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Coincidencias Inexplicables

En la vida, a veces nos encontramos con coincidencias inexplicables. Quisiera compartir algunas que me ocurrieron a principios de la década del 90, cuando trabajaba en Lotus Development, una multinacional de informática conocida por muchos. Probablemente recuerdes Lotus 123, una de las primeras hojas de cálculo que transformó a Lotus de una empresa emergente a una corporación global. Todo marchaba bien hasta que la competencia de Microsoft Excel y un lanzamiento fallido de Lotus 123 para Windows afectaron drásticamente su mercado. Sin embargo, Lotus no se quedó atrás y lanzó Lotus Notes, un producto innovador cuyas raíces se entrelazan con las de la web misma, ofreciendo un entorno documental seguro y avanzado. Aunque IBM eventualmente adquirió Lotus, Lotus Notes perdura, ahora conocido como HCL Domino.

 

Éire (Irlanda)

 

Mi viaje con Lotus comenzó en Dublín poco después de casarme con una mujer simpática, increíblemente hermosa, educada y que aparte de Español hablaba Inglés y Francés. En aquel entonces, la oficina de Irlanda era una de las más importantes en Europa ya que era allí donde se traducían los productos Lotus en casi todos los idiomas del mundo. Allí, desempeñé un papel crucial en el soporte de segundo nivel para varios productos de esta empresa norteamericana, asistiendo a técnicos que, a su vez, ayudaban a los clientes. Fue una época dorada, llena de amistades valiosas, y el futuro se presentaba lleno de infinitas posibilidades.

Tras aproximadamente dos años en Irlanda, conocida como la isla esmeralda de Europa, nos llegó una noticia inesperada en nuestro grupo técnico especializado, compuesto por solo ocho miembros: tendríamos un nuevo jefe de alto rango en la estructura jerárquica de la multinacional. Esto nos sorprendió, ¿por qué un grupo tan pequeño requeriría un directivo de tal nivel?

La explicación llegó en nuestra primera reunión con John McKenzie, un norteamericano de unos cuarenta años, con cabello marrón oscuro y de estatura alta, quien había viajado desde Estados Unidos específicamente para encontrarse con uno de los equipos más reducidos de Lotus Development en Irlanda. Reveló que había planes para expandir y centralizar la estructura de soporte, unificando todas las oficinas con personal técnico en París, lo que incluía nuestro equipo en Irlanda.

— ¿Significa esto que cerrarán nuestro equipo en Irlanda? — preguntó nuestro jefe de equipo.

— Lamento confirmarlo, pero sí. Sin embargo, debido a vuestro reconocido desempeño, os animo a considerar mudarse a París. La ciudad de las luces, con su exquisita gastronomía, vinos y encantos. Ofrezco un paquete económico adicional de mil libras, superior al estándar de la empresa —nos propuso John. Nadie mostró interés.

— ¿Solo mil libras? — pregunté, consciente que ese nombre que nos habíamos ganado dentro de la empresa era por nuestro trabajo, pero no solo el técnico, si no que también el conocer cómo funcionaban los diferentes departamentos de desarrollo y marketing de todo el grupo empresarial.

— De acuerdo, dos mil libras. No dispongo de ese presupuesto actualmente, pero una vez establecida la nueva estructura de soporte, podré otorgaros esa suma — prometió.

— Lo consideraremos — respondimos.

Aunque no lo dijimos explícitamente, era evidente que nadie estaba interesado en trasladarse a París. En aquel momento, Irlanda era el epicentro de la tecnología de punta en Europa, y las oportunidades laborales eran excepcionales para un equipo con nuestras habilidades.

Poco después, el gerente de Recursos Humanos nos convocó individualmente para presentarnos dos opciones: trasladarnos a Francia con un atractivo paquete económico o dejar la empresa, con la posibilidad de recibir cursos para mejorar nuestras habilidades en entrevistas de trabajo. Todos elegimos la segunda opción. Estos cursos resultaron ser valiosos a largo plazo, ayudándome en diversas situaciones, como en debates sobre ecología política o al explicar el sistema eléctrico español y el concepto de moneda social. Ya tenía asegurado un empleo en el nuevo equipo de soporte técnico de Creative Labs, especializado en multimedia para PC, cuando ocurrió algo inesperado.

Mientras discutía un problema técnico con Mercedes de Lotus España, recibí un email del nuevo gerente de Lotus Assistance France. Ofrecía un viaje a París para conocer la ciudad y el lugar de trabajo. Si decidíamos mudarnos a Francia tras la visita, la oferta económica sería aún más generosa. Aunque tenía una buena propuesta de Creative Labs, la idea de un viaje pagado a París era tentadora. Mi esposa y yo decidimos aceptar. Sabía que la renuencia del equipo a trasladarse a Francia era un problema para el gerente, que se enfrentaba a la falta de un equipo de soporte técnico de segundo nivel. Acepté la oferta, con la condición de que también cubriera el viaje de mi esposa y mi hijo de un año, a lo cual accedió sin dudar.

Mi única experiencia previa en París había sido breve, en ruta a Suiza, así que estaba emocionado por la visita. Mi esposa, que habla francés fluidamente, también estaba entusiasmada. Al llegar al aeropuerto Charles De Gaulle, fuimos recibidos por Claude, un taxista contratado por Lotus Francia, quien nos llevó a un pequeño hotel en Saint Quentin en Yvelines. Nos señaló la ubicación de los “magasins” cercanos, que Loreto aclaró que significaba tiendas, no revistas como yo pensaba. Al día siguiente, Claude me llevó a la oficina de Lotus Assistance France, donde Eduardo Fonseca, el gerente, me esperaba para mostrarme las instalaciones. Aunque mostré interés, sabía que no me quedaría, lo que me hizo sentir incómodo cuando esa noche Eduardo y su esposa argentina nos invitaron a cenar en su casa. La carne que prepararon fue extraordinaria, pero no lo suficiente para cambiar mi decisión, algo que le comuniqué. Él simplemente sugirió que disfrutara de la estancia y que le diera mi respuesta final desde Irlanda.

Al día siguiente, nos fuimos a comprar algo de comida para bebés, ya que la del hotel no era de nuestro gusto, ni del de nuestro hijo. Entramos en un Carrefour, uno de esos que aún abundan por todas partes, pero algo extraordinario sucedió cuando llegamos a la sección de frutas.

De repente, mi mujer se paró en seco, me miró y dijo:

— ¡La fruta huele! —

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Respiré hondo y, efectivamente, pude distinguir el aroma de las manzanas y los melocotones, mezclado con otros olores que me trajeron recuerdos de mi infancia en el otro extremo del mundo, donde las frutas también olían. No sé si alguna vez has comprado fruta en tiendas o supermercados de las islas británicas. Allí, la fruta apenas tiene olor y le falta sabor. Aparte de algunas manzanas, casi no tienen fruta propia, así que la importan de países tan lejanos como Chile o Sudáfrica. Esto implica que la recogen antes de madurar, y madura en el viaje, perdiendo gran parte de su sabor y todo su olor.
Cogí una manzana y la olí. En un instante, volví a ser un niño mordiendo una manzana de las que compraba mi abuela en Rancagua. Mi mujer y yo nos miramos y lo supimos: nos íbamos a vivir a Francia. No solo por nosotros, sino también porque la idea de que nuestro hijo pudiera crecer conociendo esa calidad de comida fresca nos convenció por completo. Al día siguiente se lo dije a Eduardo.

