiendo tormentas sin dueño. Llevaba días con ganas de una buena conversación —y de una Dougall’s bien fría—, así que fue a visitar a Erudino a su casona-torre de Yermo, esa que mira al monte Dobra como si aún esperara que un ejército romano tuviera la decencia de presentarse en fila.
Erudino lo esperaba en la terraza de piedra, bajo el toldo, con dos botellines preparados en la mesa de hierro forjado. Ana no estaba: había bajado al pueblo, según dijo Erudino, “a recordarles en la panadería que los sobaos no se hacen con margarina”.
Tras un primer trago, Candamo miró hacia el monte con aire de nostalgia y soltó:
—¿Y si salimos un rato al Dobra? Llevo tiempo sin asustar senderistas y creo que se están confiando.
—Perfecto —respondió Erudino, poniéndose en pie con una lentitud estudiada—. Pero esta vez corres tú cuando venga la Guardia.
—Corre el que no sabe desaparecer —dijo Candamo, abrochándose la chaqueta—. Yo me evaporo.
Subieron al monte por una vereda que solo los animales respetaban. El cielo aún era azul, pero Candamo lo traía arrugado en los bolsillos. Bastaron dos chasquidos para que se cargara de electricidad. Un grupo de excursionistas con mochilas fluorescentes apareció por el collado. Ni siquiera miraban el paisaje: uno consultaba una app del tiempo y otro volaba un dron.
—¿Ves? —susurró Candamo—. Ya ni se mojan con estilo.
Desataron una tormenta breve pero gloriosa: truenos secos, viento en espiral, un relámpago tan certero que hizo estornudar a un árbol. Los excursionistas gritaron en cinco idiomas y corrieron hacia la nada.
—¡Uno ha perdido el Apple Watch! —rió Erudino.
—Y ese otro le ha gritado al cielo: “¡Alexa, para la lluvia!” —añadió Candamo, doblado de la risa.
Pero la diversión duró poco. Desde la loma apareció una patrulla de la Guardería de Montes, seguida de un coche de la Guardia Civil Rural. Venían con prismáticos, cara de domingo arruinado y botas que sabían lo que pisaban.
—Hora de aplicar lo aprendido —murmuró Erudino.
Se deslizaron por una zanja cubierta de helechos, cruzaron un arroyo invisible y desaparecieron por un hayedo que confundía incluso a los satélites. Cuando estuvieron a salvo, Candamo jadeaba:
—Amo este monte. Aquí ni Google se atreve a entrar.
Ya en la torre, con otra cerveza en la mano, Candamo comentó:
—Cada vez que alguien abre una app para ver si lloverá, una tormenta se muere de aburrimiento.
Erudino brindó con su taza de café:
—Y cada vez que logramos asustar a alguien sin notificación previa, el mundo recuerda que sigue vivo.
Candamo los había invitado a todos a escuchar su grupo de música, pero fue Ortzi quien llegó el primero, ya entonado, con gafas de sol nocturnas y una camiseta que decía “THUNDERSTRUCK”. Candamo llegó tarde, como siempre que olía a tormenta por el camino. Apareció en la terraza del bar de la playa de La Arena con una chaqueta empapada —no por la lluvia, sino por su propia energía— y el pelo enredado por el viento. Sonrió al camarero, pidió una caña y soltó, como si fuera la frase más normal del mundo:
—Si los turistas no se mojan, ¿para qué coño sirvo yo?
Ortzi soltó una carcajada y le chocó el puño. Los dos eran viejos cómplices del cielo: hermanos no por sangre, sino por rayo.
—Las apps del tiempo —añadió Candamo mientras se sacudía la chaqueta—. Esas desgraciadas han convertido mis tormentas sorpresa en «probabilidad del 70% entre las 17:00 y las 20:00». Así no hay quien asuste a nadie. Y ni un trueno de regalo, oye. Todo muy polite.
