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Coincidencias Inexplicables

En la vida, a veces nos encontramos con coincidencias inexplicables. Quisiera compartir algunas que me ocurrieron a principios de la década del 90, cuando trabajaba en Lotus Development, una multinacional de informática conocida por muchos. Probablemente recuerdes Lotus 123, una de las primeras hojas de cálculo que transformó a Lotus de una empresa emergente a una corporación global. Todo marchaba bien hasta que la competencia de Microsoft Excel y un lanzamiento fallido de Lotus 123 para Windows afectaron drásticamente su mercado. Sin embargo, Lotus no se quedó atrás y lanzó Lotus Notes, un producto innovador cuyas raíces se entrelazan con las de la web misma, ofreciendo un entorno documental seguro y avanzado. Aunque IBM eventualmente adquirió Lotus, Lotus Notes perdura, ahora conocido como HCL Domino.

 

Éire (Irlanda)

 

Mi viaje con Lotus comenzó en Dublín poco después de casarme con una mujer simpática, increíblemente hermosa, educada y que aparte de Español hablaba Inglés y Francés. En aquel entonces, la oficina de Irlanda era una de las más importantes en Europa ya que era allí donde se traducían los productos Lotus en casi todos los idiomas del mundo. Allí, desempeñé un papel crucial en el soporte de segundo nivel para varios productos de esta empresa norteamericana, asistiendo a técnicos que, a su vez, ayudaban a los clientes. Fue una época dorada, llena de amistades valiosas, y el futuro se presentaba lleno de infinitas posibilidades.

Tras aproximadamente dos años en Irlanda, conocida como la isla esmeralda de Europa, nos llegó una noticia inesperada en nuestro grupo técnico especializado, compuesto por solo ocho miembros: tendríamos un nuevo jefe de alto rango en la estructura jerárquica de la multinacional. Esto nos sorprendió, ¿por qué un grupo tan pequeño requeriría un directivo de tal nivel?

La explicación llegó en nuestra primera reunión con John McKenzie, un norteamericano de unos cuarenta años, con cabello marrón oscuro y de estatura alta, quien había viajado desde Estados Unidos específicamente para encontrarse con uno de los equipos más reducidos de Lotus Development en Irlanda. Reveló que había planes para expandir y centralizar la estructura de soporte, unificando todas las oficinas con personal técnico en París, lo que incluía nuestro equipo en Irlanda.

— ¿Significa esto que cerrarán nuestro equipo en Irlanda? — preguntó nuestro jefe de equipo.

— Lamento confirmarlo, pero sí. Sin embargo, debido a vuestro reconocido desempeño, os animo a considerar mudarse a París. La ciudad de las luces, con su exquisita gastronomía, vinos y encantos. Ofrezco un paquete económico adicional de mil libras, superior al estándar de la empresa —nos propuso John. Nadie mostró interés.

— ¿Solo mil libras? — pregunté, consciente que ese nombre que nos habíamos ganado dentro de la empresa era por nuestro trabajo, pero no solo el técnico, si no que también el conocer cómo funcionaban los diferentes departamentos de desarrollo y marketing de todo el grupo empresarial.

— De acuerdo, dos mil libras. No dispongo de ese presupuesto actualmente, pero una vez establecida la nueva estructura de soporte, podré otorgaros esa suma — prometió.

— Lo consideraremos — respondimos.

Aunque no lo dijimos explícitamente, era evidente que nadie estaba interesado en trasladarse a París. En aquel momento, Irlanda era el epicentro de la tecnología de punta en Europa, y las oportunidades laborales eran excepcionales para un equipo con nuestras habilidades.

Poco después, el gerente de Recursos Humanos nos convocó individualmente para presentarnos dos opciones: trasladarnos a Francia con un atractivo paquete económico o dejar la empresa, con la posibilidad de recibir cursos para mejorar nuestras habilidades en entrevistas de trabajo. Todos elegimos la segunda opción. Estos cursos resultaron ser valiosos a largo plazo, ayudándome en diversas situaciones, como en debates sobre ecología política o al explicar el sistema eléctrico español y el concepto de moneda social. Ya tenía asegurado un empleo en el nuevo equipo de soporte técnico de Creative Labs, especializado en multimedia para PC, cuando ocurrió algo inesperado.

Mientras discutía un problema técnico con Mercedes de Lotus España, recibí un email del nuevo gerente de Lotus Assistance France. Ofrecía un viaje a París para conocer la ciudad y el lugar de trabajo. Si decidíamos mudarnos a Francia tras la visita, la oferta económica sería aún más generosa. Aunque tenía una buena propuesta de Creative Labs, la idea de un viaje pagado a París era tentadora. Mi esposa y yo decidimos aceptar. Sabía que la renuencia del equipo a trasladarse a Francia era un problema para el gerente, que se enfrentaba a la falta de un equipo de soporte técnico de segundo nivel. Acepté la oferta, con la condición de que también cubriera el viaje de mi esposa y mi hijo de un año, a lo cual accedió sin dudar.

Mi única experiencia previa en París había sido breve, en ruta a Suiza, así que estaba emocionado por la visita. Mi esposa, que habla francés fluidamente, también estaba entusiasmada. Al llegar al aeropuerto Charles De Gaulle, fuimos recibidos por Claude, un taxista contratado por Lotus Francia, quien nos llevó a un pequeño hotel en Saint Quentin en Yvelines. Nos señaló la ubicación de los “magasins” cercanos, que Loreto aclaró que significaba tiendas, no revistas como yo pensaba. Al día siguiente, Claude me llevó a la oficina de Lotus Assistance France, donde Eduardo Fonseca, el gerente, me esperaba para mostrarme las instalaciones. Aunque mostré interés, sabía que no me quedaría, lo que me hizo sentir incómodo cuando esa noche Eduardo y su esposa argentina nos invitaron a cenar en su casa. La carne que prepararon fue extraordinaria, pero no lo suficiente para cambiar mi decisión, algo que le comuniqué. Él simplemente sugirió que disfrutara de la estancia y que le diera mi respuesta final desde Irlanda.

Al día siguiente, nos fuimos a comprar algo de comida para bebés, ya que la del hotel no era de nuestro gusto, ni del de nuestro hijo. Entramos en un Carrefour, uno de esos que aún abundan por todas partes, pero algo extraordinario sucedió cuando llegamos a la sección de frutas.

De repente, mi mujer se paró en seco, me miró y dijo:

— ¡La fruta huele! —

strange coincidences
Respiré hondo y, efectivamente, pude distinguir el aroma de las manzanas y los melocotones, mezclado con otros olores que me trajeron recuerdos de mi infancia en el otro extremo del mundo, donde las frutas también olían. No sé si alguna vez has comprado fruta en tiendas o supermercados de las islas británicas. Allí, la fruta apenas tiene olor y le falta sabor. Aparte de algunas manzanas, casi no tienen fruta propia, así que la importan de países tan lejanos como Chile o Sudáfrica. Esto implica que la recogen antes de madurar, y madura en el viaje, perdiendo gran parte de su sabor y todo su olor.
Cogí una manzana y la olí. En un instante, volví a ser un niño mordiendo una manzana de las que compraba mi abuela en Rancagua. Mi mujer y yo nos miramos y lo supimos: nos íbamos a vivir a Francia. No solo por nosotros, sino también porque la idea de que nuestro hijo pudiera crecer conociendo esa calidad de comida fresca nos convenció por completo. Al día siguiente se lo dije a Eduardo.

— jajaja, Sabía que algo así te pasaría. ¡Bienvenue en France! — me contestó.

La France

 

Dejar a mis amigos irlandeses fue triste, pero más aún fue despedirme de Irlanda, Éire [ˈeːɾʲə]. Irlanda, un país único que, como yo, combina un espíritu latino con una cultura celta/anglosajona. Pero Francia era una manzana por morder.
Lotus se encargó de la mudanza, contratando a una empresa especializada en traslados de personal diplomático y proporcionándonos billetes de primera clase para viajar desde Dublín a París. Una vez más, nos esperaba Claude, un personaje que con el tiempo llegaría a ser un buen conocido. Fue él quien me explicó la normativa de tráfico francesa, que establece ceder el paso a los vehículos que vienen por la derecha, incluyendo en las rotondas. Todo lo contrario a lo que se hace en Inglaterra, Irlanda y España. Mi ignorancia sobre estas normas me llevó a cruzar la rotonda del Arco de Triunfo a unos 60 o 70 kilómetros por hora, aterrorizando a los que entraban por la derecha. Era la única manera que encontraba para cruzar sin que nadie se metiera delante. Cuando Claude me lo explicó, entendí los gritos de pánico de mis compañeros de trabajo franceses cuando viajaban conmigo por París diciendo todo tipo de cosas en francés. Idioma que todavía no comprendía así que asumía que esos gritos estaban dirigidos a esos otros conductores parisinos mal educados y locos al volante.
El ambiente de trabajo en Francia era muy agradable. Estaba rodeado de jóvenes de dieciséis nacionalidades diferentes. Culturalmente, siempre me he sentido más cercano al norte, así que encajé muy bien con los belgas, daneses y suecos. No había británicos ni alemanes en nuestro equipo, ya que, debido al tamaño de sus mercados en Lotus, tenían sus propios equipos. Mi trabajo era específicamente dar soporte técnico de segundo nivel en una gama de productos, pero mi conocimiento profundo de la empresa y su tecnología pronto me llevó a asumir responsabilidades más allá de mi perfil técnico. Mis compañeros de trabajo y mi jefe directo, Javier, estaban encantados de que pudiera solucionar problemas de productos en idiomas como el francés o el español con solo una llamada a los jefes de equipo en Irlanda. Pero con el tiempo, comencé a ganar una reputación de tener más influencia en la empresa de la que un mero técnico debía tener. Todo esto comenzó de manera inesperada.

Unos cuatro meses después de haber llegado a Francia, unos amigos y excompañeros de trabajo en Irlanda anunciaron su boda. Aunque el sueldo no estaba mal y la ayuda económica para la mudanza a Francia había sido generosa, lo habíamos gastado casi todo amueblando nuestro apartamento de manera muy austera, solo con lo básico de Ikea. Así que no tenía suficiente dinero para viajar a Dublín, y en esa época, aunque Ryanair ya existía, no era la aerolínea de bajo coste de hoy en día. Los billetes de avión eran muy caros. Decidí hablar con Eduardo para ver si podía conseguir parte del dinero adicional que John McKenzie había prometido en Irlanda a quienes se trasladaran a París.

— No sé de qué me estás hablando. ¿Qué dinero?— me respondió Eduardo.
— Cuando estaba en el equipo de Dublín nos prometieron un dinero adicional a los que vinieramos a París.-— le contesté, algo sorprendido que no lo supiera.

— Lo siento, pero ya te dí un paquete de dinero muy bueno para que vinieras y es lo que aceptaste. No sé nada de un dinero adicional y no te voy a dar más.— me dijo muy serio.

Acepté su respuesta, pero algo en mí no quería dejarlo así. Al volver a mi mesa, llamé a mi antiguo jefe en Dublín, Brian, y le expliqué la situación.

— Sí sí. Recuerdo que lo dijo. ¿No lo has recibido?— me preguntó.

— No, no he recibido nada de eso y Eduardo me dice que ya me ha pagado todo lo que me ofreció.— le contesté.

— Cierto. No te preocupes ya se lo recuerdo a John. —

Le agradecí a Brian y le comenté que pasara por soporte si alguna vez visitaba Lotus en Francia. Sentí alivio al recordar lo del dinero, ya que no solo cubriría el viaje a Irlanda, sino que también me permitiría aprovechar mis días de vacaciones restantes. Después de unos días en Dublín, planeábamos ir a Bilbao para visitar a la familia de Loreto. Sabía que, aún siendo Lotus una empresa grande, recibir el dinero podría llevar su tiempo. ‘Las cosas de palacio van despacio’, como se dice. Estaba revisando mis correos cuando sonó el teléfono. Era Eduardo.

— Alejandro, ¿puedes venir un momento? — preguntó.

— Claro, ahora mismo voy — respondí, esperando que su mal humor hubiera pasado. Al llegar a su oficina, lo encontré escribiendo en su ordenador. Llamé a la puerta.

— Pasa — dijo Eduardo, con una expresión extraña. — No sé cómo lo has hecho, pero me acaba de llamar John McKenzie, que es el jefe de mi jefe y me ha dicho “Paga a Alejandro el equivalente a dos mil libras.” y me ha colgado. Pues nada, ya he pedido a Lucía que te haga la transferencia. Eso es todo.— Su tono reflejaba sorpresa, y esa expresión se mantenía en su rostro. Le iba a contestar que John había sido jefe de mi jefe temporalmente en Irlanda, pero una vocecilla en mi cabeza me dijo que no lo hiciera. Que me vendría bien que Eduardo, también jefe de mi jefe pensara que tenía contactos con directores allá arriba, en la estratosfera de la multinacional.

Semanas más tarde, estaba en Dublín con Loreto y Álvaro, disfrutando de la boda. Nos alojamos en casa de mi hermana. Aproveché para pasar por la oficina de Lotus y agradecer a Brian por su ayuda. Le conté sobre la llamada de John a Eduardo y me explicó que John estaba apurado por una reunión importante y decidió llamar a Eduardo antes de olvidarlo. Por eso había parecido brusco. Internamente sonreí, agradecido por cómo se habían alineado las cosas a mi favor, sin imaginar que el destino me tenía reservada otra sorpresa.

Decidí visitar a algunos compañeros de trabajo. Uno de ellos era el responsable de las impresoras. En Francia, nos enfrentábamos al desafío de que, aunque Windows ya estaba instalado en muchos PCs, aún había usuarios de MS-DOS. En la era de MS-DOS, cada aplicación requería sus propios controladores de impresora, a diferencia de Windows. Si algún cliente tenía problemas para imprimir con Lotus 123 en una impresora específica, no podíamos hacer pruebas por no tener tantos modelos diferentes.

Cuando fui a saludar a mi colega, le comenté nuestro problema en Francia y le pregunté si tenía algunas impresoras que pudiera prestarnos.

— Me alegro de que me preguntes — respondió. — Con la transición a Windows, ya no necesitamos estas impresoras para pruebas y tengo que deshacerme de ellas. — Miré los armarios llenos de impresoras modernas.

— ¿Y qué planeas hacer con ellas? — pregunté.