— jajaja, Sabía que algo así te pasaría. ¡Bienvenue en France! — me contestó.

La France

 

Dejar a mis amigos irlandeses fue triste, pero más aún fue despedirme de Irlanda, Éire [ˈeːɾʲə]. Irlanda, un país único que, como yo, combina un espíritu latino con una cultura celta/anglosajona. Pero Francia era una manzana por morder.
Lotus se encargó de la mudanza, contratando a una empresa especializada en traslados de personal diplomático y proporcionándonos billetes de primera clase para viajar desde Dublín a París. Una vez más, nos esperaba Claude, un personaje que con el tiempo llegaría a ser un buen conocido. Fue él quien me explicó la normativa de tráfico francesa, que establece ceder el paso a los vehículos que vienen por la derecha, incluyendo en las rotondas. Todo lo contrario a lo que se hace en Inglaterra, Irlanda y España. Mi ignorancia sobre estas normas me llevó a cruzar la rotonda del Arco de Triunfo a unos 60 o 70 kilómetros por hora, aterrorizando a los que entraban por la derecha. Era la única manera que encontraba para cruzar sin que nadie se metiera delante. Cuando Claude me lo explicó, entendí los gritos de pánico de mis compañeros de trabajo franceses cuando viajaban conmigo por París diciendo todo tipo de cosas en francés. Idioma que todavía no comprendía así que asumía que esos gritos estaban dirigidos a esos otros conductores parisinos mal educados y locos al volante.
El ambiente de trabajo en Francia era muy agradable. Estaba rodeado de jóvenes de dieciséis nacionalidades diferentes. Culturalmente, siempre me he sentido más cercano al norte, así que encajé muy bien con los belgas, daneses y suecos. No había británicos ni alemanes en nuestro equipo, ya que, debido al tamaño de sus mercados en Lotus, tenían sus propios equipos. Mi trabajo era específicamente dar soporte técnico de segundo nivel en una gama de productos, pero mi conocimiento profundo de la empresa y su tecnología pronto me llevó a asumir responsabilidades más allá de mi perfil técnico. Mis compañeros de trabajo y mi jefe directo, Javier, estaban encantados de que pudiera solucionar problemas de productos en idiomas como el francés o el español con solo una llamada a los jefes de equipo en Irlanda. Pero con el tiempo, comencé a ganar una reputación de tener más influencia en la empresa de la que un mero técnico debía tener. Todo esto comenzó de manera inesperada.

Unos cuatro meses después de haber llegado a Francia, unos amigos y excompañeros de trabajo en Irlanda anunciaron su boda. Aunque el sueldo no estaba mal y la ayuda económica para la mudanza a Francia había sido generosa, lo habíamos gastado casi todo amueblando nuestro apartamento de manera muy austera, solo con lo básico de Ikea. Así que no tenía suficiente dinero para viajar a Dublín, y en esa época, aunque Ryanair ya existía, no era la aerolínea de bajo coste de hoy en día. Los billetes de avión eran muy caros. Decidí hablar con Eduardo para ver si podía conseguir parte del dinero adicional que John McKenzie había prometido en Irlanda a quienes se trasladaran a París.

— No sé de qué me estás hablando. ¿Qué dinero?— me respondió Eduardo.
— Cuando estaba en el equipo de Dublín nos prometieron un dinero adicional a los que vinieramos a París.-— le contesté, algo sorprendido que no lo supiera.

— Lo siento, pero ya te dí un paquete de dinero muy bueno para que vinieras y es lo que aceptaste. No sé nada de un dinero adicional y no te voy a dar más.— me dijo muy serio.

Acepté su respuesta, pero algo en mí no quería dejarlo así. Al volver a mi mesa, llamé a mi antiguo jefe en Dublín, Brian, y le expliqué la situación.

— Sí sí. Recuerdo que lo dijo. ¿No lo has recibido?— me preguntó.

— No, no he recibido nada de eso y Eduardo me dice que ya me ha pagado todo lo que me ofreció.— le contesté.

— Cierto. No te preocupes ya se lo recuerdo a John. —

Le agradecí a Brian y le comenté que pasara por soporte si alguna vez visitaba Lotus en Francia. Sentí alivio al recordar lo del dinero, ya que no solo cubriría el viaje a Irlanda, sino que también me permitiría aprovechar mis días de vacaciones restantes. Después de unos días en Dublín, planeábamos ir a Bilbao para visitar a la familia de Loreto. Sabía que, aún siendo Lotus una empresa grande, recibir el dinero podría llevar su tiempo. ‘Las cosas de palacio van despacio’, como se dice. Estaba revisando mis correos cuando sonó el teléfono. Era Eduardo.

— Alejandro, ¿puedes venir un momento? — preguntó.

— Claro, ahora mismo voy — respondí, esperando que su mal humor hubiera pasado. Al llegar a su oficina, lo encontré escribiendo en su ordenador. Llamé a la puerta.

— Pasa — dijo Eduardo, con una expresión extraña. — No sé cómo lo has hecho, pero me acaba de llamar John McKenzie, que es el jefe de mi jefe y me ha dicho “Paga a Alejandro el equivalente a dos mil libras.” y me ha colgado. Pues nada, ya he pedido a Lucía que te haga la transferencia. Eso es todo.— Su tono reflejaba sorpresa, y esa expresión se mantenía en su rostro. Le iba a contestar que John había sido jefe de mi jefe temporalmente en Irlanda, pero una vocecilla en mi cabeza me dijo que no lo hiciera. Que me vendría bien que Eduardo, también jefe de mi jefe pensara que tenía contactos con directores allá arriba, en la estratosfera de la multinacional.

Semanas más tarde, estaba en Dublín con Loreto y Álvaro, disfrutando de la boda. Nos alojamos en casa de mi hermana. Aproveché para pasar por la oficina de Lotus y agradecer a Brian por su ayuda. Le conté sobre la llamada de John a Eduardo y me explicó que John estaba apurado por una reunión importante y decidió llamar a Eduardo antes de olvidarlo. Por eso había parecido brusco. Internamente sonreí, agradecido por cómo se habían alineado las cosas a mi favor, sin imaginar que el destino me tenía reservada otra sorpresa.

Decidí visitar a algunos compañeros de trabajo. Uno de ellos era el responsable de las impresoras. En Francia, nos enfrentábamos al desafío de que, aunque Windows ya estaba instalado en muchos PCs, aún había usuarios de MS-DOS. En la era de MS-DOS, cada aplicación requería sus propios controladores de impresora, a diferencia de Windows. Si algún cliente tenía problemas para imprimir con Lotus 123 en una impresora específica, no podíamos hacer pruebas por no tener tantos modelos diferentes.