—Y sin barro en los festivales, ya no es lo mismo —respondió Ortzi, encendiendo un pitillo sin que nadie supiera cómo.
Ambos venían de su última borrachera en Castro, donde habían terminado en comisaría por “alterar el orden… atmosférico”, dijeron ellos. Epona, que había llegado rugiendo desde la Junta de Voto en su Ducati Monster, apareció con su chaqueta de cuero y una sonrisa que derretía sanciones, los sacó antes de que les tomaran huellas. Desde entonces, el guardia civil de guardia les saluda con un “¿otra vez vosotros?” y les ofrece sobaos si es de turno de noche.
Candamo se sentó frente al escenario improvisado. Su grupo tributo a AC/DC ya había probado sonido, y las baquetas descansaban junto a la batería como caballos esperando batalla. Tocaba por gusto, por nostalgia, por hacer vibrar el aire aunque nadie lo mirara. Pero esa noche fue distinta: todos vinieron a verle. Incluso Lug, que siempre tenía excusas.
Navia llegó poco después, con un vestido azul que parecía hecho de marea movida por la brisa del mar. Epona, con la elegancia de un corcel pura sangre, le acompañaba. Cantabria entró saludando con la cabeza. Erudino llegó cargando una bolsa con empanadas que según dijo eran “de verdad”.
Lug llegó el último, con la misma cara que pone un adolescente al ver a su amor imposible justo cuando ha ensayado todo lo que no va a funcionar.
Cuando empezó Back in Black, Candamo marcó el ritmo con precisión eléctrica. Sus ojos brillaban como si cada golpe en la caja destapara un trueno. En la segunda canción, Navia se levantó a bailar, y ahí ocurrió.
Lug se quedó inmóvil, como si la gravedad solo le afectara a la mandíbula. Candamo, desde la batería, lo vio y murmuró a Erudino:
—¿Te has fijado? Si Navia se tirara al mar, el muy sol se haría nube.
—O archivo temporal —respondió Erudino—. Tiene cara de error crítico emocional.
—Necesita reinicio por afecto no correspondido —añadió Candamo, y cambió el compás a modo “broma cruel”.
Navia, entre vuelta y vuelta, le hizo una seña a Lug para que se acercara. Y él… fue.
Todos se miraron con ganas de reírse. Epona levantó una ceja y sonrió feliz al verles. Cantabria murmuró algo sobre las neuronas más débiles que las hormonas. Ortzi hizo un gesto como de darle una colleja energética. Pero al ver que Lug ni pestañeaba —solo tenía ojos para ella—, se callaron.
Ni los chistes le entraban. Era como si el campo electromagnético de Navia anulara todo sarcasmo a su alrededor. El trueno ya había caído. Solo quedaba la música.
Candamo improvisó un solo en clave pasiega entre Thunderstruck y algo que sólo él recordaba. Y allí, entre golpes de caja, pensó:
“Debería llover más en verano. Así, al menos, alguien recordaría que la electricidad también sirve para enamorar.”
Al acabar dedicó la última canción a todos los cristianos del bar, y el guitarrista empezó el famoso riff de Highway to Hell.
Mientras Navia y Lug bailaban —incluso cuando paró la música—, siguiendo únicamente el ritmo de las caderas de ella, el resto —Cantabria, Epona, Erudino, Ortzi y Candamo— siguieron charlando en la terraza mientras una tormenta de verano se acercaba desde el mar.
Cantabria y Epona, al notar la electricidad en el aire, miraron inquisitivamente a Candamo y Ortzi. Ellos levantaron las manos como diciendo “yo no he sido”, pero llevaban en el rostro la misma sonrisa de Bart Simpson: “Nadie me vio. No puedes probar nada”. Y acto seguido estallaron en carcajadas, bocarrones que parecían truenos.
Navia y Lug volvieron a la mesa. Nadie preguntó, pero algo había cambiado en el aire entre ellos. Nada evidente, nada dicho, pero lo bastante potente como para silenciar incluso a Ortzi.
