CERCANÍAS
Hay cosas que me molestan. Me molestan las mentiras, me molesta el materialismo, me molesta la obsesión por el dinero y no por las cosas que se pueden comprar con él; me molesta que los banqueros ganen más dinero que los poetas, que olvidemos la historia de nuestros pueblos, que se objetivice a las mujeres.
Hace poco me vine a vivir a Madrid, ya que —contradictoriamente— un banco me ha dado un trabajo con un sueldo que refleja, relativamente bien, mis conocimientos y experiencia en informática. Después de muchos años en un pequeño pueblo, volví a ver la gran ciudad con buenos ojos. Hace una eternidad viví y trabajé en Madrid. Cuando me fui, prometí no volver jamás. Pero aquí estoy otra vez.
Ahora, cuando salgo a caminar, ya no veo a la vaca tigresa, al burro Pedro ni los grandes robles que me regalaban bellotas al final del verano. Veo árboles domesticados por las aceras, alineados en fila recta porque solo se les permite vivir así. Fuentes de agua con barras metálicas para que las aves no puedan beber en los días de calor y ensuciar el agua domesticada. Personas que se quejan porque las hojas manchan sus coches. No se dan cuenta de la suerte que tienen.
Para ir a trabajar cojo el tren de cercanías y me bajo en Atocha. En hora punta, la cantidad de gente es abrumadora, pero yo me fijo en los detalles. Noté que muchas veces, al subir al tren, mujeres de todo tipo —aunque sobre todo jóvenes— me miraban fijamente unos segundos. Y no, no era por guapo. Vengo del norte, y con esto no me refiero a Cantabria, sino a mucho más al norte, donde mirar fijamente a alguien es una declaración de conflicto. Por eso, uno nota estas cosas. Después de unos segundos, apartaban la mirada.
Cuando comprendí que era algo recurrente, mi mente lógica empezó a buscar una explicación. Un día, por casualidad, cuando la chica de turno ya se había acostumbrado a mi presencia, la vi mirar con el mismo gesto a otro hombre. Era parecido a mí: mayor, solo, y con esa mirada que escanea el vagón buscando algo. Lo normal sería buscar un asiento libre, pero la expresión de las mujeres decía otra cosa. Era una alerta silenciosa, una forma de decir “te estoy viendo”.
No pasó mucho tiempo antes de que descubriera el motivo.
Mi compañera había venido desde Cantabria y habíamos asistido a una manifestación pro Palestina en Atocha. Sentados juntos en el tren de vuelta, charlábamos tranquilamente cuando, desde otro vagón, entró una chica joven, con una minifalda de chica joven. Nos miró un instante y se sentó frente a mí. Todo absolutamente normal en cualquier transporte público de cualquier ciudad.
Treinta segundos después, un hombre de unos treinta años, con una mochila, cruzó desde el otro vagón. Se detuvo en la entrada, buscando algo. Vio a la chica y se sentó a su lado. Su lenguaje corporal era extraño, inquietante, tanto que me puse en alerta.
Miraba hacia la ventana del lado opuesto, donde solo se reflejaban las figuras de los pasajeros. Estábamos en un túnel. El cristal era un espejo imperfecto que mostraba rostros, sombras y movimientos entrecortados, y el reflejo de las personas al otro lado del pasillo. También podía ver el reflejo de mi mujer y el del hombre. Por un momento pensé que era terriblemente egocéntrico y se estaba mirando a sí mismo, pero no. Miraba hacia afuera de la ventana, donde no se veía nada.
A ese lado del pasillo había un grupo de cuatro mujeres, dos de ellas conversando, situación que se reflejaba en la ventana del tren. Pero de pronto el reflejo de una de esas mujeres me miró. O más bien, el reflejo de una mujer me miró. No era exactamente ella: era su eco en el vidrio. Su semblante me recordó a mi madre, alegre, pero firme. La mujer que, con su ejemplo, me enseñó lo que era el feminismo. El reflejo levantó el brazo y señaló al hombre con el dedo. La mujer real, en cambio, seguía conversando como si nada. Obedecí la advertencia del reflejo.
El hombre miraba de reojo su móvil, sostenido en la mano derecha. El ángulo del dispositivo no dejaba lugar a dudas: estaba grabando a la chica. Ella, ajena o resignada, miraba hacia otro lado, rígida como si el cuerpo le pesara. Cada pequeño movimiento del tren era aprovechado por él para acercarse unos centímetros más.
Aquella escena me golpeó, no solo por lo que aquel hombre hacía, convencido de su impunidad, sino porque me recordó algo que vivió mi mujer cuando apenas tenía dieciocho años. Se había ido a Inglaterra como au pair para aprender inglés. En su primer viaje, de Londres a Nottingham, un hombre que se sentó a su lado comenzó a hablarle. Al darse cuenta de que ella apenas entendía lo que le decía, abrió el Times a todo lo ancho y, oculto tras las páginas, empezó a tocarse a sí mismo. Solo ella podía verlo.