Cuando fui a saludar a mi colega, le comenté nuestro problema en Francia y le pregunté si tenía algunas impresoras que pudiera prestarnos.

— Me alegro de que me preguntes — respondió. — Con la transición a Windows, ya no necesitamos estas impresoras para pruebas y tengo que deshacerme de ellas. — Miré los armarios llenos de impresoras modernas.

— ¿Y qué planeas hacer con ellas? — pregunté.

— No podemos venderlas ni regalarlas a empleados, pero sí a otros departamentos. Estoy consiguiendo presupuestos para desecharlas, lo cual es costoso por ser productos electrónicos. —

— ¿En serio? Mejor envíalas a Francia, las necesitamos para soporte a clientes de MS-DOS — sugerí.

— Buena idea. Voy a comparar presupuestos y si es más barato enviarlas que desecharlas, te las mando — dijo.

Al día siguiente, partí hacia España para continuar mis vacaciones, satisfecho con cómo se habían resuelto las cosas.

Regresé al trabajo dos semanas más tarde, bronceado y con ganas de seguir disfrutando de la vida en Francia. Mi lugar de trabajo era una especie de nave industrial a ras de suelo, rodeada de grandes ventanales en tres de sus lados y con un amplio espacio abierto. Cada puesto de trabajo era un cubículo con una o dos mesas, separados por paneles sólidos de metro y medio de altura que ofrecían cierta intimidad pero permitían ver y oír a todos. Los cubículos estaban agrupados, separados por pasillos que servían de caminos para moverse por la oficina.

Al entrar, saludé a algunos compañeros cerca de la entrada. Me devolvieron el saludo, pero con miradas de extrañeza. Continué hacia mi cubículo, notando la misma expresión sorprendida en más personas. Empecé a sospechar algo raro, quizás me habían despedido y nadie me había informado, cuando Jose, un chico francés de ascendencia de republicanos españoles, se me acercó y me dijo en español con acento francés:

— Bienvenido. No tienes ni idea del lío que has montado. —

— ¿Lío? No entiendo de qué hablas. — le respondí.

— ¿No te han contactado? ¿No te han dicho nada? —

— No, ¿pero qué ha pasado? — pregunté, cada vez más intrigado.

— No me extraña que no pudieran localizarte si te fuiste de vacaciones a algún pueblo perdido en los montes del País Vasco. —

Iba a corregirle que Bakio estaba en la costa, pero él me interrumpió:

— Ven, mira. — Me guió a través de la oficina hasta el otro extremo, donde antes había un espacio abierto cerca de los baños y la cafetería. Ahora, había una mesa con unas impresoras.

— Ah, veo que Paul ha podido enviar las impresoras. — dije, algo confundido al ver a un grupo de personas que nos rodeaba, esperando mi reacción. — Pensé que enviaría más. — La risa estalló entre ellos, seguida de comentarios en varios idiomas, ninguno español ni inglés.

— ¿Pero qué demonios ha pasado? — dije, ya cansado del misterio.

— Lo siento. — respondió Jose entre risas. — En su momento fue un problema, pero ahora es gracioso. — Procedió a contarme lo que había sucedido.

Pocos días después de mi partida de Irlanda, y sin yo saberlo, un mensajero llegó a Lotus Assistance France.

— Buenos días. Tengo una caja para Alejandro Ahumada. — dijo a la recepcionista, quien desconocía que yo estaba de vacaciones.

— ¿Alejandro Ahumada? — preguntó, sorprendida de que un técnico recibiera algo así.

— Sí, es de Lotus Ireland para Alejandro Ahumada de Lotus Assistance France. —

— ¿Sabe qué contiene? —

— Pone que es hardware. —

— Vale, un momento que llamo al encargado de redes y hardware. — Lucía fue a buscar a Patricio, un técnico de aspecto polinesio conocido por su buen humor.

— Hola, me han dicho que trae algo de Lotus Irlanda. ¿Puede dejarlo aquí en la entrada, por favor? — preguntó Patricio, pero el mensajero parecía confundido.

— No, no puedo. Es muy pesado y no cabe aquí. —

— ¿Cómo que no cabe? — Patricio estaba desconcertado.

— Sígame, por favor. — Fuera, en el parking, había un enorme camión con una caja de madera gigantesca.

— Esa es la caja para Alejandro Ahumada. —

— ¡Hostias! ¿Pero cómo vamos a meter eso dentro de la oficina?—

— No tengo ni idea, pero solo puedo esperar dos horas para descargar. — Patricio se dio cuenta del marrón que tenía entre manos.

— Putain! Merde! Mais quel bordel Alejandro a-t-il monté !?— exclamó Patricio en ese tono único que tienen los franceses de soltar tacos.

Y aquí fue donde empezó el espectáculo. Patricio no sabía como ostras podrían meter una caja de tres por tres metros y dos de altura en el edificio en menos de dos horas. El mensajero le aclaró que el camión tenía grúa, solucionando así la primera parte del misterio. Pero, ¿dónde la colocarían? Tras reflexionar, recordó que algunas ventanas de la oficina eran desmontables. Sin perder un segundo, llamó al responsable de mantenimiento del complejo de oficinas, quien confirmó su plan.

A toda velocidad, se enviaron operarios y, en una hora y media, una sección del edificio estaba desmontada. Los técnicos de soporte, cuyo espacio de trabajo estaba justo en esa área, tuvieron que trasladarse rápidamente, llevando sus PC y teléfonos, y seguramente recordándome en múltiples idiomas al ver la cola de llamadas de soporte crecer y crecer.

El camión se posicionó lo más cerca posible del edificio, y la grúa colocó la enorme caja junto a los baños. Esto generó un inconveniente inesperado: ahora, para llegar al baño o a la cafetería, había que dar un rodeo por el edificio. Mis compañeros de trabajo me tuvieron en mente durante días cada vez que querían tomar un café o ir al baño.

coincidencias inexplicables
— ¿Y dónde está esa enorme caja ahora? — pregunté a José.

—La hemos desmontado entre todos. Silvia, que es la más pequeña, se metió dentro y empezó a pasarnos las impresoras más ligeras. Cuando hubo más espacio, pudimos desmontar la caja. Nunca había visto tantas impresoras —me respondió.

—¿Y dónde están ahora?—

—Patricio compró estanterías y las colocó en el pasillo hacia la sala de servidores. Ve a ver, seguro que tiene algo que decirte — me contestó con una sonrisa.

Al acercarme a la sala de servidores, donde Patricio tenía su puesto, vi que el pasillo y la sala previa a las máquinas estaban llenos de estanterías metálicas con impresoras de todo tipo. Patricio, desde su oficina acristalada, me saludó con una sonrisa.

—¿Ya te han contado? —fue lo primero que me dijo.

—Sí, y lo siento. Se suponía que me debían avisar y nunca imaginé que serían tan rápidos ni que serían tantas impresoras.—

—Si hubieras estado aquí cuando llegaron, ¡te hubiera matado! Todos estábamos como locos, sin saber qué había dentro de la caja hasta que Silvia logró meterse. Imaginamos de todo, desde contrabando de Guinness hasta un coche — dijo riéndose.