Entonces Navia, que inmediatamente notó cómo les observaban, sonrió con picardía y soltó:
—¿Sabéis cuál es la diferencia entre una tormenta cántabra y una vasca?
—¿Cuál?
—La cántabra te cala hasta los huesos… y luego aparece Candamo, te ofrece un café caliente con sobaos y se queda a charlar.
La vasca también… pero después viene Ortzi, te mira serio y dice: “No te quejes, eso no era tormenta, era txirimiri.”
Las diosas se echaron a reír. Una risa abierta, contagiosa, tan luminosa que pareció desactivar la tormenta que ya rugía sobre el mar. Dentro del bar, el ambiente cambió: era como si todo el mundo respirara mejor, como si incluso los camareros caminaran con más ligereza.
Afuera llovía, sí. Pero a nadie le importaba.
PLAZA ROJA
Finales de septiembre. Primeros fríos, olor a castañas asadas y a tierra recién lavada. Erudino recibió el WhatsApp de Epona al amanecer. Avisaba de una quedada de diosas y dioses en la Plaza de Baldomero Iglesias —la gente la llama Plaza Roja desde la posguerra, cuando los mítines obreros teñían de consignas el empedrado— dos semanas más tarde.
La mañana era fresca, casi afilada, justo como le gustaba; aun así resopló: el frío, después de todo, es el enemigo número uno de cualquier guerrero.
Se acomodó en la terraza de piedra —toldo verde, sillones de hierro forjado— con un cuenco de café humeante y dejó que el Dobra llenara el horizonte. Un mirlo insistía en su solo, escoltado por algún petirrojo rezagado. Ana, que había pasado la noche en la casona-torre, había madrugado para ir al arroyo a “recargarse”, como ella decía.
El pensamiento viajó de Ana a Epona. Fascinante que dos cuerpos casi idénticos albergaran espíritus tan distintos. Los cristianos habían intentado borrar a la diosa de los caballos convirtiéndola en mera leyenda, en un personaje mitológico… y solo habían logrado parir otra encarnación de la Gran Madre.
Cogió su móvil y respondió al grupo confirmando asistencia y, en mensaje privado, le pidió a Epona quedar una hora antes. El doble check azul apareció al instante; la respuesta tardó un buen rato:
Está bien. Allí estaré.
Dos semanas después la Plaza Roja olía a hojaldre recién salido de la pastelería Blanco y a humedad de los soportales. Era media mañana y el sol, bajo y perezoso, apenas calentaba los bancos de granito. Los plátanos de sombra dibujaban un damero de luces sobre el pavés rojo que da nombre extraoficial al lugar.
Erudino llegó el primero y eligió una mesa con vista al kiosko-templete. Pidió una Goblin Abadía. Dudó: ¿Dougall’s cántabra o belga de toda la vida? Ganó la nostalgia de Flandes.
Cuando Epona apareció —vaqueros ceñidos, chaqueta biker y el casco de la Ducati bajo el brazo— traía una incomodidad que no disimulaba. Se sentó, dejó el casco sobre la mesa y pidió una Dougall’s 942… y se la bebió de un trago.
—Bueno, Erudino, aquí estoy. ¿Qué urgencia era esa para citarme antes que al resto?
Él giró el botellín entre los dedos y se lanzó:
—Necesito que entiendas un cambio que ha ocurrido en mí. Y no sé explicarlo sin mostrarlo… sin que compartamos visiones.
Los ojos de Epona se abrieron: abrir la mente —compartir recuerdos crudos, emociones sin filtro— era un acto reservado a los viejos tiempos.
—Si es la única forma, adelante. Pero corto cuando decida.