— No podemos venderlas ni regalarlas a empleados, pero sí a otros departamentos. Estoy consiguiendo presupuestos para desecharlas, lo cual es costoso por ser productos electrónicos. —

— ¿En serio? Mejor envíalas a Francia, las necesitamos para soporte a clientes de MS-DOS — sugerí.

— Buena idea. Voy a comparar presupuestos y si es más barato enviarlas que desecharlas, te las mando — dijo.

Al día siguiente, partí hacia España para continuar mis vacaciones, satisfecho con cómo se habían resuelto las cosas.

Regresé al trabajo dos semanas más tarde, bronceado y con ganas de seguir disfrutando de la vida en Francia. Mi lugar de trabajo era una especie de nave industrial a ras de suelo, rodeada de grandes ventanales en tres de sus lados y con un amplio espacio abierto. Cada puesto de trabajo era un cubículo con una o dos mesas, separados por paneles sólidos de metro y medio de altura que ofrecían cierta intimidad pero permitían ver y oír a todos. Los cubículos estaban agrupados, separados por pasillos que servían de caminos para moverse por la oficina.

Al entrar, saludé a algunos compañeros cerca de la entrada. Me devolvieron el saludo, pero con miradas de extrañeza. Continué hacia mi cubículo, notando la misma expresión sorprendida en más personas. Empecé a sospechar algo raro, quizás me habían despedido y nadie me había informado, cuando Jose, un chico francés de ascendencia de republicanos españoles, se me acercó y me dijo en español con acento francés:

— Bienvenido. No tienes ni idea del lío que has montado. —

— ¿Lío? No entiendo de qué hablas. — le respondí.

— ¿No te han contactado? ¿No te han dicho nada? —

— No, ¿pero qué ha pasado? — pregunté, cada vez más intrigado.

— No me extraña que no pudieran localizarte si te fuiste de vacaciones a algún pueblo perdido en los montes del País Vasco. —

Iba a corregirle que Bakio estaba en la costa, pero él me interrumpió:

— Ven, mira. — Me guió a través de la oficina hasta el otro extremo, donde antes había un espacio abierto cerca de los baños y la cafetería. Ahora, había una mesa con unas impresoras.

— Ah, veo que Paul ha podido enviar las impresoras. — dije, algo confundido al ver a un grupo de personas que nos rodeaba, esperando mi reacción. — Pensé que enviaría más. — La risa estalló entre ellos, seguida de comentarios en varios idiomas, ninguno español ni inglés.

— ¿Pero qué demonios ha pasado? — dije, ya cansado del misterio.

— Lo siento. — respondió Jose entre risas. — En su momento fue un problema, pero ahora es gracioso. — Procedió a contarme lo que había sucedido.

Pocos días después de mi partida de Irlanda, y sin yo saberlo, un mensajero llegó a Lotus Assistance France.

— Buenos días. Tengo una caja para Alejandro Ahumada. — dijo a la recepcionista, quien desconocía que yo estaba de vacaciones.

— ¿Alejandro Ahumada? — preguntó, sorprendida de que un técnico recibiera algo así.

— Sí, es de Lotus Ireland para Alejandro Ahumada de Lotus Assistance France. —

— ¿Sabe qué contiene? —

— Pone que es hardware. —

— Vale, un momento que llamo al encargado de redes y hardware. — Lucía fue a buscar a Patricio, un técnico de aspecto polinesio conocido por su buen humor.

— Hola, me han dicho que trae algo de Lotus Irlanda. ¿Puede dejarlo aquí en la entrada, por favor? — preguntó Patricio, pero el mensajero parecía confundido.

— No, no puedo. Es muy pesado y no cabe aquí. —

— ¿Cómo que no cabe? — Patricio estaba desconcertado.

— Sígame, por favor. — Fuera, en el parking, había un enorme camión con una caja de madera gigantesca.

— Esa es la caja para Alejandro Ahumada. —

— ¡Hostias! ¿Pero cómo vamos a meter eso dentro de la oficina?—

— No tengo ni idea, pero solo puedo esperar dos horas para descargar. — Patricio se dio cuenta del marrón que tenía entre manos.

— Putain! Merde! Mais quel bordel Alejandro a-t-il monté !?— exclamó Patricio en ese tono único que tienen los franceses de soltar tacos.

Y aquí fue donde empezó el espectáculo. Patricio no sabía como ostras podrían meter una caja de tres por tres metros y dos de altura en el edificio en menos de dos horas. El mensajero le aclaró que el camión tenía grúa, solucionando así la primera parte del misterio. Pero, ¿dónde la colocarían? Tras reflexionar, recordó que algunas ventanas de la oficina eran desmontables. Sin perder un segundo, llamó al responsable de mantenimiento del complejo de oficinas, quien confirmó su plan.

A toda velocidad, se enviaron operarios y, en una hora y media, una sección del edificio estaba desmontada. Los técnicos de soporte, cuyo espacio de trabajo estaba justo en esa área, tuvieron que trasladarse rápidamente, llevando sus PC y teléfonos, y seguramente recordándome en múltiples idiomas al ver la cola de llamadas de soporte crecer y crecer.

El camión se posicionó lo más cerca posible del edificio, y la grúa colocó la enorme caja junto a los baños. Esto generó un inconveniente inesperado: ahora, para llegar al baño o a la cafetería, había que dar un rodeo por el edificio. Mis compañeros de trabajo me tuvieron en mente durante días cada vez que querían tomar un café o ir al baño.

strange coincidences
— ¿Y dónde está esa enorme caja ahora? — pregunté a José.

—La hemos desmontado entre todos. Silvia, que es la más pequeña, se metió dentro y empezó a pasarnos las impresoras más ligeras. Cuando hubo más espacio, pudimos desmontar la caja. Nunca había visto tantas impresoras —me respondió.

—¿Y dónde están ahora?—

—Patricio compró estanterías y las colocó en el pasillo hacia la sala de servidores. Ve a ver, seguro que tiene algo que decirte — me contestó con una sonrisa.

Al acercarme a la sala de servidores, donde Patricio tenía su puesto, vi que el pasillo y la sala previa a las máquinas estaban llenos de estanterías metálicas con impresoras de todo tipo. Patricio, desde su oficina acristalada, me saludó con una sonrisa.

—¿Ya te han contado? —fue lo primero que me dijo.

—Sí, y lo siento. Se suponía que me debían avisar y nunca imaginé que serían tan rápidos ni que serían tantas impresoras.—

—Si hubieras estado aquí cuando llegaron, ¡te hubiera matado! Todos estábamos como locos, sin saber qué había dentro de la caja hasta que Silvia logró meterse. Imaginamos de todo, desde contrabando de Guinness hasta un coche — dijo riéndose.

—Lotus Ireland no hubiera enviado nada de eso —le dije, algo herido pero serio.

—¡Jajaja! Era una broma. Por eso dejé que desmontaran las ventanas y lo metieran. Nos has solucionado muchos problemas con esas impresoras. Fue una idea genial —me aseguró.

Sonriendo, le dije: —Me alegro. Venga, te invito a un café.—

—No, gracias, acabo de tomar uno. Eduardo me ha dicho que te diga que te está buscando en cuanto te vea.—

“Mierda”, pensé, mientras respondía: —Gracias, ahora voy a verle.—

Fui a la oficina de Eduardo y toqué la puerta.

—¡Hombre! Has vuelto. ¿Qué tal las vacaciones? — me preguntó.

—Bien, y lamento el lío de las impresoras — respondí.

—OK, pero voy al grano. ¿Cuánto tengo que pagar por esto?—

—Nada —le dije—. Es un regalo de Lotus Ireland.

—¿Un regalo? — dijo, con una expresión de incredulidad.

—¿Tienes buenos amigos en la empresa, no? —me preguntó. Me di cuenta de que era mejor no dar mucha información y respondí:

—Más que amigos, conozco bien a mis contactos.—

—Vale, bienvenido de vuelta. Ahora, por favor, ponte a trabajar en las cosas por las cuales te pago.—

Esa no fue la última sorpresa que di a Eduardo.”

Singapura (Singapur)

 

Ya llevaba un año trabajando en Francia cuando me enteré de que el equipo de John McKenzie, el principal responsable de soporte a nivel mundial, había decidido que nuestro departamento debía obtener la Certificación ISO9002. Esto era esencial para asegurar a los clientes la calidad de nuestra metodología de trabajo. Gracias a mi conocimiento de la empresa y mis contactos en oficinas de todo el mundo, fui la elección obvia para Eduardo cuando le pidieron nombres para liderar la creación de la documentación de todos los procedimientos vigentes en nuestro día a día en el departamento de Soporte. El equipo internacional estaba liderado por Mary Dickinson de Lotus USA, una americana con amplia experiencia en gestión y un talento excepcional para el trato humano.

De manera inesperada, me vi convertido en una especie de director o jefe de equipo, aunque con el salario de un técnico básico. Mi tarea era coordinar a personas de distintos grupos de soporte para documentar sus procedimientos diarios. Aunque resultaba más ameno que dar soporte al software de Lotus, ya demasiado familiar para mí, no fue sencillo persuadir a los gerentes de cada equipo para que destinaran parte de su personal al proyecto. Necesitábamos su colaboración unas cuatro horas semanales, lo que implicaba cuatro horas menos en sus tareas habituales. Esto no fue bien recibido por los gerentes, ya que tenían que compensar de alguna manera la ausencia de esos “recursos”. Al principio se resistieron, pero sus quejas a Eduardo duraron poco, ya que les explicó que era un proyecto de dirección superior y que el responsable en Francia era yo.

Todo funcionó a la perfección. Establecimos un procedimiento para gestionar la documentación creada y manteníamos reuniones online semanales con el resto de equipos de EE. UU., Reino Unido, Alemania, EMEA y debíamos incluir también a Singapur, centro del soporte en Asia. Fue gratificante ver cómo algunos de los seleccionados, acostumbrados solo a interactuar con clientes, descubrían facetas desconocidas de la empresa. Recuerdo especialmente a Matthijs, un serio y eficiente holandés, ex capitán de tanques, cuya participación en el proyecto fue clave para su posterior ascenso a gerente en IBM.

Tras varios meses de trabajo, tuve la primera reunión presencial con todos los gerentes de equipo del mundo en Boston. Conocer esa ciudad fue una experiencia muy enriquecedora para mí. Lo primero fue descubrir a personas completamente normales, luchando cada día para salir adelante y cuidar de sus familias, sin interés alguno en destruir proyectos políticos utópicos como el de Allende en Chile. De todos los que conocí, nadie sabía quién era Allende y algunos ni siquiera ubicaban Chile. —Al sur de México,— me decían. Además y esto fue algo inesperado, la cultura latina era algo común para ellos. En un país angloparlante, por primera vez sentí que mi nombre no era un enigma.

Las reuniones laborales me resultaron muy útiles para aprender a gestionar equipos y también para hablar en público. Lo único decepcionante fue descubrir que el famoso estándar de calidad ISO solo exigía que los procesos de trabajo estuvieran documentados, no necesariamente que fueran de calidad. Pero participar en ello me permitió conocer Boston y su ciudad hermana, Cambridge, al otro lado del río Charles, donde pude visitar el M.I.T. y colarme en Harvard University.

Poco antes de regresar a Francia, Mary, la responsable del proyecto, se acercó a hablar conmigo.

—¿Qué tal todo? —me preguntó.

—Bien. Estoy aprendiendo mucho y Cambridge y Boston me han gustado más de lo que esperaba, —le contesté, esperando la típica pregunta de “¿Qué esperabas encontrar?”, pero Mary me sorprendió con otra pregunta.

—Has trabajado con el equipo de soporte en Singapur, ¿verdad?

—Sí. Estuve allí dos semanas cuando trabajaba en Irlanda, enseñando a dar soporte a Lotus Agenda, —le respondí, intuyendo que la conversación iba más allá de lo social.

—¿Conociste a Mei Ling, la jefa de soporte?

—Sí. Participé en varias reuniones con ella y en dos comidas de empresa. Además, tuvimos una charla muy interesante sobre cómo se lleva el soporte allí y cómo se hace en Europa, —le respondí.

Me miró unos segundos y luego dijo:

—Voy a contarte un problema que tenemos y que nadie ha logrado solucionar. Que se quede entre nosotros, por favor.

La organización de los grupos para crear los procedimientos ISO ha ido muy bien en Europa, como tú mismo has visto, pero de Asia no sabemos nada. He escrito y hablado con Mei Ling, la gerente de soporte de Singapur, pero me ha dicho claramente que ella no puede hacer nada. Es una decisión de su jefe, el Sr. Koh, que también es el CEO para todo Asia, y al parecer no considera importante dejar de trabajar para generar la documentación. No es trabajo de soporte.

Incluso le pedí a John McKenzie, CEO de todo el soporte internacional, que hablara con él, pero sin éxito. No hemos tenido respuesta de Singapur.

Me sorprendió que me lo contara, hasta que recordé que en este proyecto yo tenía nivel de jefe del equipo de Francia.

—Vale. Hablaré con Mei Ling para ver qué se puede hacer, —le dije, pensando que me estaba metiendo en un gran lío.

—Cualquier ayuda será bienvenida. Asia no puede quedarse fuera de los procedimientos de soporte internacional, —me contestó.

Unos días más tarde, ya de vuelta en Francia, contacté por email con Mei Ling. Fuí muy formal, le pregunté por compañeros de trabajo que literalmente me cuidaron y me mostraron la ciudad estado cuando estuve allí y le expliqué que la documentación era un proceso importante y que Lotus Asia no se podía quedar fuera. La contestación al día siguiente era lo que ya me esperaba. Que lo sentía mucho, pero ella no podía hacer nada. Estaba fuera de sus manos. Era el jefe de su jefe quien debía aprobar el poner recursos en el proyecto y a él no le parecía importante. Le sugerí enviar otro correo al Sr. Koh incluyéndome en CC (copia carbón), de manera que yo también pudiera estar al tanto de la conversación y aportar mi punto de vista. De esta forma, empecé a idear un plan en mi mente.