—Lotus Ireland no hubiera enviado nada de eso —le dije, algo herido pero serio.

—¡Jajaja! Era una broma. Por eso dejé que desmontaran las ventanas y lo metieran. Nos has solucionado muchos problemas con esas impresoras. Fue una idea genial —me aseguró.

Sonriendo, le dije: —Me alegro. Venga, te invito a un café.—

—No, gracias, acabo de tomar uno. Eduardo me ha dicho que te diga que te está buscando en cuanto te vea.—

«Mierda», pensé, mientras respondía: —Gracias, ahora voy a verle.—

Fui a la oficina de Eduardo y toqué la puerta.

—¡Hombre! Has vuelto. ¿Qué tal las vacaciones? — me preguntó.

—Bien, y lamento el lío de las impresoras — respondí.

—OK, pero voy al grano. ¿Cuánto tengo que pagar por esto?—

—Nada —le dije—. Es un regalo de Lotus Ireland.

—¿Un regalo? — dijo, con una expresión de incredulidad.

—¿Tienes buenos amigos en la empresa, no? —me preguntó. Me di cuenta de que era mejor no dar mucha información y respondí:

—Más que amigos, conozco bien a mis contactos.—

—Vale, bienvenido de vuelta. Ahora, por favor, ponte a trabajar en las cosas por las cuales te pago.—

Esa no fue la última sorpresa que di a Eduardo.»

Singapura (Singapur)

 

Ya llevaba un año trabajando en Francia cuando me enteré de que el equipo de John McKenzie, el principal responsable de soporte a nivel mundial, había decidido que nuestro departamento debía obtener la Certificación ISO9002. Esto era esencial para asegurar a los clientes la calidad de nuestra metodología de trabajo. Gracias a mi conocimiento de la empresa y mis contactos en oficinas de todo el mundo, fui la elección obvia para Eduardo cuando le pidieron nombres para liderar la creación de la documentación de todos los procedimientos vigentes en nuestro día a día en el departamento de Soporte. El equipo internacional estaba liderado por Mary Dickinson de Lotus USA, una americana con amplia experiencia en gestión y un talento excepcional para el trato humano.

De manera inesperada, me vi convertido en una especie de director o jefe de equipo, aunque con el salario de un técnico básico. Mi tarea era coordinar a personas de distintos grupos de soporte para documentar sus procedimientos diarios. Aunque resultaba más ameno que dar soporte al software de Lotus, ya demasiado familiar para mí, no fue sencillo persuadir a los gerentes de cada equipo para que destinaran parte de su personal al proyecto. Necesitábamos su colaboración unas cuatro horas semanales, lo que implicaba cuatro horas menos en sus tareas habituales. Esto no fue bien recibido por los gerentes, ya que tenían que compensar de alguna manera la ausencia de esos “recursos”. Al principio se resistieron, pero sus quejas a Eduardo duraron poco, ya que les explicó que era un proyecto de dirección superior y que el responsable en Francia era yo.

Todo funcionó a la perfección. Establecimos un procedimiento para gestionar la documentación creada y manteníamos reuniones online semanales con el resto de equipos de EE. UU., Reino Unido, Alemania, EMEA y debíamos incluir también a Singapur, centro del soporte en Asia. Fue gratificante ver cómo algunos de los seleccionados, acostumbrados solo a interactuar con clientes, descubrían facetas desconocidas de la empresa. Recuerdo especialmente a Matthijs, un serio y eficiente holandés, ex capitán de tanques, cuya participación en el proyecto fue clave para su posterior ascenso a gerente en IBM.

Tras varios meses de trabajo, tuve la primera reunión presencial con todos los gerentes de equipo del mundo en Boston. Conocer esa ciudad fue una experiencia muy enriquecedora para mí. Lo primero fue descubrir a personas completamente normales, luchando cada día para salir adelante y cuidar de sus familias, sin interés alguno en destruir proyectos políticos utópicos como el de Allende en Chile. De todos los que conocí, nadie sabía quién era Allende y algunos ni siquiera ubicaban Chile. —Al sur de México,— me decían. Además y esto fue algo inesperado, la cultura latina era algo común para ellos. En un país angloparlante, por primera vez sentí que mi nombre no era un enigma.

Las reuniones laborales me resultaron muy útiles para aprender a gestionar equipos y también para hablar en público. Lo único decepcionante fue descubrir que el famoso estándar de calidad ISO solo exigía que los procesos de trabajo estuvieran documentados, no necesariamente que fueran de calidad. Pero participar en ello me permitió conocer Boston y su ciudad hermana, Cambridge, al otro lado del río Charles, donde pude visitar el M.I.T. y colarme en Harvard University.

Poco antes de regresar a Francia, Mary, la responsable del proyecto, se acercó a hablar conmigo.

—¿Qué tal todo? —me preguntó.

—Bien. Estoy aprendiendo mucho y Cambridge y Boston me han gustado más de lo que esperaba, —le contesté, esperando la típica pregunta de “¿Qué esperabas encontrar?”, pero Mary me sorprendió con otra pregunta.

—Has trabajado con el equipo de soporte en Singapur, ¿verdad?

—Sí. Estuve allí dos semanas cuando trabajaba en Irlanda, enseñando a dar soporte a Lotus Agenda, —le respondí, intuyendo que la conversación iba más allá de lo social.

—¿Conociste a Mei Ling, la jefa de soporte?

—Sí. Participé en varias reuniones con ella y en dos comidas de empresa. Además, tuvimos una charla muy interesante sobre cómo se lleva el soporte allí y cómo se hace en Europa, —le respondí.

Me miró unos segundos y luego dijo:

—Voy a contarte un problema que tenemos y que nadie ha logrado solucionar. Que se quede entre nosotros, por favor.

La organización de los grupos para crear los procedimientos ISO ha ido muy bien en Europa, como tú mismo has visto, pero de Asia no sabemos nada. He escrito y hablado con Mei Ling, la gerente de soporte de Singapur, pero me ha dicho claramente que ella no puede hacer nada. Es una decisión de su jefe, el Sr. Koh, que también es el CEO para todo Asia, y al parecer no considera importante dejar de trabajar para generar la documentación. No es trabajo de soporte.

Incluso le pedí a John McKenzie, CEO de todo el soporte internacional, que hablara con él, pero sin éxito. No hemos tenido respuesta de Singapur.

Me sorprendió que me lo contara, hasta que recordé que en este proyecto yo tenía nivel de jefe del equipo de Francia.

—Vale. Hablaré con Mei Ling para ver qué se puede hacer, —le dije, pensando que me estaba metiendo en un gran lío.

—Cualquier ayuda será bienvenida. Asia no puede quedarse fuera de los procedimientos de soporte internacional, —me contestó.