Erudino asintió. El bullicio matinal amortiguaba cualquier gesto extraño; aun así, bajaron la voz. Cerró los ojos y, con un leve toque, abrió el lazo. Las imágenes brotaron: hierba empapada de sangre, cascos de caballos sacrificados, gritos de hierro y humo…
Epona crispó la mandíbula, pero dejó que el torrente fluyera. Llegaron las legiones, las trincheras de Verdún, las llamaradas de Dresde, la infamia de Gaza. Epona golpeó la mesa.
—¡Basta!
El hilo se cortó.
Erudino quedó a la deriva: los hombros hundidos, las manos temblando alrededor del botellín que chorreaba espuma sobre la mesa. Parpadeaba sin ver, como si el mundo hubiese perdido contorno. Por un instante pareció encogerse dentro de su propia armadura invisible, un niño viejo y desarmado al que acabaran de arrebatarle el último sentido de la lucha. Le tembló la voz:
—Eso… eso me desgarra. Ya no quiero formar parte de esa guerra sin honor. Ana me ha mostrado otra manera de estar en el mundo.
Como si el aire se abriera en un parpadeo, Ana apareció de la nada —literalmente, por arte de magia—; y, como suele ocurrir con las cosas mitológicas, justo en ese momento nadie miraba en aquella dirección. Nadie vio su irrupción… salvo Epona, que dio un respingo mezcla de susto y fascinación al contemplar un rostro tan parecido al suyo emergiendo del vacío.
—Dale una oportunidad —susurró la anjana, rozándole el hombro—. No has visto todo. —Y se desvaneció como bruma de madrugada.
Epona tragó saliva.
—De acuerdo. Esta vez abro yo la puerta… y mando yo.
Volvieron a enlazarse. Esta vez Erudino le ofreció emociones muy distintas: la hierba inclinándose al paso del viento, el asombro limpio de las golondrinas que surcan el cielo, la sonrisa inevitable cuando una mariposa decide posarse en la manga. Imágenes minúsculas pero poderosas: la certeza de que el guerrero puede volverse guardián. Y Epona, por primera vez en siglos, sintió que aquella cadencia de vida vibraba al mismo compás que la suya.
Cortó, respiró hondo y sonrió —una sonrisa que Erudino jamás le había visto.
—¿Y ahora qué harás, viejo soldado?
—Seguir luchando, pero por los vivos: reforestar, proteger ríos… Quizá alistarme en una ONG, o mejor aún, prestar mi furia al Partido del Girasol. Ya promueven corredores ecológicos, bosques mixtos y riberas vivas —con alisos y sauces que frenen las avenidas—; yo puedo ser su ariete. Inocular sus programas con algo de brío cántabro, plantarles en la mente esa urgencia que late bajo la corteza de cada roble. Que crean que la idea es suya, sí… y así defiendan esta tierra como si les fuera la vida, porque les va la vida.
Epona alzó su Dougall’s, él su Abadía, y chocaron botellines.
—Sláinte —brindó él en celta moderno.
—Por la vida —contestó ella, y la espuma selló la tregua mientras, detrás del templete, el cielo otoñal parecía aplaudir en silencio.
Cantabria fue la primera en llegar a la quedada del grupo. Nada más cruzar la arcada del Bulevar Demetrio Herrero miró hacia el templete y vio, al fondo, a Epona y Erudino compartiendo mesa. Durante siglos, el simple hecho de verlos juntos era sinónimo de nubes negras; hoy, en cambio, el aura que los rodeaba era la de un cielo despejado tras la tormenta. Sonrió.
En ese instante sintió una presencia pegada a su hombro, una brisa casi táctil. Se giró; no había nadie.
—Venga ya, jovenzuela, no me asustes —murmuró.
La risa, leve al principio, fue cobrando cuerpo hasta materializar a Ana a su lado.
—Veo que lo has conseguido —dijo Cantabria.