Una semana más tarde, recibí un correo interno de Mei Ling. El correo estaba dirigido al Sr. Koh con mi nombre en CC. Ling insistía en que Lotus Support Asia debía participar en los procedimientos que se estaban estableciendo. Pedía permiso y recursos para integrar a alguien en los equipos de trabajo. Al día siguiente, lo primero que hice al llegar a la oficina fue revisar la cola de incidencias técnicas asignadas a mí y después abrí mi correo. Tenía un email en la bandeja de entrada con la respuesta del Sr. Koh a Ling, que básicamente repetía que las prioridades de soporte en Asia eran otras. Que asignar recursos a temas internos era secundario frente al trato con los clientes y que, en esos momentos, no había recursos para todo, por lo que los clientes eran la prioridad y los proyectos internos no.

Me levanté de mi sitio y bajé a la planta baja a buscar un café. El área de la cafetería, donde comíamos lo que traíamos de casa, estaba vacía en horario laboral. Me preparé un café y me senté en una de las mesas, pensando cómo responder al correo. La contestación debía ser la combinación perfecta de cortesía, firmeza y apoyo. Sabía la importancia de esto, ya que durante mi curso allí me di cuenta de lo formales y respetuosos que eran con las jerarquías de la empresa. No me costó adaptarme, ya que de niño viví en un país donde se trataba a los mayores siempre de “usted” y con mucho respeto, y en Singapur el trato hacia los jefes era muy similar.

Regresé a mi puesto y respondí al correo del Sr. Koh. Un mensaje decisivo y firme, indicando que no participar en la organización internacional de soporte no era una opción. Que afectaría negativamente el trabajo del equipo de Asia en el futuro. Que soporte internacional debía ser un gran equipo de apoyo mutuo y Singapur debía ser parte de ese equipo. Todo esto con un inglés asertivo, pero muy educado. Revisé el correo varias veces y después lo envié con copia a Mei Ling. Esperaba no haberme equivocado en el tono.

strange coincidences
Unos días después, recuerdo que era viernes, al llegar por la mañana y abrir mi correo, vi uno del Sr. Koh. Respiré profundamente tres veces, ya que estaba nervioso y quería leer el mensaje con calma. Sabía perfectamente que si el Sr. Koh se enteraba de que yo, a pesar de tener cierta responsabilidad en el grupo de trabajo de la ISO, en la jerarquía de Lotus Francia no era nadie y alguien de mi nivel simplemente no podía usar el tono que había empleado y fácilmente podría quedarme sin trabajo.
Para relajarme un poco antes de hacer doble clic en el mensaje, me concentré en el momento presente. Escuché cómo Derek, mi compañero de equipo, ayudaba a alguien por teléfono en francés entre el ruido de múltiples personas hablando entre ellas o por teléfono dando soporte técnico en diferentes idiomas, que era el sonido típico de nuestra oficina. Miré por la ventana y observé un pequeño pájaro que se colaba entre la hilera de árboles que bordeaban esa parte del edificio. En ese momento de tranquilidad, pulsé sobre el mensaje y lo leí. El Sr. Koh estaba de acuerdo conmigo y dispuesto a proporcionar los recursos necesarios para que el equipo de soporte de Singapur participara en los equipos de trabajo. Leí el mensaje varias veces, casi sin creer que había logrado algo que ni los directivos de Estados Unidos habían conseguido. Al cerrar el correo, vi que unas líneas más abajo tenía otro sin leer de Mei Ling. Me expresaba un profundo agradecimiento por mi apoyo, ya que ahora podrían participar en los equipos internacionales.

London

 

Casi dos meses después, una tarde, Lucía se acercó y me dijo que había recibido un correo en el que solicitaban mi participación en una reunión en Londres de todo el equipo encargado de la certificación ISO. Que si estaba de acuerdo. La reunión sería en tres semanas. Yo, que nunca perdía la oportunidad de un viaje pagado, le respondí que sí, claro. Además del viaje en sí, siempre aprendía algo en estas reuniones. Unos días después, me pasó los billetes y los datos de la reserva del hotel y me dijo que me había enviado un email con toda la información de la reunión. Miré el billete por encima y vi que el vuelo salía como a las cinco de la tarde y, según recordaba, todos los aviones a Londres a esa hora salían de Orly, que estaba bastante más cerca de casa que el aeropuerto Charles de Gaulle. Calculé a ojo la hora en que debía salir de casa y miré el correo electrónico de Lucía. Venía de la jefa de proyecto en Estados Unidos y los temas eran más de organización que de trabajo, pero lo que me llamó la atención fue que la reunión empezaba una hora después de la hora de aterrizaje del avión. Tenía garantizado llegar tarde, ya que desde Heathrow al centro de Londres, con suerte, era una hora, pero no me importaba. Iría directo y, al no ser alguien imprescindible en la reunión, daba igual si llegaba algo tarde.

El día del viaje llegó y Claude, el taxista de la empresa, vino a casa a buscarme. Yo estaba seguro de que el vuelo salía de Orly, que estaba más o menos cerca de donde vivía, pero cuando le pasé el billete a Claude, porque le pareció extraña la hora de despegue del vuelo, me dijo:

—Alejandro, pero este billete no es para Orly, es para Charles de Gaulle, que está muchísimo más lejos.

Le pregunté si podíamos llegar, y me dijo que lo dudaba, que podíamos salir muy rápido, pero que llegaríamos muy, muy justo.

Salimos a toda velocidad hacia Charles de Gaulle, corriendo por la A86 casi rompiendo el límite de velocidad, y saltando de carril en carril en “le Périph “de París, en dirección al aeropuerto. Cuando llegué, casi salté del taxi y corrí por el aeropuerto hasta finalmente encontrar el check-in, donde una azafata ya estaba guardando las cosas. Me acerqué y le pregunté si ese era el vuelo que salía hacia Londres. Me dijo que sí, pero que ya el embarque estaba cerrado. En ese momento pensé: “Vaya, esto es típico de mí, siempre pierdo los vuelos.” No sabía qué hacer para coger otro vuelo, ya que este había sido organizado por la empresa. La azafata entonces me miró y me dijo:

—A ver, por favor, pásame su billete.

Se lo pasé, ella lo miró, lo leyó varias veces, y me dijo:

strange coincidences

—Espere aquí, por favor.

 

Salió caminando rápido en dirección a unas puertas que cruzó.

 

Esta reacción de la azafata me pareció muy extraña. Pensé: “Esto puede ser bueno o malo. Pero malo no creo, porque si lo fuera, ella simplemente me habría dicho ‘Lo siento, está demasiado tarde, el vuelo está cerrado y no puede embarcar’.” El que se fuera casi sin decirme nada me llamó mucho la atención. Ya estaba pensando en que tendría que volver a casa cuando ella volvió y me dijo:

—Señor, por favor, sígame.

La seguí cruzando esas puertas y bajando unas escaleras que obviamente no eran para uso del público, sino que parecía algo para trabajadores del aeropuerto. Llegamos a una parte inferior donde nuevamente me dijo:

—Espere aquí, por favor.

El área estaba pintada toda de gris, pocos asientos, una cristalera que daba a la parte exterior del aeropuerto, algunos aviones esperando, y no había nadie más. Un poco sorprendido por lo que estaba pasando, esperé. Entonces vi a la azafata volver con un policía. Ahí nuevamente pensé: “¿Esto es bueno o es malo? Si viene un policía, seguramente es malo. ¿Pero por qué, si no he hecho nada?” Me llamó mucho la atención ver a este policía que se acercaba y me pidió mi pasaporte. Yo en esa época tenía un pasaporte de refugiado de las Naciones Unidas y se lo pasé. Lo miró extrañado y me dijo:

—Pero con este pasaporte usted necesita visa para entrar en el Reino Unido.

Le expliqué:

—Pues realmente no, porque si mira la tapa, verá que dice United Kingdom of Great Britain and Northern Ireland, por lo cual es un pasaporte de viaje para refugiados, pero emitido por el Reino Unido y ellos sí me dejan pasar porque es su documento.

Volvió a mirar y me dijo:

—Bien, vale. ¿Tiene usted algo que declarar en su equipaje?

Su pregunta me desconcertó: “¿Por qué le importaría eso a un policía?” pensé, pero mantuve la calma y respondí con expresión neutra:

—No, no tengo nada para declarar.

Tras mi respuesta, el oficial selló mi pasaporte. Me di cuenta de que no solo era un policía, sino también un oficial de inmigración. La situación me dejó perplejo. ¿Cómo era posible que la azafata haya logrado que un oficial de inmigración saliera de donde sea que estaba y viniera a esta sala gris y afuera todo de noche solo para sellar mi pasaporte? Nunca, jamás me había ocurrido una cosa así. Yo, para pasar por inmigración, tenía que hacer la cola como todo el mundo de fuera de Europa y, como todo el mundo, me sellaban el pasaporte con las preguntas desagradables de turno y sin sonreír o mirarme. Esto era rarísimo y para nada normal. El policía me devolvió el pasaporte y se fue. En ese momento la azafata me dijo:

—Espere aquí por favor.

Se fue por otra puerta. Yo nuevamente me quedé allí en esa habitación gris iluminada, viendo por fuera los aviones ya de noche, iluminados por los focos de luz del aeropuerto. No sabía qué pensar, no sabía qué hacer. Pero entre lo que estaba ocurriendo, entre bueno o malo, estaba claro que era más bueno que malo. De repente, oí una bocina ronca, como la de un camión, pitando. Pensé que, bueno, eran ruidos normales del aeropuerto. Pero, de nuevo, sentí el ruido de la bocina. Miré por la cristalera hacia afuera y vi a la azafata que me había estado ayudando, montada en un camión, haciéndome señas para que subiera. Yo, más extrañado todavía, abrí la puerta y salí corriendo hacia el camión. Me subí y la azafata, con una sonrisa profesional, me dijo:

— Por favor, póngase el cinturón de seguridad.

Me lo ajusté, y ella comenzó a conducir el camión del aeropuerto con rapidez y destreza, recorriendo pequeños caminos entre aviones y maletas por detrás del edificio del Charles de Gaulle. Nos estábamos alejando de la terminal, todo estaba oscuro, solo las luces del aeropuerto iluminaban. A lo lejos, vi un pequeño avión con las luces encendidas y una puerta abierta. De repente, me di cuenta de que íbamos hacia ese avión, el que debía tomar yo, y que me estaba esperando en la pista de despegue. ¿Pero, cómo era posible eso? Que un avión se detuviera justo antes de despegar para esperar a alguien, abrir la puerta y quedarse ahí en medio de la pista esperando. No me lo podía creer, hasta dudaba de la legalidad de lo que estaba pasando.

Me bajé del camión y empecé a correr hacia el avión, pero entonces recordé el esfuerzo de la azafata para que yo llegara a tiempo. Me vino a la mente la tableta de Toblerone que tenía en el bolsillo de la chaqueta, así que me detuve, me giré y corrí hacia ella. Me miró con cara de pánico, como diciendo: “¡Por favor, va en la dirección opuesta!”. Sin embargo, saqué el chocolate y se lo di, diciéndole “thank you” y “merci”. Luego, corrí de nuevo hacia el avión, donde un hombre me hacía señas para que me apresurara. Subí a toda velocidad por la escalerilla, y él cerró la puerta rápidamente, diciéndome:

—Siéntese allí, por favor, y póngase el cinturón.

Cogí mi pequeño bolso de viaje, me senté, y todavía no tenía puesto el cinturón de seguridad cuando el avión ya estaba corriendo por la pista de despegue. No podía creer lo que me estaba pasando. Y allí estaba, volando en dirección a Londres en un pequeño avión de lujo rodeado de gente VIP. En ese momento pensé que, al llegar a Heathrow, de todas maneras, llegaría tarde al hotel para el evento, pero ya el viaje en si estaba siendo muy entretenido.

strange coincidences
El avión no tardó en llegar a Londres, y desde la ventanilla pude ver la ciudad, cosa extraña cuando se va a Heathrow. Pensé que tenía suerte porque, aunque en otros vuelos, a veces el avión pasaba por encima de Londres, es algo muy raro. Pero esta vez, el avión empezó a descender cada vez más, y de repente los edificios estaban tan cerca que me sorprendí. ‘¿Y este avión? ¿A dónde va?’ pensé. Para mi asombro, aterrizamos en medio de la ciudad.

Aunque había vivido en Inglaterra muchos años, no sabía que existía un aeropuerto allí. Pero cada cual vive en su propia realidad. A pesar de mis estudios e ingresos actuales, cuando vivía en Inglaterra, lo hacía en Nottingham, en barrios de clase obrera. Allí no conoces a gente que viaja desde el London City Airport; ni siquiera sabía de su existencia. Bajé del avión y caminé junto al resto de pasajeros hacia un edificio pequeño en comparación con los otros aeropuertos londinenses. Crucé unas salas y, de pronto, me encontré en la calle, al lado de la parada de taxis. Miré alrededor, por si algún policía de inmigración me seguía para pedir mi pasaporte, pero no había nadie. Al parecer, los ricos pueden viajar sin control de aduana o inmigración. Subí a un taxi y decidí ir directamente a la reunión. Pensaba que el viaje sería de al menos 20 minutos, pero en cinco minutos ya estaba a las puertas del hotel en el centro de Londres donde se celebraba la reunión.

—¡Cinco minutos! —pensé—, ¿pero ese aeropuerto dónde está?

Pregunta que dejé para otro momento porque ya estaba en la planta de la reunión.

Dejé mi maleta y abrigo en una pequeña recepción y entré. Vi algunas caras conocidas como el director del departamento de soporte de Inglaterra, pero a casi nadie de las personas con las que solía tratar en reuniones internacionales de trabajo. Me extrañó un poco ver tan pocas caras familiares y empecé a sospechar que esta no era una reunión de trabajo común. Mis sospechas se confirmaron al entrar en una sala donde unos camareros ofrecían bebidas y vi a John McKenzie, el jefe máximo de todo soporte internacional de EMEA. Él no estaría en una reunión de trabajo ordinaria. Decidí tener cuidado con quien hablaba y qué decía. La confirmación llegó cuando vi que John, con quien había trabajado en Irlanda antes de ser un superjefe, estaba sentado junto a Mark Steven, el jefe de todo soporte a nivel mundial. Había conocido a Mark hace poco cuando visitó la oficina de soporte en París. Mi jefe directo organizó un grupo de angloparlantes para mostrarle la ciudad. Solo fuimos unas cinco personas y todo estaba yendo muy sobrio y formal hasta que, después de visitar la Basílica del Sacré-Cœur, paramos a comer en una terraza en una plaza de Montmartre. A mitad de la comida, en menos de cinco minutos, el cielo se nubló y empezó a llover torrencialmente. Los franceses, conocedores de su clima, se levantaron rápidamente y se refugiaron dentro del restaurante. Nos quedamos Mark, mi jefe Javier y yo, confiados en que unas gotas no estropearían una excelente comida y vino. Después de diez minutos, la comida y el vino estaban pasados por agua y nosotros empapados. La lluvia ganó.