Unos días más tarde, ya de vuelta en Francia, contacté por email con Mei Ling. Fuí muy formal, le pregunté por compañeros de trabajo que literalmente me cuidaron y me mostraron la ciudad estado cuando estuve allí y le expliqué que la documentación era un proceso importante y que Lotus Asia no se podía quedar fuera. La contestación al día siguiente era lo que ya me esperaba. Que lo sentía mucho, pero ella no podía hacer nada. Estaba fuera de sus manos. Era el jefe de su jefe quien debía aprobar el poner recursos en el proyecto y a él no le parecía importante. Le sugerí enviar otro correo al Sr. Koh incluyéndome en CC (copia carbón), de manera que yo también pudiera estar al tanto de la conversación y aportar mi punto de vista. De esta forma, empecé a idear un plan en mi mente.

Una semana más tarde, recibí un correo interno de Mei Ling. El correo estaba dirigido al Sr. Koh con mi nombre en CC. Ling insistía en que Lotus Support Asia debía participar en los procedimientos que se estaban estableciendo. Pedía permiso y recursos para integrar a alguien en los equipos de trabajo. Al día siguiente, lo primero que hice al llegar a la oficina fue revisar la cola de incidencias técnicas asignadas a mí y después abrí mi correo. Tenía un email en la bandeja de entrada con la respuesta del Sr. Koh a Ling, que básicamente repetía que las prioridades de soporte en Asia eran otras. Que asignar recursos a temas internos era secundario frente al trato con los clientes y que, en esos momentos, no había recursos para todo, por lo que los clientes eran la prioridad y los proyectos internos no.

Me levanté de mi sitio y bajé a la planta baja a buscar un café. El área de la cafetería, donde comíamos lo que traíamos de casa, estaba vacía en horario laboral. Me preparé un café y me senté en una de las mesas, pensando cómo responder al correo. La contestación debía ser la combinación perfecta de cortesía, firmeza y apoyo. Sabía la importancia de esto, ya que durante mi curso allí me di cuenta de lo formales y respetuosos que eran con las jerarquías de la empresa. No me costó adaptarme, ya que de niño viví en un país donde se trataba a los mayores siempre de “usted” y con mucho respeto, y en Singapur el trato hacia los jefes era muy similar.

Regresé a mi puesto y respondí al correo del Sr. Koh. Un mensaje decisivo y firme, indicando que no participar en la organización internacional de soporte no era una opción. Que afectaría negativamente el trabajo del equipo de Asia en el futuro. Que soporte internacional debía ser un gran equipo de apoyo mutuo y Singapur debía ser parte de ese equipo. Todo esto con un inglés asertivo, pero muy educado. Revisé el correo varias veces y después lo envié con copia a Mei Ling. Esperaba no haberme equivocado en el tono.

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Unos días después, recuerdo que era viernes, al llegar por la mañana y abrir mi correo, vi uno del Sr. Koh. Respiré profundamente tres veces, ya que estaba nervioso y quería leer el mensaje con calma. Sabía perfectamente que si el Sr. Koh se enteraba de que yo, a pesar de tener cierta responsabilidad en el grupo de trabajo de la ISO, en la jerarquía de Lotus Francia no era nadie y alguien de mi nivel simplemente no podía usar el tono que había empleado y fácilmente podría quedarme sin trabajo.
Para relajarme un poco antes de hacer doble clic en el mensaje, me concentré en el momento presente. Escuché cómo Derek, mi compañero de equipo, ayudaba a alguien por teléfono en francés entre el ruido de múltiples personas hablando entre ellas o por teléfono dando soporte técnico en diferentes idiomas, que era el sonido típico de nuestra oficina. Miré por la ventana y observé un pequeño pájaro que se colaba entre la hilera de árboles que bordeaban esa parte del edificio. En ese momento de tranquilidad, pulsé sobre el mensaje y lo leí. El Sr. Koh estaba de acuerdo conmigo y dispuesto a proporcionar los recursos necesarios para que el equipo de soporte de Singapur participara en los equipos de trabajo. Leí el mensaje varias veces, casi sin creer que había logrado algo que ni los directivos de Estados Unidos habían conseguido. Al cerrar el correo, vi que unas líneas más abajo tenía otro sin leer de Mei Ling. Me expresaba un profundo agradecimiento por mi apoyo, ya que ahora podrían participar en los equipos internacionales.

London

 

Casi dos meses después, una tarde, Lucía se acercó y me dijo que había recibido un correo en el que solicitaban mi participación en una reunión en Londres de todo el equipo encargado de la certificación ISO. Que si estaba de acuerdo. La reunión sería en tres semanas. Yo, que nunca perdía la oportunidad de un viaje pagado, le respondí que sí, claro. Además del viaje en sí, siempre aprendía algo en estas reuniones. Unos días después, me pasó los billetes y los datos de la reserva del hotel y me dijo que me había enviado un email con toda la información de la reunión. Miré el billete por encima y vi que el vuelo salía como a las cinco de la tarde y, según recordaba, todos los aviones a Londres a esa hora salían de Orly, que estaba bastante más cerca de casa que el aeropuerto Charles de Gaulle. Calculé a ojo la hora en que debía salir de casa y miré el correo electrónico de Lucía. Venía de la jefa de proyecto en Estados Unidos y los temas eran más de organización que de trabajo, pero lo que me llamó la atención fue que la reunión empezaba una hora después de la hora de aterrizaje del avión. Tenía garantizado llegar tarde, ya que desde Heathrow al centro de Londres, con suerte, era una hora, pero no me importaba. Iría directo y, al no ser alguien imprescindible en la reunión, daba igual si llegaba algo tarde.

El día del viaje llegó y Claude, el taxista de la empresa, vino a casa a buscarme. Yo estaba seguro de que el vuelo salía de Orly, que estaba más o menos cerca de donde vivía, pero cuando le pasé el billete a Claude, porque le pareció extraña la hora de despegue del vuelo, me dijo:

—Alejandro, pero este billete no es para Orly, es para Charles de Gaulle, que está muchísimo más lejos.

Le pregunté si podíamos llegar, y me dijo que lo dudaba, que podíamos salir muy rápido, pero que llegaríamos muy, muy justo.

Salimos a toda velocidad hacia Charles de Gaulle, corriendo por la A86 casi rompiendo el límite de velocidad, y saltando de carril en carril en “le Périph “de París, en dirección al aeropuerto. Cuando llegué, casi salté del taxi y corrí por el aeropuerto hasta finalmente encontrar el check-in, donde una azafata ya estaba guardando las cosas. Me acerqué y le pregunté si ese era el vuelo que salía hacia Londres. Me dijo que sí, pero que ya el embarque estaba cerrado. En ese momento pensé: «Vaya, esto es típico de mí, siempre pierdo los vuelos.» No sabía qué hacer para coger otro vuelo, ya que este había sido organizado por la empresa. La azafata entonces me miró y me dijo:

—A ver, por favor, pásame su billete.

Se lo pasé, ella lo miró, lo leyó varias veces, y me dijo:

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—Espere aquí, por favor.

 

Salió caminando rápido en dirección a unas puertas que cruzó.