—En realidad —respondió la anjana— solo di un empujoncito. El trabajo ha sido de él… y de Epona, claro. Yo me limité a recordarle las cosas pequeñas: el susurro de la hierba, el vuelo de las golondrinas, la mariposa que se posa sin pedir permiso. A veces basta con señalar la magia que vive entre los momentos cotidianos.
Cantabria le tocó la mejilla con ternura.
—Estoy orgullosa de ti, niña. Tu luz hace falta entre tanto dios envejecido.
—Y él me enseñó a ver la crueldad sin rendirme —replicó Ana—. A aceptarla, sí, pero para superarla, nunca para normalizarla. Nos hemos salvado mutuamente. —Guiñó un ojo y, como si cerrara una cortina de aire, se desvaneció dejando un leve eco perfumado a menta.
Cantabria avanzó hasta la mesa. Epona se puso en pie para abrazarla; Erudino, todavía frágil, esbozó una sonrisa humilde. Cantabria pidió un café con leche y se dejó caer en la silla de hierro.
—¡Ni os imagináis el cambio que se nota! —dijo Epona, sacudiendo la melena—. A este le han salido brotes verdes en el corazón.
—En algún momento tenía que llegar —gruñó Erudino, alzando su Abadía.
Mientras narraban brevemente lo sucedido, aparecieron Lug y Navia. Llegaban cogidos de la mano, los dedos entrelazados como dos adolescentes que acaban de descubrir el verano.
—¡Por todos los robles del Pas! —exclamó Cantabria—. ¡Enhorabuena, pareja!
—Ya era hora —remató Epona, dándoles dos besos—. Creíamos que necesitaríais otra glaciación.
Erudino rió con un gruñido cómplice:
—Los últimos en enterarse siempre sois vosotros… pero me alegro, de corazón.
Navia respondió con esa sonrisa que desarma, y Lug bajó las gafas redondas para esconder un brillo húmedo.
Entonces llegó Candamo, sacudiéndose hojas de castaño del hombro.
—¡Aupa! —tronó—. Veo que hoy firmamos armisticios a pares. Lug, Navia… ¡al fin os habéis sincronizado los eclipses!
Se sentó, pidió una Dougall’s Raquera y, sin dejar tiempo, lanzó el primer chiste:
—¿Sabéis por qué en Cantabria la lluvia es Patrimonio Inmaterial?
—¿Por qué? —picó Lug.
—Porque cada vez que un turista de Madrid exclama «¡qué fresquito se está aquí!», la nube se emociona… y nos regala un chaparrón con denominación de origen.
El grupo estalló en carcajadas. Epona, sin perder comba, añadió:
—Y los vascos, encantados: se plantan con la cartera llena, compran rabas a precio de oro y presumen de «microclima cántabro»… ¡cuando en Bilbao les llueve igual!
El grupo explotó en carcajadas. Al fondo, el templete retumbó con un eco metálico como si aplaudiera.
El sol otoñal, cómplice, se filtraba entre las hojas amarillas. Nada chirriaba: ni los viejos rencores de guerra, ni la distancia de siglos, ni los silencios que antes dolían. Había, en cambio, una ligereza nueva: el milagro de estar —al fin— todos en la misma página de luz.
Cantabria levantó su taza:
—Brindemos —dijo— por las nuevas alianzas: de dioses… y de esta tierra que aún late bajo nuestras botas.
Vasos y tazas chocaron. Un gorrión se aventuró a picotear migas sobre el pavés rojo. Nadie lo espantó. A lo lejos, un pequeño cúmulo asomó por encima de Viérnoles… pero Candamo guiñó un ojo y el nubarrón decidió no estropear la mañana.
Las tres diosas se miraron. Navia y Epona asintieron suavemente, sus miradas encontrándose con la de Cantabria, que dio un pequeño golpe con la cuchara en su taza, llamando la atención de los presentes.