—Alejandro —oí que alguien me llamaba. Era Mark, norteamericano, exfuerza aérea, de aspecto fuerte y afroamericano. Le saludé con la mano.

—Ven, acércate —me dijo en inglés. Me acerqué y les di la mano con una sonrisa, aún preguntándome en qué lío me había metido.

—Estaba justo contando a John lo de nuestra comida pasada por agua en Montmartre cuando entraste tú.— me dijo en tono simpático y siguió  —Vaya casualidad. Le dije a John: ese es Alejandro, con quien nos empapamos, y resulta que habéis trabajado juntos en Irlanda —.

A pesar de no saber por qué estaba yo en una reunión de altas esferas de la multinacional, decidí aceptar la situación como normal. Sin embargo, pedí una Coca-Cola en lugar de una cerveza al camarero cuando me preguntó. No es buena idea mezclar el alcohol con altos directivos cuando uno es un currela normal.

Estábamos allí los tres riendo y contando anécdotas cuando entró Eduardo, sonriendo mientras saludaba a alguien.

—Aquí viene tu jefe —me dijo John y le hizo señas con la mano para que nos viera. Eduardo iba a saludarlo cuando me vio a mí. Le cambió la cara a una que no mostraba mucha simpatía. Lo comprendí: ahí estaba el pesado de Alejandro, que casi hacía lo que le daba la gana, sentado con los dos cargos más altos de toda la reunión.

—Creo que es buena idea que os deje. Iré a preguntar si tienen cerveza tipo “Mild” para beber. Debo aprovechar que estoy en casa —les dije a Mark y John. Los dos, que habían notado claramente el cambio de actitud de Eduardo, estuvieron de acuerdo.
Saludé a Eduardo con la cabeza y, casi saliendo de la sala, oí a John llamándolo. Una Coca-Cola no era suficiente, así que me acerqué al bar a pedir una cerveza tipo “Mild”. El barman no tenía ni idea de lo que hablaba.

—¿Eres del norte? —me preguntó otro camarero. Le contesté que sí.

—Eso lo bebía mi abuelo. Aquí ya no existe. Como máximo te puedo ofrecer una “Bitter”, pero si has preguntado por una “Mild”, lo más probable es que te guste más una “Stout” —me dijo.

—¿Cuáles tienes? —le pregunté. Me mencionó unas cuantas que no conocía, excepto Guinness. Así que opté por esa morena irlandesa.

El camarero me la dejó en la barra y estaba esperando que la Guinness se asentara bien, cuando alguien me llamó. Yo ya no sabía qué esperar. Me giré y allí estaba Mei Ling.

—¡Qué bien que has podido venir! No sabía si te dejarían atender esta reunión, así que para asegurarme de que vinieras, la oficina de Singapur ha pagado todos tus gastos.

Por fin empecé a comprender lo que estaba pasando.

—¿Por qué has hecho eso? Un simple correo con copia a Javier hubiera valido.

—Es el cierre del proyecto ISO y tú y yo sabemos que puedo estar aquí gracias a ti. Quería agradecértelo en persona. Lo diré a todos los demás cuando me toque hablar como representante de APAC del gran trabajo que hiciste.

Al decirme esto me acordé de que Eduardo no tenía ni idea de nada de esto. Cosa que Mei Ling, siendo tan formal y jerárquica, no se imaginaría en la vida. Se lo expliqué rápidamente y le pedí que, por favor, en el agradecimiento mencionara a Eduardo. No quería tener problemas con él, que seguía siendo mi jefe. Mei Ling rápidamente se dio cuenta de la situación y me aseguró que lo haría.

Ahora comprendía el vuelo para altos ejecutivos y el perfil de las personas que estaban en esa reunión. Ni Eduardo ni John me habrían invitado nunca a rozarme con esos perfiles y menos pagar un vuelo de lujo. Mientras bebía mi Guinness, me preguntaba cuánto habría pagado Singapur por aquel billete que logró que el avión me esperara en la pista de despegue y que un policía de inmigración viniera solo para sellar mi pasaporte. Seguramente muchos meses de mi sueldo.

 

strange coincidences
La reunión resultó ser sumamente informal, marcando un cierre agradable para un proyecto que se había extendido casi dos años. La primera en hablar fue la jefa de proyecto, Mary Dickinson, que junto a su pequeño equipo, había cruzado desde Estados Unidos. Luego fue el turno de Mark y John, quienes expresaron su agradecimiento por el trabajo bien realizado, seguido de Mei Ling, representando a APAC. Describió lo logrado, destacando la comunicación y coordinación con el resto de los equipos y el escaso tiempo que tuvieron para ello. En su discurso, me señaló como el artífice de que Lotus APAC pudiera integrarse al proyecto, agradeciendo de inmediato a Eduardo por permitirme colaborar con Lotus Singapur y APAC. Subrayó que sin la decisión de Eduardo, ella no estaría allí. Por un momento, Eduardo me lanzó una mirada, pero esta vez mucho más relajada. Mei Ling había dado en el clavo con sus palabras.
La reunión terminó relativamente temprano y cada uno se dispersó hacia su respectivo hotel. El mío, como ya imaginaba, era un establecimiento de cinco estrellas en el centro de Londres. No observé a ningún otro compañero de la empresa alojado en el mismo lugar. Decidí guardar silencio sobre este detalle al volver a París, no fuera caso que Eduardo se hubiese tenido que conformar con un alojamiento de menor categoría.

Al día siguiente, durante el desayuno, vi que parte del equipo de Estados Unidos también se hospedaba en mi hotel, así que me acerqué a saludarlos. Esperaba preguntas sobre mi papel en la incorporación de APAC, pero Mary Dickinson ya les había contado todo y me trataron como a un alto ejecutivo de la empresa. Al finalizar el desayuno, la responsable de logística se me acercó y me comentó que viajaría a París con ellos en tren. Ya me estaba imaginando viéndoles con mareos y náuseas en el ferry entre Dover y Calais, cuando me aclaró que viajaríamos en el Eurostar. Claramente, el trato VIP aún no había terminado.

Nos dirigimos a media mañana hacia la estación de Waterloo. El vagón era de primera clase y no tuvimos que pasar por ningún control de pasaportes o aduanas. Casi ni me di cuenta de cuándo cruzamos por debajo del Canal de la Mancha. Solicité una Guinness a la azafata y, mientras viajaba a unos 300 km/h rumbo a París, reflexioné sobre lo agradable que resultaba ese estilo de vida: cruzar fronteras a todo lujo, sin filas ni apenas controles de pasaportes. Especialmente para mí, que con mi documento de viaje de la ONU —que incluía un texto diciendo “Válido para todos los países excepto Chile”—, usualmente era tratado en las aduanas del mundo como un ciudadano de tercera categoría. Este viaje había sido revelador: había vislumbrado la vida VIP y, sin duda, me había gustado mucho.

Epílogo

Reflexionando ahora, casi treinta años después, aún resuenan en mi memoria aquellos días lujosos, un recuerdo cálido de un tiempo distante, tan diferente y distante como el estilo de vida de aquellas personas con las que tuve el privilegio de cruzarme. Eran individuos de un estrato que parecía jugar bajo reglas propias, envueltos en una esfera de privilegios que el común de los mortales apenas podía imaginar. A menudo me pregunto sobre el impacto de tales vidas en el tejido de nuestro planeta; vidas que por su naturaleza consumen más recursos en un día de lo que muchos podrían en un año.

La ironía no escapa a mi reflexión ecologista: aquellos que tienen el poder de cambiar el curso de nuestra crisis climática son también quienes más contribuyen a ella por el mero hecho de mantener un estilo de vida que muchos considerarían insostenible. En esos días de viajes rápidos y fronteras que se desvanecían con la misma facilidad que una cerveza se asentaba en mi vaso, la pregunta de si tales individuos alguna vez renunciarían a ese modo de vida parecía retórica. Y sin embargo, aun sabiendo lo perjudicial que podría ser, reconozco que renunciar a ese espejismo de facilidad y comodidad no es tarea sencilla, ni siquiera para alguien consciente de sus implicaciones.

strange coincidences
Volando por encima de los demás
¿Lo harías tú? ¿Cambiarías de vida si de repente te encontraras navegando en esas aguas de privilegio, ajenas a las preocupaciones cotidianas de la mayoría? A veces, al mirar atrás, esos recuerdos sirven no solo para evocar la nostalgia de días más simples y grandiosos, sino también para cuestionar lo profundo de nuestras convicciones cuando se contrastan con la tentación de una vida sin restricciones. Una reflexión, al fin y al cabo, sobre lo humano de nuestras elecciones y el mundo que estamos dejando a las generaciones futuras.
Supongo que alguno se preguntará por qué no seguí en Lotus Assistance France, cuando cada cosa que hacía en algún momento encajaba a la perfección semanas o meses más tarde, para crear una imagen de poder y control dentro de la empresa. Sé que en unos pocos años podría fácilmente haber sido uno de los jefes y años más tarde haber estado en el grupo de directivos con una vida cómoda y segura. Pero casi un año más tarde ocurrió algo que no pude ignorar.

Caminando un sábado por la tarde por un bosque al lado de Bois-d’Arcy, mientras mi hijo de apenas dos años tiraba piedras en un arroyo, me preocupaba por su salud, ya que la contaminación del aire alrededor de París en esa época era bestial. Decidí entonces observar mi vida en el futuro, algo que hacían sin mucha dificultad las Machis de mi familia y que yo también había heredado. Una Machi, en la cultura Mapuche de Chile, actúa como bruja o chamán, sanadora y líder espiritual, capaz de ver más allá de lo evidente y de influir en el curso de la vida de su comunidad.

En ese momento, bajo la sombra de los árboles, tuve una visión. Vi el flujo del tiempo en mi vida, un río que se bifurcaba en múltiples direcciones. Podía ver cómo mis decisiones no solo afectaban mi camino, sino también el de mi hijo. Vi claramente que, si continuaba por la senda que había elegido, mi hijo se desvanecería de mi vida. No vi lo que le pasaría, pero su ausencia en mis visiones futuras me llenó de una profunda inquietud. Dos meses más tarde, íbamos de camino a Bilbao. Había dejado ese trabajo y había encontrado otro en una pequeña empresa.

La decisión de dejar Lotus y optar por un camino más modesto en España no se tomó a la ligera, sino que fue guiada por una visión clara de lo que realmente importaba para mí. Este cambio hacia Bilbao y la nueva dirección de mi vida profesional se debieron a que pude ver con claridad el efecto que mis decisiones tenían en mi familia y en el mundo. Esos años navegando en las turbulentas aguas del mundo empresarial me enseñaron que a veces es necesario sacrificar la comodidad material por algo más profundo y duradero. Mi viaje a través de estas experiencias me ofreció no solo una visión más amplia del mundo, sino también una comprensión más íntima de lo que realmente significa vivir en armonía con nuestros valores.

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Copyright Alejandro Ahumada Avila

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Alejandro Ahumada Escritor, podcaster y Administrador de sistemas informáticos
Alejandro Ahumada ha navegado su vida entre cambios y constancias, desde los cerros de Valparaíso hasta los valles de Cantabria. Tras la caída de Salvador Allende, que desencadenó una brutal persecución política contra personas como los padres de Alejandro, este se exilió con su madre a los trece años, encontrando refugio en el Reino Unido. Su travesía incluye Escocia, Nottingham, Dublín, Francia y Euskadi, hasta asentarse en Cantabria con su esposa, sus hijos y su gata, Déjà Vu. Ingeniero informático de profesión, Alejandro equilibra la lógica con la creatividad. Como escritor de relatos de fantasía y ciencia ficción, sus historias han sido descritas como "Realismo Mágico Personal". Inspirado por autores como Neil Gaiman, Isabel Allende, Terry Pratchett y Ursula K. Le Guin, su escritura convierte la vida en un lienzo mágico, donde cada experiencia revela la magia oculta en lo cotidiano.

VIPs

Coïncidences surprenantes

Dans la vie, il arrive parfois de tomber sur des coïncidences étonnantes. Permettez-moi de partager quelques-unes d’entre elles, survenues au début des années 90, alors que je travaillais chez Lotus Development, une multinationale de l’informatique bien connue. Vous vous rappelez sans doute de Lotus 1-2-3, l’un des premiers tableurs qui fit passer Lotus d’une start-up à une corporation mondiale. Tout allait bien jusqu’à ce que la concurrence de Microsoft Excel et un lancement raté de Lotus 1-2-3 pour Windows n’affectent drastiquement notre marché. Cependant, Lotus n’était pas en reste et lança Lotus Notes, un produit innovant dont les racines se mêlent à celles du web lui-même, offrant un environnement documentaire sûr et avancé. Bien qu’IBM finisse par racheter Lotus, Lotus Notes perdure, maintenant connu sous le nom de HCL Domino.

Éire (Irlande)

 

Mon voyage avec Lotus commença à Dublin peu après mon mariage avec une femme charmante, d’une beauté incroyable, éduquée, et qui, en plus de l’espagnol, parlait anglais et français. À cette époque, le bureau irlandais était l’un des plus importants d’Europe, car c’est là que les produits Lotus étaient traduits dans presque toutes les langues du monde. J’y jouais un rôle crucial en assurant le support de deuxième niveau pour divers produits de cette entreprise américaine, assistant des techniciens qui, à leur tour, aidaient les clients. C’était une période dorée, pleine d’amitiés précieuses, et l’avenir semblait débordant de possibilités infinies.

Après environ deux ans en Irlande, connue comme l’île émeraude d’Europe, nous reçûmes une nouvelle inattendue au sein de notre groupe technique spécialisé, composé de seulement huit membres : nous aurions un nouveau chef de haut rang dans la structure hiérarchique de la multinationale. Cela nous surprit, pourquoi un groupe si petit nécessiterait-il un dirigeant de ce niveau ?

L’explication arriva lors de notre première réunion avec John McKenzie, un Américain d’une quarantaine d’années, aux cheveux bruns foncés et de haute stature, qui avait voyagé depuis les États-Unis spécifiquement pour rencontrer l’une des plus petites équipes de Lotus Development en Irlande. Il révéla qu’il y avait des plans pour élargir et centraliser la structure de support, unifiant tous les bureaux avec du personnel technique à Paris, ce qui incluait notre équipe en Irlande.