 

Esta reacción de la azafata me pareció muy extraña. Pensé: «Esto puede ser bueno o malo. Pero malo no creo, porque si lo fuera, ella simplemente me habría dicho ‘Lo siento, está demasiado tarde, el vuelo está cerrado y no puede embarcar’.» El que se fuera casi sin decirme nada me llamó mucho la atención. Ya estaba pensando en que tendría que volver a casa cuando ella volvió y me dijo:

—Señor, por favor, sígame.

La seguí cruzando esas puertas y bajando unas escaleras que obviamente no eran para uso del público, sino que parecía algo para trabajadores del aeropuerto. Llegamos a una parte inferior donde nuevamente me dijo:

—Espere aquí, por favor.

El área estaba pintada toda de gris, pocos asientos, una cristalera que daba a la parte exterior del aeropuerto, algunos aviones esperando, y no había nadie más. Un poco sorprendido por lo que estaba pasando, esperé. Entonces vi a la azafata volver con un policía. Ahí nuevamente pensé: «¿Esto es bueno o es malo? Si viene un policía, seguramente es malo. ¿Pero por qué, si no he hecho nada?» Me llamó mucho la atención ver a este policía que se acercaba y me pidió mi pasaporte. Yo en esa época tenía un pasaporte de refugiado de las Naciones Unidas y se lo pasé. Lo miró extrañado y me dijo:

—Pero con este pasaporte usted necesita visa para entrar en el Reino Unido.

Le expliqué:

—Pues realmente no, porque si mira la tapa, verá que dice United Kingdom of Great Britain and Northern Ireland, por lo cual es un pasaporte de viaje para refugiados, pero emitido por el Reino Unido y ellos sí me dejan pasar porque es su documento.

Volvió a mirar y me dijo:

—Bien, vale. ¿Tiene usted algo que declarar en su equipaje?

Su pregunta me desconcertó: «¿Por qué le importaría eso a un policía?» pensé, pero mantuve la calma y respondí con expresión neutra:

—No, no tengo nada para declarar.

Tras mi respuesta, el oficial selló mi pasaporte. Me di cuenta de que no solo era un policía, sino también un oficial de inmigración. La situación me dejó perplejo. ¿Cómo era posible que la azafata haya logrado que un oficial de inmigración saliera de donde sea que estaba y viniera a esta sala gris y afuera todo de noche solo para sellar mi pasaporte? Nunca, jamás me había ocurrido una cosa así. Yo, para pasar por inmigración, tenía que hacer la cola como todo el mundo de fuera de Europa y, como todo el mundo, me sellaban el pasaporte con las preguntas desagradables de turno y sin sonreír o mirarme. Esto era rarísimo y para nada normal. El policía me devolvió el pasaporte y se fue. En ese momento la azafata me dijo:

—Espere aquí por favor.

Se fue por otra puerta. Yo nuevamente me quedé allí en esa habitación gris iluminada, viendo por fuera los aviones ya de noche, iluminados por los focos de luz del aeropuerto. No sabía qué pensar, no sabía qué hacer. Pero entre lo que estaba ocurriendo, entre bueno o malo, estaba claro que era más bueno que malo. De repente, oí una bocina ronca, como la de un camión, pitando. Pensé que, bueno, eran ruidos normales del aeropuerto. Pero, de nuevo, sentí el ruido de la bocina. Miré por la cristalera hacia afuera y vi a la azafata que me había estado ayudando, montada en un camión, haciéndome señas para que subiera. Yo, más extrañado todavía, abrí la puerta y salí corriendo hacia el camión. Me subí y la azafata, con una sonrisa profesional, me dijo:

— Por favor, póngase el cinturón de seguridad.

Me lo ajusté, y ella comenzó a conducir el camión del aeropuerto con rapidez y destreza, recorriendo pequeños caminos entre aviones y maletas por detrás del edificio del Charles de Gaulle. Nos estábamos alejando de la terminal, todo estaba oscuro, solo las luces del aeropuerto iluminaban. A lo lejos, vi un pequeño avión con las luces encendidas y una puerta abierta. De repente, me di cuenta de que íbamos hacia ese avión, el que debía tomar yo, y que me estaba esperando en la pista de despegue. ¿Pero, cómo era posible eso? Que un avión se detuviera justo antes de despegar para esperar a alguien, abrir la puerta y quedarse ahí en medio de la pista esperando. No me lo podía creer, hasta dudaba de la legalidad de lo que estaba pasando.

Me bajé del camión y empecé a correr hacia el avión, pero entonces recordé el esfuerzo de la azafata para que yo llegara a tiempo. Me vino a la mente la tableta de Toblerone que tenía en el bolsillo de la chaqueta, así que me detuve, me giré y corrí hacia ella. Me miró con cara de pánico, como diciendo: «¡Por favor, va en la dirección opuesta!». Sin embargo, saqué el chocolate y se lo di, diciéndole «thank you» y «merci». Luego, corrí de nuevo hacia el avión, donde un hombre me hacía señas para que me apresurara. Subí a toda velocidad por la escalerilla, y él cerró la puerta rápidamente, diciéndome:

—Siéntese allí, por favor, y póngase el cinturón.

Cogí mi pequeño bolso de viaje, me senté, y todavía no tenía puesto el cinturón de seguridad cuando el avión ya estaba corriendo por la pista de despegue. No podía creer lo que me estaba pasando. Y allí estaba, volando en dirección a Londres en un pequeño avión de lujo rodeado de gente VIP. En ese momento pensé que, al llegar a Heathrow, de todas maneras, llegaría tarde al hotel para el evento, pero ya el viaje en si estaba siendo muy entretenido.

coincidencias inexplicables
El avión no tardó en llegar a Londres, y desde la ventanilla pude ver la ciudad, cosa extraña cuando se va a Heathrow. Pensé que tenía suerte porque, aunque en otros vuelos, a veces el avión pasaba por encima de Londres, es algo muy raro. Pero esta vez, el avión empezó a descender cada vez más, y de repente los edificios estaban tan cerca que me sorprendí. ‘¿Y este avión? ¿A dónde va?’ pensé. Para mi asombro, aterrizamos en medio de la ciudad.

Aunque había vivido en Inglaterra muchos años, no sabía que existía un aeropuerto allí. Pero cada cual vive en su propia realidad. A pesar de mis estudios e ingresos actuales, cuando vivía en Inglaterra, lo hacía en Nottingham, en barrios de clase obrera. Allí no conoces a gente que viaja desde el London City Airport; ni siquiera sabía de su existencia. Bajé del avión y caminé junto al resto de pasajeros hacia un edificio pequeño en comparación con los otros aeropuertos londinenses. Crucé unas salas y, de pronto, me encontré en la calle, al lado de la parada de taxis. Miré alrededor, por si algún policía de inmigración me seguía para pedir mi pasaporte, pero no había nadie. Al parecer, los ricos pueden viajar sin control de aduana o inmigración. Subí a un taxi y decidí ir directamente a la reunión. Pensaba que el viaje sería de al menos 20 minutos, pero en cinco minutos ya estaba a las puertas del hotel en el centro de Londres donde se celebraba la reunión.