—Bueno, chicas… —empezó, con esa voz suya que parecía venir desde las raíces de los montes—. Creo que lo que voy a decir no os sorprenderá. Lo sabemos, o al menos lo intuimos: los cambios que han ocurrido últimamente nos han devuelto algo antiguo. Algo de cuando vibrábamos todas juntas, de cuando los humanos nos respetaban, nos observaban… incluso algunos nos escuchaban.
Hizo una pausa. Nadie interrumpió.
—Es hora de volver. De participar sin miedo en la vida de este pueblo. En la vida de los humanos. Con la fuerza que siempre nos ha definido.
Se giró hacia Erudino.
—Tú ya lo has decidido. Apoyarás a los ecologistas, y sé que lo harás con el honor de un guerrero del arco iris.
Miró a Epona y sonrió con ternura.
—Tú seguirás el camino que siempre ha sido tuyo: el de cuidar a los animales, proteger la ternura que nadie ve.
A Navia le dedicó un gesto más solemne, como si le hablara no solo a ella, sino al agua misma:
—Navia, señora de los ríos, ¿por qué no te ocupas tú de nuestros afluentes? Hay que acabar con la idea errónea de que un río hay que “limpiarlo”. Un río sano es un río lleno de vida, con sauces y alisos en sus riberas, con vegetación que retiene las crecidas en invierno. Crecidas que alimentan la vega y dan de comer a los agricultores… cuando el río sigue su curso natural. Tú puedes enseñar eso. Tú puedes cambiarlo. Que comprendan la vida que lleva el agua dulce. Vida que no pertenece a los humanos.
Es libre.
Luego, giró hacia Lug.
—Tú, portador de la luz, de las artes, del conocimiento… hasta ahora has usado tu poder para entender el lenguaje de los unos y ceros, para descifrar a las inteligencias artificiales. Pero ya es hora de poner esa sabiduría al servicio de la cultura de esta tierra.
Elevó un poco la voz, sin perder la calidez:
—Hay tanta música aquí, tanto escritor olvidado, y nuestra debilidad eterna: los poetas.
Los demás rieron con complicidad.
—Ellos son los que mantienen a las personas con los pies en la tierra… y la cabeza libre. Haz que se conozcan, que vuelvan a latir en la vida cotidiana. No dejes que el algoritmo decida lo que vale. El mundo real no se mide en clics, Lug. Tiene millones de matices, miles de lenguas y una sola alma que grita: “Escúchame”.
Finalmente, miró a Candamo, que acababa de dejar su botellín en la mesa, atento.
—Dios del trueno y la tormenta. ¿Quién mejor que tú para explicarle al mundo lo que está ocurriendo con el clima? El cambio climático necesita una voz con rayos en la lengua y relámpagos en la mirada. Sé tú esa voz.
Respiró profundamente y dijo, sin grandilocuencia, pero con una claridad ancestral:
—Yo… cuidaré de las ciudades. Seré los ojos y oídos entre el asfalto: el pequeño comercio, el descanso justo, las trabajadoras sin sueldo, los parques, los niños, los ancianos, los que no tienen a nadie… todo eso que ocurre en los márgenes, donde ya no mira nadie. Allí estaré yo.
Hubo un silencio que no pesaba, sino que vibraba. Entonces todos alzaron sus cervezas.
—Pro Kantabriā petīnā! ¡Por la tierruca! —gritaron a una sola voz, haciendo que varios transeúntes se giraran desde los soportales con expresión entre divertida y emocionada.
—¡Por nuestras divinas vecinas! —añadió Lug, sin ocultar el brillo en los ojos.
Justo entonces —por esas casualidades que ya no creemos casualidades—, en los altavoces del bar empezó a sonar “Del Desu a Rasines”. Las tres diosas se miraron, se levantaron con una risa compartida y empezaron a bailar en medio de la plaza. Lo hicieron con esa gracia que solo tienen quienes llevan siglos viviendo… y aún saben moverse como si todo empezara hoy.