— Cela signifie-t-il que notre équipe en Irlande va fermer ? — demanda notre chef d’équipe.

— Je regrette de le confirmer, mais oui. Cependant, en raison de votre performance reconnue, je vous encourage à envisager de déménager à Paris. La ville des lumières, avec sa gastronomie exquise, ses vins et ses charmes. J’offre un paquet économique supplémentaire de mille livres, supérieur au standard de l’entreprise — nous proposa John. Personne ne montra d’intérêt.

— Seulement mille livres ? — demandai-je, conscient que ce nom que nous avions gagné au sein de l’entreprise était dû à notre travail, mais pas seulement technique, mais aussi à notre connaissance du fonctionnement des différents départements de développement et de marketing de l’ensemble du groupe.

— D’accord, deux mille livres. Je n’ai pas ce budget actuellement, mais une fois la nouvelle structure de support établie, je pourrai vous accorder cette somme — promit-il.

— Nous y réfléchirons — répondîmes-nous.

Bien que nous ne l’ayons pas dit explicitement, il était évident que personne n’était intéressé à se déplacer à Paris. À cette époque, l’Irlande était l’épicentre de la technologie de pointe en Europe, et les opportunités professionnelles étaient exceptionnelles pour une équipe avec nos compétences.

Peu de temps après, le responsable des Ressources Humaines nous convoqua individuellement pour nous présenter deux options : nous déplacer en France avec un paquet économique attractif ou quitter l’entreprise, avec la possibilité de recevoir des cours pour améliorer nos compétences en entretien d’embauche. Nous choisîmes tous la deuxième option. Ces cours se révélèrent précieux à long terme, m’aidant dans diverses situations, comme dans des débats sur l’écologie politique ou pour expliquer le système électrique espagnol et le concept de monnaie sociale. J’avais déjà un emploi assuré dans la nouvelle équipe de support technique de Creative Labs, spécialisée en multimédia pour PC, lorsque quelque chose d’inattendu se produisit.

Alors que je discutais d’un problème technique avec Mercedes de Lotus Espagne, je reçus un email du nouveau directeur de Lotus Assistance France. Il proposait un voyage à Paris pour découvrir la ville et le lieu de travail. Si nous décidions de déménager en France après la visite, l’offre économique serait encore plus généreuse. Bien que j’eusse une bonne proposition de Creative Labs, l’idée d’un voyage payé à Paris était tentante. Ma femme et moi décidâmes d’accepter. Je savais que la réticence de l’équipe à se déplacer en France était un problème pour le directeur, qui se trouvait confronté à l’absence d’une équipe de support technique de deuxième niveau. J’acceptai l’offre, à condition qu’elle couvre également le voyage de ma femme et de mon fils d’un an, ce à quoi il accéda sans hésiter.

Mon unique expérience précédente à Paris avait été brève, en route pour la Suisse, donc j’étais enthousiasmé par la visite. Ma femme, qui parle couramment le français, était aussi enthousiaste. À notre arrivée à l’aéroport Charles De Gaulle, nous fûmes accueillis par Claude, un chauffeur de taxi engagé par Lotus France, qui nous conduisit à un petit hôtel à Saint Quentin en Yvelines. Il nous indiqua la localisation des “magasins” proches, que Loreto clarifia qu’il s’agissait de boutiques, et non de magazines comme je le pensais. Le lendemain, Claude me conduisit au bureau de Lotus Assistance France, où Eduardo Fonseca, le directeur, m’attendait pour me montrer les installations. Bien que je manifestai de l’intérêt, je savais que je ne resterais pas, ce qui me fit sentir mal à l’aise quand, ce soir-là, Eduardo et sa femme argentine nous invitèrent à dîner chez eux. La viande qu’ils préparèrent fut extraordinaire, mais pas suffisante pour changer ma décision, ce que je lui communiquai. Il me suggéra simplement de profiter du séjour et de lui donner ma réponse finale depuis l’Irlande.

Le jour suivant, nous allâmes acheter quelque nourriture pour bébé, car celle de l’hôtel ne convenait ni à notre goût ni à celui de notre fils. Nous entrâmes dans un Carrefour, l’un de ceux qui abondent encore partout, mais quelque chose d’extraordinaire se produisit lorsque nous arrivâmes au rayon des fruits.

Soudain, ma femme s’arrêta net, me regarda et dit :

— Les fruits sentent !

Coïncidences Inexplicables

Je respirai profondément et, effectivement, je pus distinguer le parfum des pommes et des pêches, mélangé à d’autres odeurs qui me rappelèrent mon enfance à l’autre bout du monde, où les fruits sentaient aussi. Je ne sais pas si vous avez déjà acheté des fruits dans les magasins ou supermarchés des îles britanniques. Là-bas, les fruits n’ont presque pas d’odeur et manquent de saveur. À part quelques pommes, ils n’ont presque pas de fruits locaux, donc ils les importent de pays aussi lointains que le Chili ou l’Afrique du Sud. Cela signifie qu’ils les cueillent avant maturité, et ils mûrissent durant le voyage, perdant une grande partie de leur saveur et toute leur odeur.

Je pris une pomme et la sentis. En un instant, je redevenais un enfant mordant dans une pomme de celles que ma grand-mère achetait à Rancagua. Ma femme et moi nous regardâmes et nous savions : nous allions vivre en France. Pas seulement pour nous, mais aussi parce que l’idée que notre fils puisse grandir en connaissant cette qualité de nourriture fraîche nous convainquit complètement. Le lendemain, je l’annonçai à Eduardo.

— Hahaha, je savais que quelque chose de ce genre vous arriverait. Bienvenue en France ! — me répondit-il.

La France

 

Quitter mes amis irlandais fut triste, mais plus encore fut le départ de l’Irlande, Éire [ˈeːɾʲə]. L’Irlande, un pays unique qui, tout comme moi, marie un esprit latin avec une Celtic/Anglo-Saxon culture. Mais la France était une pomme à croquer.

Lotus s’occupa de notre déménagement, engageant une entreprise spécialisée dans les transferts de personnel diplomatique et nous fournissant des billets en première classe pour voyager de Dublin à Paris. Une fois de plus, Claude nous attendait, ce personnage qui allait devenir un bon ami avec le temps. Ce fut lui qui m’expliqua la réglementation routière française, qui impose de céder le passage aux véhicules venant de la droite, y compris dans les ronds-points. Exactement l’inverse de ce qui se fait en Angleterre, en Irlande et en Espagne. Mon ignorance de ces règles m’amena à traverser le rond-point de l’Arc de Triomphe à environ 60 ou 70 kilomètres à l’heure, terrorisant ceux qui arrivaient par la droite. C’était la seule manière que j’avais trouvée pour traverser sans que personne ne me coupe la route. Quand Claude m’expliqua cela, je compris les cris de panique de mes collègues français quand ils voyageaient avec moi à Paris, proférant toutes sortes de jurons en français. Une langue que je ne comprenais pas encore, si bien que j’assumais que ces cris étaient adressés aux autres conducteurs parisiens, mal élevés et fous au volant.

L’ambiance de travail en France était très agréable. J’étais entouré de jeunes de seize nationalités différentes. Culturellement, je me sentais toujours plus proche du nord, donc je m’entendais très bien avec les Belges, les Danois et les Suédois. Il n’y avait ni Britanniques ni Allemands dans notre équipe, car, en raison de la taille de leurs marchés chez Lotus, ils avaient leurs propres équipes. Mon travail consistait spécifiquement à fournir un support technique de deuxième niveau pour une gamme de produits, mais ma connaissance approfondie de l’entreprise et de sa technologie me conduisit bientôt à assumer des responsabilités au-delà de mon profil technique. Mes collègues de travail et mon chef direct, Javier, étaient ravis que je puisse résoudre des problèmes de produits en français ou en espagnol avec un simple appel aux chefs d’équipe en Irlande. Mais avec le temps, je commençai à gagner une réputation de quelqu’un ayant plus d’influence dans l’entreprise que ne devrait en avoir un simple technicien. Tout cela commença de manière inattendue.

Environ quatre mois après notre arrivée en France, des amis et anciens collègues de travail en Irlande annoncèrent leur mariage. Bien que mon salaire n’était pas mauvais et que l’aide économique pour le déménagement en France avait été généreuse, nous avions dépensé presque tout pour meubler notre appartement de manière très austère, avec seulement l’essentiel d’Ikea. Je n’avais donc pas assez d’argent pour voyager à Dublin, et à cette époque, bien que Ryanair existât déjà, ce n’était pas encore la compagnie à bas prix d’aujourd’hui. Les billets d’avion étaient très chers. Je décidai de parler à Eduardo pour voir si je pouvais obtenir une partie de l’argent supplémentaire que John McKenzie avait promis en Irlande à ceux qui se déplaceraient à Paris.

— Je ne sais pas de quoi tu parles. Quel argent ? — me répondit Eduardo. — Quand j’étais dans l’équipe de Dublin, ils ont promis un supplément pour ceux qui viendraient à Paris. — lui répondis-je, un peu surpris qu’il ne le sache pas.

— Désolé, mais je t’ai déjà donné un très bon paquet d’argent pour que tu viennes et c’est ce que tu as accepté. Je ne sais rien d’un supplément et je ne te donnerai rien de plus. — dit-il très sérieusement.

J’acceptai sa réponse, mais quelque chose en moi ne voulait pas en rester là. En retournant à mon bureau, j’appelai mon ancien chef à Dublin, Brian, et lui expliquai la situation.

— Oui oui. Je me souviens qu’il l’a dit. Tu ne l’as pas reçu ? — me demanda-t-il.

— Non, je n’ai rien reçu de cela et Eduardo, qui n’en sait rien, me dit qu’il m’a déjà tout payé ce qu’il avait offert. — lui répondis-je.

— C’est vrai. Ne t’inquiète pas, je vais le rappeler à John. —

Je remerciai Brian et lui proposai de passer au support s’il visitait un jour Lotus en France. Je me sentis soulagé en me souvenant de l’argent, car non seulement il couvrirait le voyage en Irlande, mais il me permettrait également de profiter de mes jours de vacances restants. Après quelques jours à Dublin, nous prévoyions d’aller à Bilbao pour visiter la famille de Loreto. Sachant que Lotus était une grande entreprise, recevoir l’argent pourrait prendre du temps. « Les choses de palais vont lentement », comme on dit. Je consultais mes emails quand le téléphone sonna. C’était Eduardo.

— Alejandro, peux-tu venir un moment ? — demanda-t-il.

— Bien sûr, j’arrive tout de suite — répondis-je, en espérant que sa mauvaise humeur soit passée. En arrivant à son bureau, je le trouvai en train d’écrire à son ordinateur. Je frappai à la porte.

— Entre — dit Eduardo, avec une expression étrange. — Je ne sais pas comment tu t’y es pris, mais John McKenzie, qui est le chef de mon chef, vient de m’appeler et m’a dit : « Paie à Alejandro l’équivalent de deux mille livres. » et il a raccroché. Eh bien, j’ai déjà demandé à Lucía de te faire le virement. C’est tout. — Son ton reflétait la surprise, et cette expression demeurait sur son visage. J’allais répondre que John avait été le chef de mon chef temporairement en Irlande, mais une petite voix dans ma tête me dit de ne pas le faire. Cela pourrait m’être utile qu’Eduardo, également chef de mon chef, pense que j’avais des contacts avec les directeurs là-haut dans la stratosphère de la multinationale.

Quelques semaines plus tard, j’étais à Dublin avec Loreto et Álvaro, profitant de la fête de mariage. Nous logions chez ma sœur. J’en profitai pour passer au bureau de Lotus et remercier Brian pour son aide. Je lui racontai l’appel de John à Eduardo et il m’expliqua que John était pressé par une réunion importante et avait décidé d’appeler Eduardo avant de l’oublier. C’est pourquoi il avait semblé brusque. Intérieurement, je souris, reconnaissant pour la manière dont les choses s’étaient alignées en ma faveur, sans imaginer que le destin me réservait une autre surprise.

Je décidai de rendre visite à quelques collègues de travail. L’un d’eux était responsable des imprimantes. En France, nous faisions face au défi que, bien que Windows fût déjà installé sur de nombreux PC, il y avait encore des utilisateurs de MS-DOS. À l’époque de MS-DOS, chaque application nécessitait ses propres pilotes d’imprimante, contrairement à Windows. Si un client avait des problèmes pour imprimer avec Lotus 1-2-3 sur une imprimante spécifique, nous ne pouvions pas faire de tests par manque de modèles différents.

Quand je saluai mon collègue, je lui parlai de notre problème en France et lui demandai s’il avait quelques imprimantes qu’il pourrait nous prêter.

— Je suis content que tu demandes — répondit-il. — Avec la transition vers Windows, nous n’avons plus besoin de ces imprimantes pour les tests et je dois m’en débarrasser. — Je regardai les armoires remplies d’imprimantes modernes.

— Et que comptes-tu en faire ? — demandai-je.

— Nous ne pouvons ni les vendre ni les donner aux employés, mais oui à d’autres départements. Je suis en train de chercher des devis pour les éliminer, ce qui est coûteux pour des produits électroniques. —

— Sérieusement ? Mieux vaut les envoyer en France, nous en avons besoin pour le support des clients de MS-DOS — suggérai-je.

— Bonne idée. Je vais comparer les devis et si c’est moins cher de les envoyer que de les éliminer, je te les envoie — dit-il.

Le lendemain, je partis pour l’Espagne pour continuer mes vacances, satisfait de la façon dont les choses s’étaient réglées.

Je retournai au travail deux semaines plus tard, bronzé et impatient de continuer à profiter de la vie en France. Mon lieu de travail était une sorte de hangar de plain-pied, entouré de grandes fenêtres sur trois côtés et avec un vaste espace ouvert. Chaque poste de travail était un petit cube avec une ou deux tables, séparé par des panneaux solides d’un mètre cinquante de hauteur qui offraient une certaine intimité tout en permettant de voir et d’entendre tout le monde. Les cubes étaient regroupés, séparés par des couloirs servant de chemins pour se déplacer dans le bureau.