—¡Cinco minutos! —pensé—, ¿pero ese aeropuerto dónde está?

Pregunta que dejé para otro momento porque ya estaba en la planta de la reunión.

Dejé mi maleta y abrigo en una pequeña recepción y entré. Vi algunas caras conocidas como el director del departamento de soporte de Inglaterra, pero a casi nadie de las personas con las que solía tratar en reuniones internacionales de trabajo. Me extrañó un poco ver tan pocas caras familiares y empecé a sospechar que esta no era una reunión de trabajo común. Mis sospechas se confirmaron al entrar en una sala donde unos camareros ofrecían bebidas y vi a John McKenzie, el jefe máximo de todo soporte internacional de EMEA. Él no estaría en una reunión de trabajo ordinaria. Decidí tener cuidado con quien hablaba y qué decía. La confirmación llegó cuando vi que John, con quien había trabajado en Irlanda antes de ser un superjefe, estaba sentado junto a Mark Steven, el jefe de todo soporte a nivel mundial. Había conocido a Mark hace poco cuando visitó la oficina de soporte en París. Mi jefe directo organizó un grupo de angloparlantes para mostrarle la ciudad. Solo fuimos unas cinco personas y todo estaba yendo muy sobrio y formal hasta que, después de visitar la Basílica del Sacré-Cœur, paramos a comer en una terraza en una plaza de Montmartre. A mitad de la comida, en menos de cinco minutos, el cielo se nubló y empezó a llover torrencialmente. Los franceses, conocedores de su clima, se levantaron rápidamente y se refugiaron dentro del restaurante. Nos quedamos Mark, mi jefe Javier y yo, confiados en que unas gotas no estropearían una excelente comida y vino. Después de diez minutos, la comida y el vino estaban pasados por agua y nosotros empapados. La lluvia ganó.

—Alejandro —oí que alguien me llamaba. Era Mark, norteamericano, exfuerza aérea, de aspecto fuerte y afroamericano. Le saludé con la mano.

—Ven, acércate —me dijo en inglés. Me acerqué y les di la mano con una sonrisa, aún preguntándome en qué lío me había metido.

—Estaba justo contando a John lo de nuestra comida pasada por agua en Montmartre cuando entraste tú.— me dijo en tono simpático y siguió  —Vaya casualidad. Le dije a John: ese es Alejandro, con quien nos empapamos, y resulta que habéis trabajado juntos en Irlanda —.

A pesar de no saber por qué estaba yo en una reunión de altas esferas de la multinacional, decidí aceptar la situación como normal. Sin embargo, pedí una Coca-Cola en lugar de una cerveza al camarero cuando me preguntó. No es buena idea mezclar el alcohol con altos directivos cuando uno es un currela normal.

Estábamos allí los tres riendo y contando anécdotas cuando entró Eduardo, sonriendo mientras saludaba a alguien.

—Aquí viene tu jefe —me dijo John y le hizo señas con la mano para que nos viera. Eduardo iba a saludarlo cuando me vio a mí. Le cambió la cara a una que no mostraba mucha simpatía. Lo comprendí: ahí estaba el pesado de Alejandro, que casi hacía lo que le daba la gana, sentado con los dos cargos más altos de toda la reunión.

—Creo que es buena idea que os deje. Iré a preguntar si tienen cerveza tipo “Mild” para beber. Debo aprovechar que estoy en casa —les dije a Mark y John. Los dos, que habían notado claramente el cambio de actitud de Eduardo, estuvieron de acuerdo.
Saludé a Eduardo con la cabeza y, casi saliendo de la sala, oí a John llamándolo. Una Coca-Cola no era suficiente, así que me acerqué al bar a pedir una cerveza tipo “Mild”. El barman no tenía ni idea de lo que hablaba.

—¿Eres del norte? —me preguntó otro camarero. Le contesté que sí.

—Eso lo bebía mi abuelo. Aquí ya no existe. Como máximo te puedo ofrecer una “Bitter”, pero si has preguntado por una “Mild”, lo más probable es que te guste más una “Stout” —me dijo.

—¿Cuáles tienes? —le pregunté. Me mencionó unas cuantas que no conocía, excepto Guinness. Así que opté por esa morena irlandesa.

El camarero me la dejó en la barra y estaba esperando que la Guinness se asentara bien, cuando alguien me llamó. Yo ya no sabía qué esperar. Me giré y allí estaba Mei Ling.

—¡Qué bien que has podido venir! No sabía si te dejarían atender esta reunión, así que para asegurarme de que vinieras, la oficina de Singapur ha pagado todos tus gastos.

Por fin empecé a comprender lo que estaba pasando.

—¿Por qué has hecho eso? Un simple correo con copia a Javier hubiera valido.

—Es el cierre del proyecto ISO y tú y yo sabemos que puedo estar aquí gracias a ti. Quería agradecértelo en persona. Lo diré a todos los demás cuando me toque hablar como representante de APAC del gran trabajo que hiciste.

Al decirme esto me acordé de que Eduardo no tenía ni idea de nada de esto. Cosa que Mei Ling, siendo tan formal y jerárquica, no se imaginaría en la vida. Se lo expliqué rápidamente y le pedí que, por favor, en el agradecimiento mencionara a Eduardo. No quería tener problemas con él, que seguía siendo mi jefe. Mei Ling rápidamente se dio cuenta de la situación y me aseguró que lo haría.

Ahora comprendía el vuelo para altos ejecutivos y el perfil de las personas que estaban en esa reunión. Ni Eduardo ni John me habrían invitado nunca a rozarme con esos perfiles y menos pagar un vuelo de lujo. Mientras bebía mi Guinness, me preguntaba cuánto habría pagado Singapur por aquel billete que logró que el avión me esperara en la pista de despegue y que un policía de inmigración viniera solo para sellar mi pasaporte. Seguramente muchos meses de mi sueldo.

 

coincidencias inexplicables
La reunión resultó ser sumamente informal, marcando un cierre agradable para un proyecto que se había extendido casi dos años. La primera en hablar fue la jefa de proyecto, Mary Dickinson, que junto a su pequeño equipo, había cruzado desde Estados Unidos. Luego fue el turno de Mark y John, quienes expresaron su agradecimiento por el trabajo bien realizado, seguido de Mei Ling, representando a APAC. Describió lo logrado, destacando la comunicación y coordinación con el resto de los equipos y el escaso tiempo que tuvieron para ello. En su discurso, me señaló como el artífice de que Lotus APAC pudiera integrarse al proyecto, agradeciendo de inmediato a Eduardo por permitirme colaborar con Lotus Singapur y APAC. Subrayó que sin la decisión de Eduardo, ella no estaría allí. Por un momento, Eduardo me lanzó una mirada, pero esta vez mucho más relajada. Mei Ling había dado en el clavo con sus palabras.
La reunión terminó relativamente temprano y cada uno se dispersó hacia su respectivo hotel. El mío, como ya imaginaba, era un establecimiento de cinco estrellas en el centro de Londres. No observé a ningún otro compañero de la empresa alojado en el mismo lugar. Decidí guardar silencio sobre este detalle al volver a París, no fuera caso que Eduardo se hubiese tenido que conformar con un alojamiento de menor categoría.

