Un perro llamado Tigre
De pequeño, en casa las mascotas siempre fueron gatos. Principalmente porque mi hermana mayor siempre estaba encontrando gatitos, combinado con el hecho de que mi padre no quería animales en casa, al final algún gato se quedaba. Pero ningún otro animal lograba pasar el filtro de mi padre. Los gatos que vivieron en casa eran todos de mi hermana, pero el que les enseñaba a pelear como gatos era yo. Siempre fui observador y todavía pequeño me di cuenta de que los gatos eran muy agresivos. Antes de empezar a entrenar a los de casa, los que tuvimos sufrieron las palizas del macho alfa del barrio. ¿Qué puedo decir? Me sentía identificado por los golpes y empujones que sufría en carne propia a manos del matón del cole. “Bullying” lo llaman hoy. Por lo cual un día decidí que ningún gato de la familia pasaría por eso.
El entrenamiento empezaba cuando el gatito tenía unos siete meses. Comenzaba jugando con ellos y, sin previo aviso, les daba un golpe en una oreja. Para los que no sepáis de gatos, es una área sensible donde ellos se golpean durante las peleas. Por eso los machos broncas suelen tener las orejas rotas. Al principio no entendían qué pasaba, pero después de unas semanas ya no se fiaban de mí y me vigilaban todo el rato y, si veían que mi mano se acercaba a su cabeza de forma extraña, me bufaban, me arañaban o escapaban. Aquí empezaba la fase dos, que era hacer lo mismo pero cada vez más rápido durante unos cuantos meses. Cuando la fase dos acababa yo tenía frente a mí un gato ya casi adulto que conocía los movimientos de mi mano muy bien, reaccionaba muy rápido y no se cortaba un pelo a la hora de defenderse, con lo que acabar lleno de arañazos en las manos era lo habitual. Aquí empezaba la fase tres.
En esta última fase de entrenamiento, mi objetivo era agarrar al gato del cuello, pero de la parte de abajo. Durante las fases uno y dos, solo usaba la mano derecha, pero ahora mis alumnos eran tan rápidos y me conocían tan bien que usaba la mano izquierda para distraerlos mientras que con la derecha trataba de cogerles del cuello. Esto para un felino es un ataque de los peores, ya que ellos, cuando cazan, rompen la espina vertebral de la presa o les asfixian agarrándoles del cuello. Así que, aunque nunca les hacía daño, se defendían con dientes y zarpas y lo normal era que yo acabara con enormes arañazos llenos de sangre. Mi sangre. La fase tres acababa cuando yo ya no lograba agarrarles del cuello por la velocidad en que se defendían, y así daba por acabada la formación en defensa propia. A partir de entonces, el sistema funcionó muy bien. Nunca más los gatos de mi hermana fueron presa del macho alfa, que muchas veces matan a los machos jóvenes. No solo eso, en poco tiempo eran nuestros gatos los machos alfa del barrio. Inclusive tuvimos uno que mi hermana llamó Chiquitín, porque cuando llegó a casa era muy pequeño, que creció hasta ser un gato enorme que se enfrentaba sin miedo a perros guardianes del tamaño de un pastor alemán, saliendo victorioso casi siempre. Bueno, excepto cuando se enfrentaba a mi gallo que había criado desde pollito, pero eso es ya otra historia.
Todo esto ocurrió cuando yo tenía poco más de diez años en la década de los setenta del siglo pasado en un país muy lejano llamado Chile. Corría el año 1973 cuando ocurrió un hecho extraño en nuestra familia. Un conocido de mi padre que criaba perros, le preguntó si quería un perro joven pero que ya no era un cachorro. Por lo visto, la madre de pura raza boxer se había escapado en celo y eligió su propia pareja que resultó ser un pastor alemán. De este cruce nació una camada, pero no habían podido encontrar casa para el último cachorro, solo buscaban un sitio donde le quisieran. Lo extraño e insólito fue que mi padre dijo que sí y me preguntó a mí si quería ser el dueño del perro. Obviamente, la respuesta fue un sí rotundo acompañado de una gran sonrisa. Días más tarde llegó mi perro. Era un boxer con orejas y hocico de pastor alemán, de un tamaño enorme para mí. Su cabeza me llegaba al pecho y solo al saludarme casi me tira al suelo. Me preguntaron cómo quería llamarle y dije que Tigre.