En entrant, je saluai quelques collègues près de l’entrée. Ils me rendirent le salut, mais avec des regards étranges. Je continuai vers mon cube, remarquant la même expression de surprise sur d’autres visages. Je commençai à soupçonner quelque chose de bizarre, peut-être m’avait-on licencié et personne ne m’en avait informé, quand Jose, un jeune Français d’origine républicaine espagnole, s’approcha de moi et me dit en espagnol avec un accent français :

— Bienvenue. Tu n’as aucune idée du bazar que tu as causé.

— Quel bazar ? Je ne comprends pas de quoi tu parles. — lui répondis-je.

— On ne t’a pas contacté ? On ne t’a rien dit ? —

— Non, mais qu’est-ce qui s’est passé ? — demandai-je, de plus en plus intrigué.

— Je ne suis pas surpris qu’ils n’aient pas pu te localiser si tu étais parti en vacances dans un village perdu dans les montagnes du Pays basque. —

J’allais corriger en disant que Bakio était sur la côte, mais il m’interrompit :

— Viens, regarde. — Il me guida à travers le bureau jusqu’à l’autre extrémité, où il y avait auparavant un espace ouvert près des toilettes et de la cafétéria. Maintenant, il y avait une table avec des imprimantes.

— Ah, je vois que Paul a pu envoyer les imprimantes. — dis-je, un peu confus en voyant un groupe de personnes autour de nous, attendant ma réaction. — Je pensais qu’il en enverrait plus. — Le rire éclata parmi eux, suivi de commentaires en plusieurs langues, aucune en espagnol ni en anglais.

— Mais bon sang, qu’est-ce qui s’est passé ? — dis-je, fatigué du mystère.

— Désolé. — répondit Jose en riant. — Au début, c’était un problème, mais maintenant c’est amusant. — Il commença à me raconter ce qui s’était passé.

Quelques jours après mon départ d’Irlande, et sans que je le sache, un livreur arriva à Lotus Assistance France.

— Bonjour. J’ai une caisse pour Alejandro Ahumada. — dit-il à la réceptionniste, qui ignorait que j’étais en vacances.

— Alejandro Ahumada ? — demanda-t-elle, surprise qu’un technicien reçoive quelque chose de la sorte.

— Oui, c’est de Lotus Ireland pour Alejandro Ahumada de Lotus Assistance France. —

— Savez-vous ce que cela contient ? —

— Il est écrit que c’est du matériel. —

— D’accord, un moment, je vais appeler le responsable des réseaux et du matériel. — Lucía alla chercher Patricio, un technicien d’apparence polynésienne connu pour son bon humour.

— Bonjour, on m’a dit que vous apportez quelque chose de Lotus Ireland. Pouvez-vous le laisser ici à l’entrée, s’il vous plaît ? — demanda Patricio, mais le livreur semblait perplexe.

— Non, je ne peux pas. C’est trop lourd et ça ne rentre pas ici.

— Comment ça, ça ne rentre pas ? — Patricio était déconcerté.

— Suivez-moi, s’il vous plaît. — Dehors, dans le parking, il y avait un énorme camion avec une caisse en bois gigantesque.

— C’est la caisse pour Alejandro Ahumada. —

— For fuck’s sake! What a mess Alejandro has created! Comment allons-nous faire entrer ça dans le bureau ? —

— Je n’en ai aucune idée, mais je ne peux attendre que deux heures pour décharger. — Patricio réalisa dans quel pétrin il se trouvait.

— Putain ! Merde ! Quel bordel Alejandro a causé ! — s’exclama Patricio avec ce ton unique des Français lorsqu’ils lâchent des jurons.

Et c’est là que le spectacle commença. Patricio ne savait pas comment diable ils allaient faire entrer une caisse de trois mètres sur trois et deux de haut dans le bâtiment en moins de deux heures. Le livreur lui précisa que le camion avait une grue, résolvant ainsi la première partie du mystère. Mais où la mettraient-ils ? Après réflexion, il se rappela que certaines fenêtres du bureau étaient démontables. Sans perdre un instant, il appela le responsable de la maintenance du complexe de bureaux, qui confirma son plan.

À toute vitesse, des ouvriers furent envoyés et, en une heure et demie, une section du bâtiment était démontée. Les techniciens de support, dont l’espace de travail était juste dans cette zone, durent se déplacer rapidement, emportant leurs PC et téléphones, sûrement en me maudissant dans de multiples langues en voyant la file des appels de support grandir et grandir.

Le camion se positionna le plus près possible du bâtiment, et la grue plaça l’énorme caisse à côté des toilettes. Cela généra un inconvénient inattendu : désormais, pour aller aux toilettes ou à la cafétéria, il fallait faire un détour par le bâtiment. Mes collègues de travail me gardèrent à l’esprit pendant des jours chaque fois qu’ils voulaient prendre un café ou aller aux toilettes.

Coïncidences Inexplicables

— Et où est cette énorme caisse maintenant ? — demandai-je à Jose.

— Nous l’avons démontée tous ensemble. Silvia, qui est la plus petite, est entrée et a commencé à nous passer les imprimantes les plus légères. Quand il y eut plus d’espace, nous avons pu démonter la caisse. Je n’avais jamais vu autant d’imprimantes. — me répondit-il.

— Et où sont-elles maintenant ? —

— Patricio a acheté des étagères et les a placées dans le couloir menant à la salle des serveurs. Va voir, il a sûrement quelque chose à te dire. — me dit-il en souriant.

En m’approchant de la salle des serveurs, où Patricio avait son poste, je vis que le couloir et la salle avant les machines étaient remplis d’étagères métalliques avec des imprimantes de toutes sortes. Patricio, depuis son bureau vitré, me salua avec un sourire.

— On t’a déjà raconté ? — fut la première chose qu’il me dit.

— Oui, et je suis désolé. On aurait dû me prévenir et je n’aurais jamais imaginé qu’ils seraient si rapides ni qu’ils enverraient tant d’imprimantes.

— Si tu avais été là quand elles sont arrivées, je t’aurais tué ! Nous étions tous comme des fous, sans savoir ce qu’il y avait dans la caisse jusqu’à ce que Silvia réussisse à entrer. Nous avons imaginé de tout, depuis de la contrebande de Guinness jusqu’à une voiture. — dit-il en riant.

— Lotus Ireland n’aurait rien envoyé de tout cela — lui dis-je, un peu vexé mais sérieux.

— Hahaha ! C’était une blague. C’est pourquoi j’ai laissé qu’ils démontent les fenêtres et qu’ils fassent entrer la caisse. Tu nous as résolu beaucoup de problèmes avec ces imprimantes. C’était une idée géniale. — me rassura-t-il.

Souriant, je lui dis : — Je suis content. Allez, je t’offre un café.

— Non, merci, je viens d’en prendre un. Eduardo m’a dit de te dire qu’il te cherchait dès qu’il te verrait.

« Merde », pensai-je, en répondant : — Merci, j’y vais tout de suite.

Je me rendis au bureau d’Eduardo et frappai à la porte.

— Ah, te voilà. Comment étaient les vacances ? — me demanda-t-il.

— Bien, et je suis désolé pour le bazar des imprimantes. — répondis-je.

— OK, mais allons droit au but. Combien dois-je payer pour ça ?

— Rien — lui dis-je —. C’est un cadeau de Lotus Ireland.

— Un cadeau ? — dit-il, avec une expression d’incrédulité.

— Tu as de bons amis dans l’entreprise, non ? — me demanda-t-il. Je réalisai qu’il valait mieux ne pas donner trop d’informations et répondis :

— Plus que des amis, je connais bien mes contacts.

— D’accord, bienvenue de retour. Maintenant, s’il te plaît, mets-toi au travail pour les choses pour lesquelles je te paie.

Ce ne fut pas la dernière surprise que je réservai à Eduardo.

Singapura (Singapour)

 

Cela faisait déjà un an que je travaillais en France quand j’appris que l’équipe de John McKenzie, le principal responsable du support à l’échelle mondiale, avait décidé que notre département devait obtenir la certification ISO 9002. Cela était essentiel pour assurer aux clients la qualité de notre méthodologie de travail. Grâce à ma connaissance de l’entreprise et à mes contacts dans les bureaux du monde entier, j’étais le choix évident pour Eduardo lorsqu’on lui demanda des noms pour diriger la création de la documentation de toutes les procédures en vigueur dans notre département de support. L’équipe internationale était dirigée par Mary Dickinson de Lotus USA, une Américaine avec une vaste expérience en gestion et un talent exceptionnel pour les relations humaines.

De manière inattendue, je me retrouvai à jouer le rôle d’un chef d’équipe, bien que rémunéré au salaire d’un simple technicien. Ma tâche était de coordonner des personnes de différents groupes de support pour documenter leurs procédures quotidiennes. Bien que cela fût plus agréable que de donner du support sur le logiciel de Lotus, déjà trop familier pour moi, persuader les responsables de chaque équipe de libérer une partie de leur personnel pour le projet ne fut pas simple. Nous avions besoin de leur collaboration environ quatre heures par semaine, ce qui signifiait quatre heures de moins pour leurs tâches habituelles. Cela ne fut pas bien accueilli par les responsables, car ils devaient compenser en quelque sorte l’absence de ces “ressources”. Ils résistèrent d’abord, mais leurs plaintes à Eduardo furent de courte durée, car il leur expliqua qu’il s’agissait d’un projet de la direction supérieure et que le responsable en France, c’était moi.

Tout fonctionna à la perfection. Nous établîmes une procédure pour gérer la documentation créée et tenions des réunions en ligne hebdomadaires avec les autres équipes des États-Unis, du Royaume-Uni, d’Allemagne, de l’EMEA, et devions également inclure Singapour, centre du support en Asie. Il fut gratifiant de voir comment certains des membres sélectionnés, habitués uniquement à interagir avec les clients, découvrirent des facettes inconnues de l’entreprise. Je me souviens particulièrement de Matthijs, un Hollandais sérieux et efficace, ancien capitaine de chars, dont la participation au projet fut clé pour son ascension ultérieure au poste de manager chez IBM.

Après plusieurs mois de travail, j’assistai à ma première réunion en personne avec tous les responsables d’équipe du monde entier à Boston. Découvrir cette ville fut une expérience très enrichissante pour moi. Ce qui me frappa d’abord, ce fut de rencontrer des personnes parfaitement normales, luttant chaque jour pour s’en sortir et s’occuper de leurs familles, sans aucun intérêt pour détruire des projets politiques utopiques comme celui d’Allende au Chili. De tous ceux que je rencontrai, personne ne savait qui était Allende et certains ne savaient même pas situer le Chili. —Au sud du Mexique,— me disaient-ils. De plus, et cela fut une surprise, la culture latine était quelque chose de familier pour eux. Dans un pays anglophone, pour la première fois, je sentis que mon nom n’était pas un mystère.

Les réunions de travail m’avaient été très utiles pour apprendre à gérer des équipes et à parler en public. La seule déception fut de découvrir que la célèbre norme de qualité ISO exigeait seulement que les processus de travail soient documentés, pas nécessairement qu’ils soient de qualité. Mais y participer me permit de découvrir Boston et sa ville sœur, Cambridge, de l’autre côté de la rivière Charles, où je pus visiter le MIT et m’introduire à Harvard University.

Peu avant de retourner en France, Mary, la responsable du projet, vint me parler.

— Que penses-tu de tout ça ? — me demanda-t-elle.

— Bien. J’apprends beaucoup et Cambridge et Boston m’ont plu plus que je ne l’aurais imaginé, — lui répondis-je, attendant la question habituelle de “Qu’attendais-tu donc ?”, mais Mary me surprit avec une autre question.

— Tu as travaillé avec l’équipe de support à Singapour, n’est-ce pas ?

— Oui. J’y ai passé deux semaines quand je travaillais en Irlande, pour enseigner le support sur Lotus Agenda, — répondis-je, devinant que la conversation allait au-delà de la simple curiosité.

— As-tu rencontré Mei Ling, la chef de support ?

— Oui. J’ai participé à plusieurs réunions avec elle et à deux déjeuners d’entreprise. De plus, nous avons eu une discussion très intéressante sur la manière dont le support est géré là-bas et comment cela se fait en Europe, — répondis-je.

Elle me regarda quelques secondes puis dit :

— Je vais te parler d’un problème que nous avons et que personne n’a réussi à résoudre. Cela doit rester entre nous, s’il te plaît.

L’organisation des groupes pour créer les procédures ISO s’est très bien déroulée en Europe, comme tu as pu le constater toi-même, mais nous n’avons aucune nouvelle d’Asie. J’ai écrit et parlé avec Mei Ling, la directrice du support de Singapour, mais elle m’a clairement dit qu’elle ne pouvait rien faire. C’est une décision de son chef, M. Koh, qui est également le PDG pour toute l’Asie, et apparemment, il ne juge pas important de cesser de travailler pour générer de la documentation. Ce n’est pas du travail de support.

J’ai même demandé à John McKenzie, PDG de tout le support international, de lui parler, mais sans succès. Nous n’avons eu aucune réponse de Singapour.

Je fus surpris qu’elle me le confie, jusqu’à ce que je me rappelle que dans ce projet, j’avais le niveau de chef d’équipe pour la France.

— D’accord. Je parlerai avec Mei Ling pour voir ce qu’il est possible de faire, — lui dis-je, pensant que je m’engageais dans une affaire compliquée.

— Toute aide sera la bienvenue. L’Asie ne peut pas être exclue des procédures de support international, — me répondit-elle.

Quelques jours plus tard, de retour en France, je contactai Mei Ling par email. Je fus très formel, lui demandai des nouvelles de collègues de travail qui, littéralement, m’avaient choyé et montré la cité-état quand j’étais là-bas, et lui expliquai que la documentation était un processus important et que Lotus Asia ne pouvait pas en être exclu. Sa réponse le lendemain était celle à laquelle je m’attendais. Qu’elle était désolée, mais qu’elle ne pouvait rien faire. Cela dépassait ses compétences. C’était le chef de son chef qui devait approuver la mise en place de ressources pour le projet et à lui, cela ne semblait pas important. Je suggérai d’envoyer un autre courriel à M. Koh en m’incluant en copie conforme (CC), afin que je puisse être informé de la conversation et apporter mon point de vue. De cette manière, je commençai à élaborer un plan dans ma tête.