El público espontáneo que se formó a su alrededor aplaudía. Algunas personas grababan. Otras simplemente sonreían. Nadie quiso interrumpir la magia: era evidente que bailaban con la música de los dioses.
Desde las escaleras de la iglesia Ana aplaudía, moviendose al ritmo de la música. A su lado, un hombre alto y musculoso —grandes gafas de sol oscuras, silencio pétreo— contemplaba la escena.
—¿Crees que lo lograrán? —le preguntó a Ana.
Ella no apartó la vista de la danza.
—Son los antiguos dioses —respondió—. La energía de la Madre Tierra los llama… igual que nos ha llamado a nosotros, ¿eh, Ojáncanu?
El hombre asintió, se quitó las gafas para frotarse el único ojo y volvió a colocárselas.
—Jose. Llámame Jose —dijo con una sonrisa lenta y profunda.
Y en la Plaza Roja de Torrelavega, mientras las hojas otoñales caían sin prisa, el futuro empezaba a tejerse con hilos de viento, música y propósito.
Diccionario
Voz original (lengua) | Significado en español | Transcripción AFI / IPA |
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Tamarici (celta antiguo) | Tribu de la costa oriental, quizá en la zona de Castro-Urdiales. | /taˈma.ri.ki/ |
Cattā hildā (celta antiguo) | “Gata pendenciera; zorra”. | /ˈkat.ta ˈhil.daː/ |
Úasalóg (celta antiguo) | “Pijo”; “noblecito”, “noble juvenil”. | /ˈuː.a.sa.loːɡ/ |
Mátr-putā (celta antiguo) | “Hijos de puta”. | /ˈmaː.tr̩ ˈpu.taː/ |
Agur (euskera) | “Adiós”. | /aˈɡur/ |
Kaixo (euskera) | “Hola”. | /ˈkai̯.ʃo/ |
Saminos (celta antiguo) | “Agradable, cordial, simpático”. | /ˈsa.mi.nos/ |
Mekaguen dena (euskera coloquial) | “¡Me cago en todo!”. | /meˈkaɡen ˈde.na/ |
Zakur eme (euskera) | “Perra”. | /ˈsa.kur ˈe.me/ |
Sláinte (gaélico moderno)¹ | “¡Salud! (brindis)”. | /ˈsl̪ˠaːnʲ.tʲə/ |
Pro Kantabriā petīnā (celta antiguo) | Lucho por Cantabria | /pro kanˈta.bri.a peˈtiː.na/ |
Esmaront gaisu-woi wirosu wesus, a wertoront wirosu an-animoi; ande-dēwos en karnā wiro-meti. (celta antiguo) |
“Han olvidado lo que significa ser guerrero y se han tornado en hombres sin alma; demonios en carne humana.” | /esˈma.ront ˈɡai̯.su.woi̯ ˈwi.ro.su ˈwe.sus a ˈwer.to.ront ˈwi.ro.su an.aˈni.moi̯ | ˈan.deː.deː.wos en ˈkar.na ˈwi.ro.me.ti/ |
🔍 Detalles clave sobre pronunciación
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/ː/ indica vocal larga (ej. ú en Úasalóg → /uː/).
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/tr̩/ en Mátr-putā marca una r silábica, como en inglés bottle [ˈbɒtl̩].
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/ʲ/ en Sláinte indica palatalización (típica del irlandés moderno).
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/tt/ en Cattā se pronuncia como una oclusiva doble, igual que en italiano notte.
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Alejandro.
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Me ha gustado muchísimo, se lee muy bien y el tema es muy interesante. Enhorabuena por tu relato.
😉 Estaría muy bien escucharlo en vivo y en directo de tu propia voz.
Saludos
Elegir pasar un rato con uno de sus cuentos o podcast siempre es un acierto. Bienestar y activación de los sueños es el regalo de este autor para quien apueste por descubrir uno de sus relatos de realismo mágico que tanto me gustan. Os lo recomiendo.