Tiempo después, cuando se lo contó a sus amigos, le dijeron que esas cosas no pasaban. Que se lo habría imaginado.
En el vidrio, mi madre (la del reflejo) pareció asentir, como diciendo: «no es la primera vez». Entonces el Cercanías C5 se estremeció; mi mujer se asustó y dio un respingo acompañado de un pequeño grito. El hombre aprovechó para acercarse más todavía. Comenté en voz alta algo sobre los movimientos de los trenes y el miedo a los aviones, intentando romper el clima enrarecido. La chica sonrió, nerviosa. El hombre no. Había borrado cualquier gesto humano de su rostro y ahora estaba aún más cerca. Se había puesto la mochila sobre las piernas y la mano izquierda apoyada junto a su pierna en el asiento, a menos de cinco centímetros de la pierna de la joven a su lado.
Cuando el tren dio otro sacudón, aprovechó para, con la mano izquierda, rozar la pierna de la chica. Ella se apartó bruscamente, acorralada entre el hombre y la ventana. Yo lo observaba con rabia contenida. Tan fijamente que, si hubiéramos estado en Nottingham, esa ciudad del norte, ya habría volado algún insulto o puñetazo, pero este no se daba por aludido. Toda su concentración estaba en aprovechar cada movimiento del tren para acosarla más.
Ella sí se había dado cuenta de que yo había notado la situación, pero no me decía nada. Seguramente dudando si la situación era real o si se lo estaba imaginando.
El aire del vagón se volvió denso. El reflejo de la ventana seguía mirándome. Por un instante creí ver en el cristal que el hombre se disolvía, que su imagen se fragmentaba, multiplicándose detrás de cada pasajera. Pero no: era sólo el traqueteo de las luces en el túnel.
Nos acercábamos a nuestra parada. Me levanté, miré a la chica y le dije:
—Siéntate aquí.
Ella me miró, confundida. Pero obedeció.
—Muchas gracias —me dijo.
Mi mujer me siguió hasta la puerta.
—¿Le has dicho que se siente en tu sitio? —preguntó.
—Sí. El tipo a su lado la estaba acosando. Le estaba tocando la pierna.
Abrió los ojos, sorprendida. No lo había notado. Nos bajamos, pero antes de que las puertas se cerraran, volví la vista atrás.
La chica estaba en mi asiento. Me miraba muy seria, pero tranquila. Al otro lado del pasillo, en el reflejo de la ventana, seguía la figura de mi madre. Me dio la sensación de ver una sonrisa, pero era solo un reflejo entre luces.
—Se lo dije por tres cosas —le comenté a mi mujer—. Primero, para que él lo oyera y supiera que no era invisible, que lo habíamos visto. Pero también, para alejarla del desgraciado ese, y sobre todo, para que supiera que no estaba loca. Que lo que sintió era real. Que alguien más lo vio.
Ella asintió despacio.
—Ojalá alguien me lo hubiera dicho a mí, aquel día, en aquel tren de Inglaterra —murmuró.
Porque así es como empieza todo: con una mirada ignorada, con una mano que nadie ve, con un reflejo que nadie escucha.
Desde niñas les dicen que exageran, que se lo imaginan, que están locas.
Pero no lo están.
Están cansadas de viajar solas en un tren lleno de testigos ciegos.
Mi madre siempre decía que el feminismo no es cosa de mujeres: es cosa de justicia, de la que no se escribe en los códigos ni en las leyes. Y esa justicia, si no se defiende, también se disuelve entre reflejos.
Si has disfrutado del relato me puedes ayudar donando lo que tú creas que vale la historia.
Solo tienes que pulsar el botón de «Donar» y poner la cantidad que consideres correcta.
¡Gracias!
Alejandro.
«Donar» utiliza la plataforma PayPal.




Me ha encantado, me encanta como representa que el feminismo no es cosa solo de mujeres 👏
Es verdad, como mujer puedo decir que el acoso es permanente, en cualquier situación que el acosador se vea inmune.
Gracias, Alejandro. Lo que describes lo hemos vivido muchas y lo peor es la soledad que se siente rodeada de gente.
Me gusta como lo has narrado. Es una historia que se repite todos los días en muchas partes. Enhorabuena por lo magníficamente que lo has puesto en texto.
Gracias por tener la sensibilidad de ver estás cosas. Yo lo viví en varias ocasiones hasta que mi madre sabía por experiencia, me aconsejo que llevase un alfiler y! Funcionó!!! Gracias de nuevo. Me ha gustado como lo cuentas!!