Une semaine plus tard, je reçus un courriel interne de Mei Ling. Le message était adressé à M. Koh avec mon nom en copie conforme. Ling insistait sur le fait que Lotus Support Asia devait participer aux procédures en cours d’établissement. Elle demandait la permission et les ressources nécessaires pour intégrer quelqu’un dans les équipes de travail. Le lendemain, dès mon arrivée au bureau, je vérifiai les incidents techniques qui m’étaient assignés et ensuite j’ouvris ma boîte de réception. J’avais un courriel du M. Koh qui répondait à Ling. Le message répétait essentiellement que les priorités de support en Asie étaient différentes. Affecter des ressources à des questions internes était secondaire par rapport aux relations avec les clients et qu’en ce moment, il n’y avait pas de ressources pour tout, donc les clients étaient la priorité et les projets internes ne l’étaient pas.

Je me levai de mon siège et descendis au rez-de-chaussée pour chercher un café. L’aire de la cafétéria, où nous mangions ce que nous apportions de chez nous, était vide pendant les heures de travail. Je me préparai un café et m’assis à une des tables, réfléchissant à comment répondre à ce message. La réponse devait être une combinaison parfaite de courtoisie, de fermeté et de soutien. Je savais l’importance de cela, car lors de mon séjour là-bas, je m’étais rendu compte de la formalité et du respect avec lesquels les hiérarchies de l’entreprise étaient traitées. Cela ne me coûta pas de m’adapter, ayant grandi dans un pays où l’on traitait toujours les aînés avec le plus grand respect, et à Singapour, le respect envers les chefs était très similaire.

Je retournai à mon poste et répondis au courriel de M. Koh. Un message décisif et ferme, indiquant que ne pas participer à l’organisation internationale du support n’était pas une option. Cela affecterait négativement le travail de l’équipe d’Asie à l’avenir. Le support international devait être une grande équipe d’entraide mutuelle et Singapour devait en faire partie. Tout cela avec un anglais assertif, mais très poli. Je relus le courriel plusieurs fois, puis l’envoyai avec copie à Mei Ling. J’espérais ne pas m’être trompé de ton.

Coïncidences Inexplicables

Quelques jours plus tard, je me souviens que c’était un vendredi, en arrivant le matin et en ouvrant mon courriel, je vis un message de M. Koh. Je respirai profondément trois fois, car j’étais nerveux et voulais lire le message avec calme. Je savais parfaitement que si M. Koh découvrait que, malgré mes responsabilités dans le groupe de travail de l’ISO, je n’avais aucune autorité dans la hiérarchie de Lotus France, il pourrait ne pas apprécier le ton que j’avais utilisé et je pourrais facilement perdre mon travail.

Pour me détendre un peu avant d’ouvrir le message, je me concentrai sur le moment présent. J’écoutai Derek, mon collègue d’équipe, aider quelqu’un par téléphone en français parmi le bruit de plusieurs personnes parlant entre elles ou au téléphone pour donner du support technique dans différentes langues, qui était le son typique de notre bureau. Je regardai par la fenêtre et observai un petit oiseau qui se glissait entre la rangée d’arbres bordant cette partie du bâtiment. Dans ce moment de tranquillité, je cliquai sur le message et le lus. M. Koh était d’accord avec moi et fournirait les ressources nécessaires pour que l’équipe de support de Singapour participe aux équipes de travail. Je relus le message plusieurs fois, presque sans croire que j’avais réussi quelque chose que même les directeurs des États-Unis n’avaient pas pu obtenir. En fermant le courriel, je vis que quelques lignes plus bas, j’avais un autre message non lu de Mei Ling. Elle me remerciait profondément pour mon soutien, car maintenant, ils pouvaient participer aux équipes internationales.

London (Londres)

 

Presque deux mois plus tard, une après-midi, Lucía s’approcha de moi et me dit qu’elle avait reçu un courriel demandant ma participation à une réunion à Londres pour toute l’équipe en charge de la certification ISO. Elle me demanda si cela me convenait. La réunion était dans trois semaines. Ne perdant jamais une occasion de voyage payé, je lui répondis que j’étais bien sûr d’accord. En plus du voyage en lui-même, j’apprenais toujours quelque chose lors de ces réunions. Quelques jours après, elle me remit les billets et les détails de la réservation d’hôtel et me dit qu’elle m’avait envoyé un courriel avec toutes les informations concernant la réunion. Je jetai un œil rapide au billet et vis que le vol partait vers cinq heures de l’après-midi. D’après ce que je me rappelais, tous les avions pour Londres à cette heure partaient d’Orly, qui était beaucoup plus près de chez moi que l’aéroport Charles de Gaulle. Je calculai approximativement l’heure à laquelle je devais quitter la maison et ouvris le courriel de Lucía. Il venait de la cheffe de projet aux États-Unis et les sujets étaient plus d’ordre organisationnel que de travail, mais ce qui attira mon attention, c’est que la réunion commençait une heure après l’atterrissage de l’avion. J’étais assuré d’arriver en retard, car de Heathrow au centre de Londres, avec un peu de chance, il fallait une heure, mais cela ne me dérangeait pas. J’irais directement et, n’étant pas indispensable à la réunion, il importait peu si j’arrivais un peu en retard.

Le jour du voyage arriva et Claude, le chauffeur de taxi de l’entreprise, vint me chercher chez moi. J’étais persuadé que le vol partait d’Orly, qui était relativement proche de chez moi, mais lorsque je montrai le billet à Claude, car il trouvait l’heure de départ du vol étrange, il me dit : — Alejandro, mais ce billet n’est pas pour Orly, c’est pour Charles de Gaulle, qui est beaucoup plus loin. Je lui demandai si nous pouvions arriver à temps, et il me répondit qu’il en doutait, que nous pouvions partir très rapidement, mais que nous serions tout juste à l’heure. Nous partîmes à toute allure vers Charles de Gaulle, traversant plusieurs endroits, frôlant la limite de vitesse, roulant très vite sur le « Périph » de Paris, en direction de l’aéroport. À mon arrivée, je sautai presque du taxi et courus à travers l’aéroport jusqu’à trouver finalement le comptoir d’enregistrement, où une hôtesse rangeait déjà les affaires. Je m’approchai et lui demandai si c’était bien le vol pour Londres. Elle me répondit que oui, mais que l’embarquement était déjà fermé. Je pensai : « Eh bien, c’est typique de moi, je rate toujours les vols. » Je ne savais pas quoi faire pour prendre un autre vol, car celui-ci avait été organisé par l’entreprise. L’hôtesse me regarda alors et me dit : — Voyons, passez-moi votre billet, s’il vous plaît.

Je le lui tendis, elle le regarda, le lut plusieurs fois, puis me dit :

Coïncidences Inexplicables

— Attendez ici, s’il vous plaît.

Elle partit rapidement en direction de quelques portes qu’elle traversa.

Sa réaction me parut très étrange. Je pensai : « Cela peut être bon ou mauvais. Mais si c’était mauvais, elle m’aurait simplement dit : “Désolé, vous êtes trop en retard, le vol est fermé et vous ne pouvez pas embarquer.” » Le fait qu’elle parte presque sans rien dire attira beaucoup mon attention. Je pensais déjà que je devrais rentrer chez moi quand elle revint et me dit :

— Monsieur, s’il vous plaît, suivez-moi.

Je la suivis à travers ces portes et descendis des escaliers qui n’étaient visiblement pas destinés au public, mais plutôt aux employés de l’aéroport. Nous arrivâmes dans une partie inférieure où elle me dit de nouveau :

— Attendez ici, s’il vous plaît.

L’endroit était peint tout en gris, avec quelques sièges, une baie vitrée donnant sur la partie extérieure de l’aéroport, quelques avions attendant, et il n’y avait personne d’autre. Un peu surpris par ce qui se passait, j’attendis. Puis je vis l’hôtesse revenir avec un policier. Là, je pensai de nouveau : « Est-ce bon ou mauvais ? Si un policier est présent, c’est sûrement mauvais. Mais pourquoi, alors que je n’ai rien fait ? » J’étais intrigué de voir ce policier qui s’approchait et me demanda mon passeport. À l’époque, j’avais un passeport de réfugié des Nations Unies et je le lui tendis. Il le regarda étrangement et me dit :

— Mais avec ce passeport, vous avez besoin d’un visa pour entrer au Royaume-Uni.

Je lui expliquai :

— En fait, non, car si vous regardez la couverture, vous verrez qu’il est écrit “United Kingdom of Great Britain and Northern Ireland,” c’est donc un passeport de voyage pour réfugiés, mais délivré par le Royaume-Uni, et ils me laissent entrer parce que c’est leur document.

Il regarda de nouveau et dit :

— Bien, d’accord. Avez-vous quelque chose à déclarer dans vos bagages ?

Sa question me déconcerta : « Pourquoi cela intéresserait-il un policier ? » pensai-je, mais je restai calme et répondis avec une expression neutre :

— Non, je n’ai rien à déclarer.

Après ma réponse, l’officier tamponna mon passeport. Je me rendis compte qu’il n’était pas seulement un policier, mais aussi un agent d’immigration. La situation me laissa perplexe. Comment l’hôtesse avait-elle réussi à faire venir un agent d’immigration jusqu’à cette salle grise en pleine nuit juste pour tamponner mon passeport ? Cela ne m’était jamais arrivé auparavant. Pour passer par l’immigration, je devais faire la queue comme tout le monde venant de l’extérieur de l’Europe, et comme tout le monde, mon passeport était tamponné avec les questions désagréables habituelles, sans sourire ni regard. C’était extrêmement bizarre et anormal. Le policier me rendit mon passeport et partit. À ce moment-là, l’hôtesse me dit :

— Attendez ici s’il vous plaît.

Elle partit par une autre porte. Je me retrouvai de nouveau dans cette pièce grise, éclairée, regardant dehors les avions illuminés par les projecteurs de l’aéroport. Je ne savais pas quoi penser, je ne savais pas quoi faire. Mais entre le bon et le mauvais, il était clair que c’était plus bon que mauvais. Soudain, j’entendis un klaxon rugir, comme celui d’un camion. Je pensai que c’était un bruit normal d’aéroport. Mais de nouveau, j’entendis le klaxon. Je regardai par la vitre vers l’extérieur et vis l’hôtesse qui m’avait aidé, montée dans un camion, me faisant signe de monter. Encore plus surpris, j’ouvris la porte et courus vers le camion. Je montai et l’hôtesse, avec un sourire professionnel, me dit :

— S’il vous plaît, attachez votre ceinture de sécurité.

Je la bouclai, et elle commença à conduire le camion de l’aéroport avec rapidité et habileté, parcourant de petits chemins entre les avions et les bagages derrière Charles de Gaulle. Nous nous éloignions du terminal, tout était sombre, seules les lumières de l’aéroport éclairaient. Au loin, je vis un petit avion avec les lumières allumées et une porte ouverte. Tout à coup, je réalisai que nous nous dirigions vers cet avion, celui que je devais prendre, et qui m’attendait sur la piste. Mais comment était-ce possible ? Qu’un avion s’arrête juste avant de décoller pour attendre quelqu’un, ouvre la porte et reste là, au milieu de la piste, en attente. Je n’en croyais pas mes yeux. D’ailleurs, je doutais de la légalité de tout cela.

Je descendis du camion et courus vers l’avion, mais je me rappelai l’effort de l’hôtesse pour que j’arrive à temps. Je pensai à la tablette de Toblerone que j’avais dans la poche de ma veste, alors je m’arrêtai, fis demi-tour et courus vers elle. Elle me regarda avec un air de panique, comme pour dire : « S’il vous plaît, allez dans l’autre direction ! ». Cependant, je sortis le chocolat et le lui donnai, en disant « thank you » et « merci ». Ensuite, je courus de nouveau vers l’avion, où un homme me faisait signe de me dépêcher. Je montai à toute vitesse par la passerelle, et il ferma la porte rapidement, me disant :

— Asseyez-vous là, s’il vous plaît, et attachez votre ceinture.

Il prit mon petit sac de voyage, je m’assis, et je n’avais pas encore attaché ma ceinture de sécurité que l’avion roulait déjà sur la piste de décollage. Je n’arrivais pas à croire ce qui m’arrivait. Et voilà, je volais en direction de Londres dans un petit avion de luxe entouré de gens VIP. Je pensai qu’à mon arrivée à Heathrow, de toute façon, j’arriverais tard à l’hôtel pour l’événement, mais ce voyage était déjà très divertissant.

Coïncidences Inexplicables

L’avion arriva rapidement à Londres, et depuis le hublot, je pouvais voir la ville, ce qui est inhabituel en allant à Heathrow. Je pensais avoir de la chance car, bien que sur d’autres vols, parfois l’avion passait au-dessus de Londres, c’est quelque chose de très rare. Mais cette fois-ci, l’avion commença à descendre de plus en plus, et tout à coup les bâtiments étaient si proches que j’en fus surpris. ‘Et cet avion ? Où va-t-il ?’ pensais-je. À ma grande surprise, nous atterrîmes en plein cœur de la ville.

Bien que j’eusse vécu en Angleterre pendant de nombreuses années, je ne savais pas qu’il existait un aéroport ici. Mais chacun vit dans sa propre réalité. Malgré mes études et mes revenus actuels, quand je vivais en Angleterre, j’étais à Nottingham, dans des quartiers ouvriers. Là-bas, on ne connaît pas de gens qui voyagent depuis le London City Airport ; je n’en connaissais même pas l’existence. Je descendis de l’avion et nous marchâmes vers un bâtiment petit comparé à d’autres aéroports londoniens. Je traversai quelques salles et, soudain, me retrouvai dans la rue, à côté de l’arrêt de taxis. Je regardai autour de moi, au cas où un agent d’immigration me suivait pour demander mon passeport, mais il n’y avait personne. Apparemment, les riches peuvent voyager sans contrôle douanier ou d’immigration. Je montai dans un taxi et décidai d’aller directement à la réunion. Je pensais que le trajet durerait au moins vingt minutes, mais en cinq minutes, j’étais déjà aux portes de l’hôtel dans le centre de Londres où se tenait la réunion.

— Cinq minutes ! — pensai-je —, mais où est cet aéroport ?

Question que je remis à plus tard car j’étais déjà à l’étage de la réunion.