Al día siguiente, durante el desayuno, vi que parte del equipo de Estados Unidos también se hospedaba en mi hotel, así que me acerqué a saludarlos. Esperaba preguntas sobre mi papel en la incorporación de APAC, pero Mary Dickinson ya les había contado todo y me trataron como a un alto ejecutivo de la empresa. Al finalizar el desayuno, la responsable de logística se me acercó y me comentó que viajaría a París con ellos en tren. Ya me estaba imaginando viéndoles con mareos y náuseas en el ferry entre Dover y Calais, cuando me aclaró que viajaríamos en el Eurostar. Claramente, el trato VIP aún no había terminado.

Nos dirigimos a media mañana hacia la estación de Waterloo. El vagón era de primera clase y no tuvimos que pasar por ningún control de pasaportes o aduanas. Casi ni me di cuenta de cuándo cruzamos por debajo del Canal de la Mancha. Solicité una Guinness a la azafata y, mientras viajaba a unos 300 km/h rumbo a París, reflexioné sobre lo agradable que resultaba ese estilo de vida: cruzar fronteras a todo lujo, sin filas ni apenas controles de pasaportes. Especialmente para mí, que con mi documento de viaje de la ONU —que incluía un texto diciendo «Válido para todos los países excepto Chile»—, usualmente era tratado en las aduanas del mundo como un ciudadano de tercera categoría. Este viaje había sido revelador: había vislumbrado la vida VIP y, sin duda, me había gustado mucho.

Epílogo

Reflexionando ahora, casi treinta años después, aún resuenan en mi memoria aquellos días lujosos, un recuerdo cálido de un tiempo distante, tan diferente y distante como el estilo de vida de aquellas personas con las que tuve el privilegio de cruzarme. Eran individuos de un estrato que parecía jugar bajo reglas propias, envueltos en una esfera de privilegios que el común de los mortales apenas podía imaginar. A menudo me pregunto sobre el impacto de tales vidas en el tejido de nuestro planeta; vidas que por su naturaleza consumen más recursos en un día de lo que muchos podrían en un año.

La ironía no escapa a mi reflexión ecologista: aquellos que tienen el poder de cambiar el curso de nuestra crisis climática son también quienes más contribuyen a ella por el mero hecho de mantener un estilo de vida que muchos considerarían insostenible. En esos días de viajes rápidos y fronteras que se desvanecían con la misma facilidad que una cerveza se asentaba en mi vaso, la pregunta de si tales individuos alguna vez renunciarían a ese modo de vida parecía retórica. Y sin embargo, aun sabiendo lo perjudicial que podría ser, reconozco que renunciar a ese espejismo de facilidad y comodidad no es tarea sencilla, ni siquiera para alguien consciente de sus implicaciones.

coincidencias inexplicables
Volando por encima de los demás
¿Lo harías tú? ¿Cambiarías de vida si de repente te encontraras navegando en esas aguas de privilegio, ajenas a las preocupaciones cotidianas de la mayoría? A veces, al mirar atrás, esos recuerdos sirven no solo para evocar la nostalgia de días más simples y grandiosos, sino también para cuestionar lo profundo de nuestras convicciones cuando se contrastan con la tentación de una vida sin restricciones. Una reflexión, al fin y al cabo, sobre lo humano de nuestras elecciones y el mundo que estamos dejando a las generaciones futuras.
Supongo que alguno se preguntará por qué no seguí en Lotus Assistance France, cuando cada cosa que hacía en algún momento encajaba a la perfección semanas o meses más tarde, para crear una imagen de poder y control dentro de la empresa. Sé que en unos pocos años podría fácilmente haber sido uno de los jefes y años más tarde haber estado en el grupo de directivos con una vida cómoda y segura. Pero casi un año más tarde ocurrió algo que no pude ignorar.

Caminando un sábado por la tarde por un bosque al lado de Bois-d’Arcy, mientras mi hijo de apenas dos años tiraba piedras en un arroyo, me preocupaba por su salud, ya que la contaminación del aire alrededor de París en esa época era bestial. Decidí entonces observar mi vida en el futuro, algo que hacían sin mucha dificultad las Machis de mi familia y que yo también había heredado. Una Machi, en la cultura Mapuche de Chile, actúa como bruja o chamán, sanadora y líder espiritual, capaz de ver más allá de lo evidente y de influir en el curso de la vida de su comunidad.

En ese momento, bajo la sombra de los árboles, tuve una visión. Vi el flujo del tiempo en mi vida, un río que se bifurcaba en múltiples direcciones. Podía ver cómo mis decisiones no solo afectaban mi camino, sino también el de mi hijo. Vi claramente que, si continuaba por la senda que había elegido, mi hijo se desvanecería de mi vida. No vi lo que le pasaría, pero su ausencia en mis visiones futuras me llenó de una profunda inquietud. Dos meses más tarde, íbamos de camino a Bilbao. Había dejado ese trabajo y había encontrado otro en una pequeña empresa.

La decisión de dejar Lotus y optar por un camino más modesto en España no se tomó a la ligera, sino que fue guiada por una visión clara de lo que realmente importaba para mí. Este cambio hacia Bilbao y la nueva dirección de mi vida profesional se debieron a que pude ver con claridad el efecto que mis decisiones tenían en mi familia y en el mundo. Esos años navegando en las turbulentas aguas del mundo empresarial me enseñaron que a veces es necesario sacrificar la comodidad material por algo más profundo y duradero. Mi viaje a través de estas experiencias me ofreció no solo una visión más amplia del mundo, sino también una comprensión más íntima de lo que realmente significa vivir en armonía con nuestros valores.

Comentarios
Vuestras opiniones son muy importantes para mi y me ayudan a seguir escribiendo.

1 Comentario

  1. Ximena Ahumada Ávila

    Totalmente de acuerdo contigo. La mejor vida es la que está en consonancia con nuestros valores éticos.

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Alejandro Ahumada Escritor, podcaster y Administrador de sistemas informáticos
Alejandro Ahumada ha navegado su vida entre cambios y constancias, desde los cerros de Valparaíso hasta los valles de Cantabria. Tras la caída de Salvador Allende, que desencadenó una brutal persecución política contra personas como los padres de Alejandro, este se exilió con su madre a los trece años, encontrando refugio en el Reino Unido. Su travesía incluye Escocia, Nottingham, Dublín, Francia y Euskadi, hasta asentarse en Cantabria con su esposa, sus hijos y su gata, Déjà Vu. Ingeniero informático de profesión, Alejandro equilibra la lógica con la creatividad. Como escritor de relatos de fantasía y ciencia ficción, sus historias han sido descritas como "Realismo Mágico Personal". Inspirado por autores como Neil Gaiman, Isabel Allende, Terry Pratchett y Ursula K. Le Guin, su escritura convierte la vida en un lienzo mágico, donde cada experiencia revela la magia oculta en lo cotidiano.