Tigre ha sido el único perro que he tenido en mi vida y sospecho que la conexión que se generó entre los dos es algo normal entre las personas que suelen tener perros. Pero para mí Tigre se convirtió en mi hermano, en mi gran amigo. Cuando la lluvia, el viento o nuestros padres lo permitían, jugábamos y corríamos por el barrio Villa Berlín. Él, yo y toda la pandilla de amigos que tenía de niño. Cuando llegaba del colegio, uno de mis juegos favoritos era tratar de tumbarle antes de que él hiciera lo mismo conmigo. El juego acababa cuando uno de los dos no podía levantarse. Cuando él ganaba, solía hacerlo tirándome al suelo y cuando yo estaba de espaldas, apoyaba sus patas delanteras en mis hombros, así yo ya no podía moverme.
Pero esto era Chile y el año era 1973, así que llegó septiembre y con él el día 11. Día donde el lado oscuro alzó su cabeza y los militares chilenos defendieron intereses extranjeros derramando la sangre de su pueblo. Mis padres eran sindicalistas de izquierdas, así que unas semanas después fueron detenidos por la armada y encarcelados gracias al vecino de enfrente que avisó que estaban en casa. Mi madre sufrió maltratos y torturas durante tres meses y mi padre durante nueve. Pero todo eso lo supe tiempo después. Solo recuerdo despertarme con ruidos extraños en la casa y ver apoyada en la pared de mi habitación una ametralladora pesada M60. Me levanté y encontré mi hogar lleno de militares destrozándolo todo, supuestamente buscando armas. Uno de ellos, que iba vestido con un abrigo azul y sin casco, me vio y me comenzó a seguir a dondequiera que fuera. Buscaba a mi madre y a mi padre, pero no los encontré. Poco después todos dejaron la casa y se fueron. Fue cuando encontré a mi hermana pequeña de siete años llorando en una esquina. Los dos salimos a la calle justo para ver cómo subían a mi padre a un camión de la armada chilena y le hacían tumbarse encima de más gente que ya había en el camión. A mi madre no la vi. En esos momentos, la vecina de la casa de al lado, nos recogió y llevó a su casa.
No encontré a Tigre por ningún lado. Por lo visto, había sido bastante más inteligente que su familia humana y escapó cuando los militares estaban entrando en el barrio. Estaba en el patio de la casa de nuestra vecina Rosa, mirando a ver si Tigre volvía, cuando oí el grito desgarrador de mi hermana mayor que acababa de llegar a casa y se encontró con todo destrozado. Rápidamente, Rosa salió a buscarle y decirle que sus hermanos estaban con ella y que se habían llevado a mis padres. Mi hermana mayor tenía doce años y ese día no tuvo más remedio que convertirse en adulta. Esa tarde, dos de las hermanas de mi madre fueron a por nosotros y comenzamos un viaje de varias semanas saltando de casa en casa de familiares. Todo ese tiempo alguien se ocupó de Tigre, que volvió a casa después de unos días. Pero entre el shock y el miedo, no recuerdo quién fue. Finalmente, nos fuimos a vivir con mi abuela Marta, madre de mi padre, en un pueblo llamado Codegüa cerca de la ciudad de Rancagua, al sur de Santiago. Esto era el campo chileno y llegamos a la casa donde vivía Pedro, uno de los hermanos de mi abuela. La casa tenía un terreno donde se podían tener varias huertas y algunos cerdos. Mi abuela prefirió vivir allí en lugar de su casa de ciudad, ya que allí teníamos acceso a comida y era más barato de mantener. Algo importante ahora que tenía tres niños que alimentar. Eso fue por algunas semanas, ya que después tuvo a tres niños y un perro grande que alimentar. Así es, después de varias semanas, por fin logré reencontrarme con Tigre. El primer momento feliz después de muchas semanas.
La primavera llegaba a su fin y los días se hacían más largos y calurosos. Yo pasaba gran parte de mi tiempo libre jugando con Tigre, igual que hacíamos antes. El resto del tiempo, mi abuela se aseguró de que mis hermanas y yo tuviéramos responsabilidades. Las mías eran que la cocina estuviera preparada para cuando ella empezaba a preparar el desayuno y, durante el día, ayudar a su hermano Pedro en la huerta y en el cuidado de los cerdos. Pero aparte de eso y tomando en cuenta que a finales de diciembre ya habían empezado las vacaciones de verano, yo tenía mucho tiempo libre para jugar con Tigre.