Je laissai ma valise et mon manteau à une petite réception et entrai. Je vis quelques visages familiers, comme le directeur du département de support en Angleterre, mais presque personne des personnes avec qui j’avais l’habitude de traiter lors de réunions internationales de travail. Cela me surprit un peu de voir si peu de visages familiers et je commençai à soupçonner que ce n’était pas une réunion de travail ordinaire. Mes soupçons se confirmèrent en entrant dans une salle où des serveurs offraient des boissons et où je vis John McKenzie, le chef suprême de tout le support international de l’EMEA. Il ne serait pas à une réunion de travail ordinaire. Je décidai de faire attention à qui je parlais et à ce que je disais. La confirmation arriva lorsque je vis que John, avec qui j’avais travaillé en Irlande avant qu’il ne devienne un super-chef, était assis à côté de Mark Steven, le chef de tout le support mondial. J’avais rencontré Mark récemment lorsqu’il avait visité le bureau de support à Paris. Mon chef direct avait organisé un groupe d’anglophones pour lui montrer la ville. Nous n’étions qu’environ cinq personnes et tout se passait de manière très sobre et formelle jusqu’à ce qu’après avoir visité la Basilique du Sacré-Cœur, nous arrêtions pour déjeuner à une terrasse sur une place de Montmartre. Au milieu du déjeuner, en moins de cinq minutes, le ciel se couvrit et il commença à pleuvoir à torrents. Les Français, connaissant bien leur climat, se levèrent rapidement et se réfugièrent à l’intérieur du restaurant. Nous restâmes Mark, mon chef Javier et moi, convaincus que quelques gouttes ne gâcheraient pas un excellent repas et du bon vin. Après dix minutes, le repas et le vin étaient trempés, et nous aussi. La pluie avait gagné.

— Alejandro — entendis-je quelqu’un m’appeler. C’était Mark, Américain, ancien de l’armée de l’air, à l’apparence robuste et afro-américain. Je le saluai de la main.

— Viens, approche — me dit-il en anglais. Je m’approchai et leur serrai la main avec un sourire, toujours en me demandant dans quel pétrin je m’étais fourré.

— Je racontais justement à John notre repas trempé à Montmartre quand tu es entré. Quelle coïncidence. Je disais à John : c’est Alejandro, avec qui nous nous sommes trempés, et il se trouve que vous avez travaillé ensemble en Irlande — me dit-il sur un ton amical. Bien que je ne sache pas pourquoi j’étais dans une réunion de haut niveau de la multinationale, je décidai d’accepter la situation comme normale. Cependant, je commandai un Coca-Cola au serveur au lieu d’une bière lorsqu’il me demanda. Ce n’était pas une bonne idée de mélanger l’alcool avec des hauts dirigeants quand on est un simple employé.

Nous étions là tous les trois à rire et à raconter des anecdotes quand Eduardo entra, souriant tout en saluant quelqu’un.

— Voici ton chef — me dit John et il lui fit signe de la main pour qu’il nous voie. Eduardo allait le saluer quand il me vit. Son expression changea, affichant une mine qui n’était pas très sympathique. Je le comprenais : là se trouvait Alejandro, l’insolent qui faisait presque ce qu’il voulait, assis avec les deux plus hauts responsables de toute la réunion.

— Je pense que c’est une bonne idée de vous laisser. Je vais aller demander s’ils ont une bière “Mild” à boire. Je dois profiter du fait que je suis chez moi — dis-je à Mark et John. Tous deux, ayant clairement remarqué le changement d’attitude d’Eduardo, furent d’accord.

Je saluai Eduardo d’un signe de tête et, presque en sortant de la salle, j’entendis John l’appeler. Un Coca-Cola ne suffisait pas, alors je me dirigeai vers le bar pour demander une bière “Mild”. Le barman n’avait aucune idée de ce dont je parlais.

— Tu es du nord ? — me demanda un autre serveur. Je lui répondis que oui.

— C’était ce que buvait mon grand-père. Ici, cela n’existe plus. Tout au plus, je peux te proposer une “Bitter,” mais si tu as demandé une “Mild,” il est probable que tu préfères une “Stout” — me dit-il.

— Quelles sont celles que tu as ? — lui demandai-je. Il me mentionna quelques marques que je ne connaissais pas, sauf Guinness. Je choisis donc cette Irlandaise brune.

Le serveur la posa sur le bar et attendait que la Guinness se stabilise, quand quelqu’un m’appela. Je ne savais plus à quoi m’attendre. Je me retournai et là se trouvait Mei Ling.

— Je suis contente que tu aies pu venir ! Je ne savais pas s’ils te laisseraient assister à cette réunion, alors pour m’assurer que tu viennes, le bureau de Singapour a payé toutes tes dépenses.

Je commençai enfin à comprendre ce qui se passait.

— Pourquoi as-tu fait ça ? Un simple courriel avec copie à Javier aurait suffi.

— C’est la clôture du projet ISO et toi et moi savons que je peux être ici grâce à toi. Je voulais te remercier en personne. Je le dirai à tout le monde lorsque je prendrai la parole en tant que représentante de l’APAC pour le grand travail que tu as accompli.

En me disant cela, je me rappelai qu’Eduardo n’avait aucune idée de tout cela. Ce que Mei Ling, étant si formelle et respectueuse de la hiérarchie, ne pouvait pas imaginer. Je le lui expliquai rapidement et lui demandai, s’il te plaît, de mentionner Eduardo dans ses remerciements. Je ne voulais pas avoir de problèmes avec lui, qui restait mon chef. Mei Ling comprit rapidement la situation et m’assura qu’elle le ferait.

Je comprenais maintenant le vol pour les hauts dirigeants et le profil des personnes présentes à cette réunion. Ni Eduardo ni John ne m’auraient jamais invité à côtoyer ces profils, encore moins à payer un vol de luxe. Tout en buvant ma Guinness, je me demandai combien Singapour avait payé pour ce billet qui avait fait attendre l’avion sur la piste de décollage et fait venir un agent d’immigration juste pour tamponner mon passeport. Certainement plusieurs mois de mon salaire.

Coïncidences Inexplicables

La réunion se révéla extrêmement informelle, marquant une conclusion agréable pour un projet qui avait duré presque deux ans. La première à prendre la parole fut la cheffe de projet, Mary Dickinson, qui avec sa petite équipe, avait traversé l’Atlantique depuis les États-Unis. Puis ce fut le tour de Mark et John, qui exprimèrent leur gratitude pour le travail bien accompli, suivi de Mei Ling, représentant l’APAC. Elle décrivit les réalisations, soulignant la communication et la coordination avec les autres équipes, malgré le peu de temps dont ils disposaient. Dans son discours, elle me désigna comme l’artisan permettant à Lotus APAC de s’intégrer au projet, remerciant immédiatement Eduardo pour m’avoir permis de collaborer avec Lotus Singapour et l’APAC. Elle souligna que sans la décision d’Eduardo, elle ne serait pas là. Pendant un instant, Eduardo me jeta un regard, mais cette fois-ci beaucoup plus détendu. Mei Ling avait touché juste avec ses mots.

La réunion se termina relativement tôt et chacun se dispersa vers son hôtel respectif. Le mien, comme je l’imaginais, était un établissement cinq étoiles au centre de Londres. Je ne vis aucun autre collègue de l’entreprise logé au même endroit. Je décidai de garder ce détail pour moi en revenant à Paris, de peur qu’Eduardo ait dû se contenter d’un hébergement de moindre catégorie.

Le lendemain matin, pendant le petit-déjeuner, je vis qu’une partie de l’équipe des États-Unis logeait également dans mon hôtel, alors je m’approchai pour les saluer. Je m’attendais à des questions sur mon rôle dans l’intégration de l’APAC, mais Mary Dickinson leur avait déjà tout raconté, et ils me traitèrent comme un haut cadre de l’entreprise. À la fin du petit-déjeuner, la responsable de la logistique s’approcha de moi et me dit que nous voyagerions ensemble à Paris en train. Je m’imaginais déjà les voir avec le mal de mer et des nausées sur le ferry entre Douvres et Calais, mais elle m’expliqua que nous voyagerions en Eurostar. Clairement, le traitement VIP n’était pas encore terminé.

Nous nous rendîmes à la mi-matinée à la gare de Waterloo. Le wagon était en première classe et nous n’eûmes à passer aucun contrôle de passeports ni de douanes. Je ne me rendis presque pas compte du moment où nous traversâmes le tunnel sous la Manche. Je demandai une Guinness à l’hôtesse, et tandis que nous filions à environ 300 km/h en direction de Paris, je réfléchissais à combien ce style de vie était agréable : traverser les frontières dans le luxe, sans files d’attente ni presque aucun contrôle de passeports. Surtout pour moi, qui avec mon document de voyage de l’ONU — qui incluait un texte disant « Valable pour tous les pays sauf le Chili » —, étais habituellement traité aux douanes du monde comme un citoyen de troisième catégorie. Ce voyage avait été révélateur : j’avais entrevu la vie VIP, et sans aucun doute, cela m’avait beaucoup plu.

Épilogue

Réfléchissant maintenant, presque trente ans après, ces jours luxueux résonnent encore dans ma mémoire comme un souvenir chaleureux d’un temps lointain, aussi différent et distant que le style de vie de ces personnes avec qui j’ai eu le privilège de croiser ma route. Ils appartenaient à un monde qui semblait jouer selon ses propres règles, enveloppés dans une sphère de privilèges que le commun des mortels pouvait à peine imaginer. Souvent, je me demande quel impact de telles vies ont sur le tissu de notre planète; des vies qui, par leur nature, consomment plus de ressources en une journée que beaucoup en une année.

L’ironie ne m’échappe pas dans cette réflexion écologiste : ceux qui ont le pouvoir de changer le cours de notre crise climatique sont aussi ceux qui y contribuent le plus simplement en maintenant un style de vie que beaucoup jugeraient insoutenable. Pendant ces jours de voyages rapides et de frontières qui se dissipaient avec la même facilité qu’une bière se stabilisait dans mon verre, la question de savoir si ces individus renonceraient un jour à ce mode de vie semblait rhétorique. Et pourtant, tout en sachant à quel point cela pouvait être nuisible, je reconnais que renoncer à ce mirage de facilité et de confort n’est pas une tâche facile, même pour quelqu’un conscient de ses implications.

Coïncidences Inexplicables

Volant au-dessus des autres

Le feriez-vous ? Changeriez-vous de vie si soudainement vous vous retrouviez à naviguer dans ces eaux de privilège, loin des préoccupations quotidiennes de la majorité ? Parfois, en regardant en arrière, ces souvenirs ne servent pas seulement à évoquer la nostalgie de jours plus simples et grandioses, mais aussi à remettre en question la profondeur de nos convictions lorsqu’elles se heurtent à la tentation d’une vie sans contraintes. Une réflexion, après tout, sur l’humanité de nos choix et le monde que nous laissons aux générations futures.

Je suppose que certains se demanderont pourquoi je n’ai pas continué chez Lotus Assistance France, alors que tout ce que je faisais semblait s’emboîter parfaitement des semaines ou des mois plus tard, créant une image de pouvoir et de contrôle au sein de l’entreprise. Je sais que dans quelques années, j’aurais facilement pu être l’un des chefs et, des années plus tard, faire partie du groupe de dirigeants avec une vie confortable et sûre. Mais presque un an plus tard, quelque chose se produisit que je ne pouvais ignorer.

Un samedi après-midi, je me promenais dans un bois près de Bois-d’Arcy, tandis que mon fils, âgé de seulement deux ans, jetait des pierres dans un ruisseau. Je m’inquiétais pour sa santé, car la pollution de l’air autour de Paris à cette époque était terrible. J’ai alors décidé de réfléchir à ma vie future, une aptitude que les Machis de ma famille possédaient sans trop de difficulté et que j’avais moi aussi héritée. Une Machi, dans la culture Mapuche du Chili, agit comme une sorcière ou un chamane, guérisseuse et chef spirituel, capable de voir au-delà de l’évidence et d’influencer le cours de la vie de sa communauté.

À ce moment, sous l’ombre des arbres, j’eus une vision. Je vis le flux du temps dans ma vie, un fleuve qui se divisait en multiples directions. Je pouvais voir comment mes décisions affectaient non seulement mon chemin, mais aussi celui de mon fils. Je vis clairement que, si je continuais sur la voie que j’avais choisie, mon fils disparaîtrait de ma vie. Je ne voyais pas ce qui lui arriverait, mais son absence dans mes visions futures me remplit d’une profonde inquiétude. Deux mois plus tard, nous étions en route pour Bilbao. J’avais quitté ce travail et trouvé un autre dans une petite entreprise. 

La décision de quitter Lotus et de choisir un chemin plus modeste en Espagne ne fut pas prise à la légère, mais guidée par une vision claire de ce qui comptait vraiment pour moi. Ce changement vers Bilbao et la nouvelle orientation de ma vie professionnelle sont venus du fait que j’ai pu voir clairement l’effet de mes décisions sur ma famille et sur le monde. Ces années passées à naviguer dans les eaux agitées du monde des affaires m’ont appris que, parfois, il faut sacrifier le confort matériel pour quelque chose de plus profond et durable. Mon voyage à travers ces expériences m’a offert non seulement une vision plus large du monde, mais aussi une compréhension plus intime de ce que signifie vraiment vivre en harmonie avec nos valeurs.

Commentaires

Vos avis sont très importants pour moi et m’aident à continuer à écrire.

1 Comment

  1. Sophie Munda

    Merci Alejandro pour ce récit et pour le courage dont tu as fait preuve dans ta vie en faisant le choix du bien être de ta famille.

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Alejandro Ahumada Escritor, podcaster y Administrador de sistemas informáticos
Alejandro Ahumada ha navegado su vida entre cambios y constancias, desde los cerros de Valparaíso hasta los valles de Cantabria. Tras la caída de Salvador Allende, que desencadenó una brutal persecución política contra personas como los padres de Alejandro, este se exilió con su madre a los trece años, encontrando refugio en el Reino Unido. Su travesía incluye Escocia, Nottingham, Dublín, Francia y Euskadi, hasta asentarse en Cantabria con su esposa, sus hijos y su gata, Déjà Vu. Ingeniero informático de profesión, Alejandro equilibra la lógica con la creatividad. Como escritor de relatos de fantasía y ciencia ficción, sus historias han sido descritas como "Realismo Mágico Personal". Inspirado por autores como Neil Gaiman, Isabel Allende, Terry Pratchett y Ursula K. Le Guin, su escritura convierte la vida en un lienzo mágico, donde cada experiencia revela la magia oculta en lo cotidiano.