Una tarde de calor estaba tumbado entre las plantas de tomate, cuando Tigre pasó a mi lado sin darse cuenta de que yo estaba allí. Le hablé y dio un bote de la sorpresa. Nunca me había imaginado que podía dar sustos a un perro, así que pasé días y días escondido esperando para volver a darle un susto. Nos lo pasábamos muy bien, ya que él asumió por su cuenta que cada vez que le asustaba, debía inmovilizarme en el suelo. Como cada vez caminaba más atento, me era difícil pillarle desprevenido, pero a él le daba igual; si me veía agazapado esperando en algún sitio, salía como una flecha hacia mí para tirarme al suelo e inmovilizarme, así que tuve que cambiar de táctica.
Empecé a subir sobre los árboles frutales que había en el terreno y esperaba a que se acercara. Me dejaba caer en silencio justo delante de él y al llegar al suelo, aprovechando la sorpresa, saltaba hacia él, le agarraba del cuello y trataba de tumbarle. Él obviamente se resistía y rodábamos por el suelo entre risas y ladridos. Pasaron los días y él ya no se asustaba, por lo que en el momento en que caía frente a él, simplemente saltaba sobre mí, ponía sus patas en mis hombros y la victoria era suya.
Era marzo y el verano y las vacaciones llegaban a su fin. Mi abuela, que trabajó de profesora toda su vida, nos apuntó a todos al colegio del pueblo. Yo jugaba con Tigre cada vez que podía, y así, sin prisas, llegó el otoño. Un día el nivel de tácticas subió un escalón. Estaba escondido esperándole, pero me vio y fue directo hacia mí. Yo, sin esperar a que llegara donde estaba, salí de mi escondite y me puse frente a él un poco agachado y con los brazos abiertos, esperándole y mirándole fijamente a los ojos. Tigre, como os habréis dado cuenta, era muy inteligente, al notar el cambio de situación frenó en seco y, a poco más de un metro, también me quedó mirando. Estuvimos así un rato hasta que un ruido le llamó la atención y por un segundo miró hacia otra parte, momento que aproveché para saltar sobre él, agarrarle del cuello y tumbarlo mientras le gruñía como un perro.
Esa fue la primera de una serie de victorias, ya que Tigre, una cosa que no tenía, era paciencia y después de unos minutos los dos quietos mirándonos a los ojos o se ponía nervioso o le llamaba la atención algo y yo aprovechaba ese momento para saltar sobre él a velocidad de gato, agarrándole del cuello y tumbándolo mientras le gruñía. Pero llegó un día en que supo controlarse y no apartó la vista. Allí estábamos, al sol de media tarde con el canto de algún gorrión como único sonido, como dos samuráis del Japón medieval, en silencio, sin movernos y mirándonos sabiendo que el primero que se moviera o mirara para otro lado perdía.
Después de casi diez minutos, oigo que mi abuela me llama y lo próximo que recuerdo es estar de espaldas en el suelo, Tigre encima de mí con sus patas sobre mis hombros, mostrándome sus dientes y gruñendo a menos de cinco centímetros de mi nariz. Traté de moverme para salir, pero gruñó con más fuerza, abrió un poco la boca mostrando todos sus dientes y se acercó más, ya casi tocándome la cara. Tengo que admitir que me preocupé un poco.
—Ya, ya —le dije—. Has ganado.
Y como por arte de magia le cambió la cara, me soltó, movió el rabo y me ladraba con alegría. Le abracé con fuerza y fui donde mi abuela. No habían pasado más de treinta segundos. Cuando llegué donde mi abuela, ella tenía esa expresión en la cara que ponen los adultos cuando tienen que dar malas noticias a un niño. Una mezcla entre pena, seriedad y duda. Me asusté y le pregunté si había noticias de mis padres, pero me dijo que no había noticias y que no me preocupara, que estaban bien. Yo ya por entonces sabía que “estar bien” significaba que estaban vivos.
Me miró y me dijo que no podíamos quedarnos con Tigre. Que comía mucho y que la comida debía estar para las personas. Yo ya sabía que eso era un problema, ya que había días que cuando iba a por la comida de Tigre, mi abuela solo tenía unas pocas sobras de la comida o de la cena y Tigre se quedaba con hambre. Cuando yo podía, le daba de la mía que lograba esconder, pero me caía una buena bronca por parte de mi abuela cuando me pillaba. La pensión de una profesora no daba para alimentar a dos adultos, tres niños y un perro grande.
En ese momento algo me tocó la pierna y me di cuenta de que Tigre estaba pegado a mí, observándonos. Con los ojos llenos de lágrimas le acaricié detrás de una oreja, sabiendo que esta injusticia no era nada comparada con el sufrimiento de mis padres o el de aquella joven profesora que tuve en el colegio del pueblo y que un día, en medio de la clase de matemáticas, entró la policía y se la llevó asustada y llorando. Nunca supe si salió viva de aquello o no.
Mirando a Tigre, supe que no podía comportarme como un niño, debía apoyar a mi abuela. La miré y le dije que bien, pero que no podíamos dejarle abandonado. Me respondió que no me preocupara. Tenía un sobrino que tenía una granja y terrenos a los pies de la cordillera y también muchos perros, ya que los necesitaba para cuidar del terreno y del ganado. Que Tigre iba a estar bien, que al ser tan inteligente seguro que aprendía las labores sin problemas. Yo tenía mis dudas de que un perro de ciudad pudiera aprender “labores” de perro de campo.
Unos días más tarde llegó el sobrino de mi abuela conduciendo un viejo Land Rover. Se llamaba Carlos y era muy simpático, pero más importante que eso es que a Tigre le cayó bien. Yo le machaqué a preguntas: “¿Dónde iba a vivir? ¿Qué eran esas labores de que hablaba mi abuela? ¿Cuántos perros tenían?” y una infinidad de cosas más. En vez de responderme, le preguntó a mi abuela si podía ir con él a llevar a Tigre. Tenía que volver por la tarde al pueblo y podría traerme sin problemas. Yo estaba seguro de que mi abuela diría que no, ya que a la calle salíamos lo justo y necesario, no fuera que la policía, el ejército o algún vecino chivato se enteraran de que estábamos allí. Pero dijo que sí.
No recuerdo cuánto tardamos en llegar, pero los cerros que eran el comienzo de la Cordillera de los Andes se veían enormes. Era un sitio amplio y lleno de árboles con dos edificios grandes. Uno era la casa y el otro un granero donde guardaban las herramientas, pienso para los cerdos y donde dormían muchos perros. A ojo conté unos quince por lo menos, pero eran todos pequeños. Tigre, con su color amarillento y el doble de altura, destacaba por encima de los demás que le rodeaban y olían, meneando la cola. Tigre estaba quieto mirándolos, moviendo su cola también, pero muy lentamente. También había dos niños y una niña, hijos de Carlos. El pequeño de unos siete años y la mayor de unos doce. Me recordó a mí y a mis hermanas, y al ver que no tenían miedo de Tigre y este se veía feliz con ellos, me relajé y quedé contento con la nueva familia de mi querido amigo. Cuando llegó la hora de volver, le abracé y aproveché para tumbarle una vez más entre las risas y gritos de los niños.
Después de unas semanas, ocurrió una de esas cosas que nunca se olvidan. Tocaron la puerta de casa y era mi madre. La habían soltado después de meses de prisión en un barco mercante llamado Lebu en Valparaíso. Se veía cansada y triste, excepto cuando nos miraba. Mi hermana pequeña no la dejó en ningún momento y mi hermana mayor y yo regularmente nos acercábamos para tocarle. Necesitábamos asegurarnos de que realmente estaba allí. Pasó lentamente el invierno y parte de la primavera cuando Carlos vino a casa sin que le esperáramos. Yo estaba en la huerta en una de mis múltiples aventuras que nacían en mi cabeza, cuando mi madre me llamó. Carlos quería hablar conmigo. Me lo dijo claramente: Tigre había muerto. Me quedé helado, de pie, mirándole.
—Pero si le iban a cuidar —le dije mientras una vez más me corrían lágrimas por las mejillas.
Estuve a punto de salir corriendo para subir a un gran árbol de aguacates que era el único sitio donde encontraba paz, cuando Carlos me dijo que debía saber lo especial que Tigre había sido. Eso ya lo sabía, pero la curiosidad pudo conmigo y me quedé. Esto es lo que Carlos me contó.
El Tigre, que era como le llamaban,encajó perfectamente con la familia y con los perros. A los niños les encantaba jugar con él, ya que nunca habían conocido un perro que supiera jugar al escondite. Pero también se ganó el corazón y el respeto de los adultos por dos cosas que ocurrieron.
La primera fue que una noche, más o menos un mes después de que Tigre llegó a vivir con ellos, se despertaron con unos gritos de:
—¡Socorro! ¡Ayúdenme!
Eran alrededor de las dos de la madrugada y no sabían qué pasaba. Carlos y su mujer revisaron las habitaciones de los niños pero todos estaban durmiendo. En ese momento, uno de los trabajadores de la granja que dormía en una habitación pegada a la casa les avisó que había alguien en el granero. Carlos cogió la escopeta y los tres fueron al almacén de madera, donde todavía se oían gemidos de:
—¡Ayúdenme por favor!
Abrieron la puerta y encontraron a Tigre encima de un hombre que estaba tumbado de espaldas en el suelo. Tigre lo tenía atrapado con sus patas delanteras en los hombros y le gruñía ferozmente mostrando todos sus dientes. Si el hombre intentaba moverse, Tigre se acercaba más a su cara, lo que hacía que el hombre, en lugar de gritar, solo gimiera pidiendo ayuda. Había un saco de pienso a su lado y Carlos rápidamente dedujo que debía ser el ladrón que hacía tiempo les robaba cosas del granero, pero no entendía cómo los perros nunca le detenían ni siquiera ladraban. Al acercarse, vieron que era un primo de su mujer que a veces les ayudaba con el trabajo de la granja. Carlos no estaba seguro de cómo hacer que Tigre se bajara, así que simplemente le pidió que se apartara. Inmediatamente Tigre obedeció y se colocó junto a Carlos sin dejar de vigilar al hombre que se levantó acusándolos de tener un perro rabioso en la granja. Carlos no se dejó engañar. Ahora sabía por qué los otros perros no ladraban ni actuaban cuando les robaban; el ladrón era alguien conocido que trabajaba allí y entraba y salía del granero constantemente. Pero Tigre, de alguna manera, se había dado cuenta y sin siquiera hacerle daño, había logrado detenerlo. Al día siguiente, Tigre recibió el doble de ración de comida y muchos abrazos y caricias de toda la familia.
La segunda cosa que ocurrió fue durante un invierno que había caído con fuerza y los cerros y montañas estaban llenos de nieve. Una de las razones por las que tenían tantos perros era porque necesitaban proteger a los cerdos. En tiempos del abuelo de Carlos, a veces cuando había mucha nieve, bajaban pumas de las montañas y mataban algún cerdo, pero los pumas habían aprendido lo peligrosos que eran los humanos y ya casi no bajaban o quedaban muy pocos. Sin embargo, ahora tenían un problema más grave: los perros asilvestrados. Los llamaban perros salvajes y también bajaban de los cerros cuando había mucha nieve y atacaban al ganado, matando a muchos, incluidos perros guardianes o mastines, ya que las jaurías podían ser de veinte o más individuos.
Una noche despejada y con luna llena, pero con un frío que calaba los huesos, Carlos se despertó con los chillidos de un cerdo, gritos de muerte acompañados de algún gruñido y de fondo, los ladridos de sus perros en el granero. Inmediatamente supo lo que estaba pasando. Se levantó, se puso un abrigo y botas a toda prisa y salió fuera. El cerdo ya casi no gritaba y podía oír ladridos de una jauría algo más lejos. Corrió al granero y abrió las puertas; los perros salieron a toda velocidad en dirección a donde se oía al cerdo gemir. Pero unos metros más adelante, al oír los ladridos de la jauría, se detuvieron en seco. Sabían a lo que se enfrentaban y decidieron que era mejor no hacerlo. Todos, menos Tigre, que siguió a toda velocidad y de un salto cruzó la verja donde estaba el cerdo, que ya no hacía ruidos. Carlos se quedó petrificado. ¿Un perro de ciudad contra una jauría de perros salvajes?
—¡María, pásame la escopeta! —gritó mientras corría hacia la casa.
—¡El Tigre se ha ido solo contra los perros salvajes!
Al llegar a la casa, su mujer le pasó la escopeta ya cargada.
—Tiene dos cartuchos puestos y aquí tienes más.
—¡Por favor, corre! —le instó.
Carlos corrió lo más rápido que pudo. Había oído ladridos y gemidos de perro en el prado cercano y se esperaba lo peor. El resto de los perros, al verle correr, se unieron a él, pero ninguno le adelantó. Abrió la verja y vio un cerdo muerto y un poco más adelante, el cuerpo de un perro. En el siguiente prado se oían ladridos, pero Carlos los ignoró y se acercó al cuerpo en el suelo; al verlo de cerca, se dio cuenta de que no era Tigre, aunque era un perro grande. Le habían destrozado el cuello. Se dio cuenta de que esto no había terminado, así que corrió al siguiente prado donde había oído ladridos, solo para ver a Tigre saltando sobre la siguiente puerta y el cuerpo de dos perros tirados en el suelo. Carlos corrió sin parar hasta llegar a la puerta por donde había saltado Tigre y bajo la luz de la luna llena vio algo que nunca olvidaría.
A mitad de camino entre la puerta donde estaba Carlos y Tigre, había el cuerpo de un tercer perro, estaba muerto. Tigre estaba frente a dos perros de su tamaño que le gruñían mostrándole los dientes y con los pelos de la espalda erizados. Pero Tigre no gruñía, ni ladraba, ni se movía. Estaba quieto, mirando fijamente a los dos perros. De pronto, uno de ellos vio a Carlos y fue lo último que hizo. Tigre se movió más rápido de lo que Carlos jamás pensó que un perro podría moverse y le desgarró el cuello; sin siquiera esperar a que el perro cayera al suelo, se giró y se quedó mirando al segundo perro, sin moverse y en absoluto silencio. No se comportaba como un perro y parecía poseído por el espíritu de un puma. Carlos sintió algo de miedo ante la situación tan poco natural. Tigre, como bien reflejaba su nombre, parecía más un felino que un perro. Nervioso y para calmarse un poco, llamó a Tigre y este, al oírlo, dudó por un segundo, momento en que el segundo perro aprovechó para girarse y escapar lo más rápido posible mientras gemía de miedo. Tigre salió tras él. Carlos llegó al siguiente prado pero no vio nada, solo podía oír a la jauría chillando de miedo alejándose en la distancia.
A la mañana siguiente encontraron otro perro muerto y un cerdo malherido que tuvieron que sacrificar. Tigre no volvió hasta media mañana, lleno de barro y sangre seca. Le bañaron en agua caliente y le dieron de comer un cocido de carne de cerdo con patatas. Ese invierno no hubo ataques de perros asilvestrados en ningún sitio del valle y la historia de Tigre, el perro que luchaba como un puma, saltó de casa en casa.
Un día de primavera, los niños quisieron salir a dar una vuelta, pero los adultos estaban todos ocupados, por lo que les dijeron que solo podían hacerlo si se llevaban a Tigre con ellos. Los niños, claro está, se fueron encantados. Por el camino se encontraron con el primo de su madre que había prometido no robarles nunca más, pero la mala suerte quiso que el encuentro fuera junto a un canal de regadío lleno de agua por el deshielo de los cerros cercanos, y el hombre pudo darle una patada a Tigre que cayó al agua y fue arrastrado por la corriente. Nunca encontraron el cuerpo.
Cuando Carlos se fue, subí lo más alto que pude sobre el enorme árbol de aguacates y lloré durante mucho tiempo, no solo por mi amigo que murió siendo un héroe, sino también por este mundo que se había vuelto loco y los buenos eran asesinados impunemente por los que se supone debían cuidar de nosotros. Me prometí que algún día mucha gente sabría la historia de Tigre, el perro que luchaba como un felino.
Agradezco a Loreto Alonso-Alegre y en espacial a Dolores Póliz la corrección de pruebas.
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¡Gracias!
Alejandro.
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Precioso relato, heroico y triste a la vez, te mete de lleno en la historia.
Enhorabuena Alejandro.
Qué hermosa dedicatoria a ellos, los que tenemos más cerca del corazón y nos quieren y cuidan como nadie, nuestros perros
Precioso, una historia conmovedora. El ser humano y el perro han tenido un vinculo muy especial desde hace muchos siglos. Las circunstancias de Chile en esa época hicieron que os tuvierais que separar. Ojalá ningún niño tenga que separarse nunca mas de su perro por una guerra.