El Último Minuto
La biblioteca se alzaba como una catedral olvidada en el extremo norte del campus, con ventanales altos que filtraban la luz en haces dorados y olor a polvo viejo. Las estanterías, de madera negra y gastada, parecían vigilar a los visitantes.
Álvaro, bruja de tercera generación —sí, bruja; los brujos nunca existieron—, avanzaba despacio entre pasillos angostos, escuchando el crujido de sus botas sobre el suelo de piedra. No debía estar allí, y menos en la sección prohibida: Fantasía informática.
Se obligó a caminar hacia las mesas centrales, donde varios estudiantes se inclinaban sobre libros de teoría mágica, pero su mirada se desviaba una y otra vez a la tercera balda de la esquina. Allí, un volumen con la imagen de un adolescente frente a una pantalla le llamaba como un hechizo susurrante. Sintió el pulso acelerarse. Aunque la bibliotecaria ni siquiera lo mirara, sabía que su mentor tenía formas de enterarse de sus pasos.
Todo había comenzado cuando tenía seis años, en una sala mucho más pequeña: la biblioteca del barrio, con su techo bajo y olor a cera del suelo. Entre libros de herbología y grimorios de iniciación, encontró una novela donde cualquiera, incluso los Sin Poderes, podía subir en la escala social usando un ordenador. Esa idea lo atrapó. Devoró libro tras libro: El Señor de la Manzana, donde un grupo de jóvenes rebeldes, con insignias en forma de manzana mordida, desafiaba al temido Señor Portónes —un magnate que levantaba muros invisibles alrededor de sus dominios digitales—, para después, de todas maneras ser absorbidos por el lado oscuro.
La Nube que lo devoraba todo, una historia inquietante donde los ciudadanos entregaban voluntariamente sus recuerdos, cartas y secretos a un gigantesco cúmulo flotante que prometía guardarlo todo… aunque en realidad lo usaba para vigilarlos y moldear sus vidas.
Cyber Ataques, la crónica de un puñado de hackers errantes que, viajando de nodo en nodo, se infiltraban en las fortalezas digitales de los poderosos para liberar la información y devolverla a las calles.
Para Álvaro, esos mundos eran espejos torcidos de algo que intuía que existía más allá de su propia realidad. Leía sin descanso. Nadie lo censuraba: leer era bueno.
Hasta que no lo fue.
En su primer año de educación media, un aula fría y con muros grises lo recibió para el examen de energía base. Su tutor de disciplina de primer año, un hombre alto con bigote afilado y sonrisa torcida, le arrebató el libro que escondía bajo el pupitre. Esperó a que todos se fueran, y entonces, con voz de miel envenenada, dijo:
—Ah, Álvaro… siempre tan aplicado en todo menos en lo que importa. ¿Sabe qué es triste? Ver a un chico con talento desperdiciarlo en cuentos de niñatos que piensan que un ordenador es una varita mágica.
Álvaro, con una calma fingida, asintió.
—Tiene razón, profesor. Es absurdo creer que una máquina pueda superar a la magia… aunque supongo que también es absurdo pensar que una idea pueda superar a una orden, ¿verdad?
—Exacto —dijo el tutor, sin notar la espina escondida en sus palabras—. Al menos, no una orden mía.
—Claro —contestó Álvaro, con una media sonrisa—. Las suyas son… inolvidables.
El tutor lo miró como quien examina un insecto.
—Desde hoy, nada de esa basura. Le sacaré un listado de libros aceptables.
—Perfecto —respondió Álvaro—. Así me ahorro el esfuerzo de elegir.
Un mes sin libros prohibidos fue como caminar con un brazo atado. Sus notas mejoraron, sí, pero su cabeza se llenaba de ideas no dichas. La biblioteca se convirtió en terreno minado: podía entrar, pero cada paso debía parecer inocente.
Ahora, de pie frente a aquella estantería oscura, Álvaro sintió que la contención se agrietaba. No quería solo leer. Quería entender por qué autores de lugares tan lejanos escribían sobre las mismas ideas peligrosas.
Mientras salía, cruzó la plaza adoquinada que separaba la biblioteca del aula de Magia Creativa. El aire frío olía a hojas secas y a promesas rotas. Sonrió para sí.
Álvaro llevaba meses entrando y saliendo de la biblioteca del centro de estudios. A veces saludaba a la bibliotecaria, pero lo habitual era que pasara de largo, absorto en sus libros de estudio formal o de Fantasía Digital. Y cuando, en contadas ocasiones, levantaba la vista hacia el mostrador, encontraba a la señora Sophylis tan o más sumergida en sus propias lecturas que él en las suyas. Con su cabello plateado recogido en un moño y gafas de montura fina al borde de la nariz, parecía tan anclada a sus páginas que uno dudaba de que el tiempo pudiera alcanzarla.
Era ya costumbre que Álvaro perdiera la noción de las horas entre aquellas paredes. Miraba el gran y silencioso reloj de péndulo en la pared: cinco minutos antes de la próxima clase. Seguía leyendo, y al volver a mirar… habían pasado quince. Entonces se levantaba de un salto, dejaba el libro en su sitio —su bolso no admitía ni un tomo más— y salía disparado. Sus movimientos bruscos provocaban más de un respingo en Sophylis, que al verle pasar por la puerta recibía una sonrisa y un “Lo siento” apenas susurrado. Él echaba a correr por los pasillos, repasando en su agenda qué clase le tocaba.
Especialmente porque al Maestro Ferrinus, profesor de Energía Natural, no le hacía ninguna gracia que le interrumpieran. Hombre alto, de ceño perpetuamente fruncido y voz grave, tenía la paciencia de un témpano. Un día, al acabar la clase, lo interceptó en la puerta.
—Álvaro, ¿por qué llegas tarde a todas las clases? —preguntó con una mueca que pretendía ser una sonrisa—. ¿Tan divertido es reunirte con tus amigos?
—Lo siento mucho, maestro Ferrinus —respondió Álvaro con un tono formal pero ojos brillantes—. No es eso. Es que me quedo leyendo en la biblioteca y… bueno, parece que el tiempo allí tiene sus propias leyes.
Ferrinus lo examinó, dudando de si aquello era una excusa o un desafío.
—Asegúrate de llegar a la hora. Ya sabes que no tolero interrupciones.
—Por supuesto, maestro —asintió Álvaro, con una inclinación casi ceremoniosa—
—Asegúrate de llegar a la hora. Pero… no dejes de leer.
Una semana después, Sophylis lo llamó con un gesto discreto.
—¿Sabías que el reloj da un pequeño gong un minuto antes de cada clase? —susurró—. Seguirás llegando tarde, pero menos.
—Gracias —respondió Álvaro, emocionado.
—Y recuerda… Ferrinus ama los libros tanto como tú.
Álvaro no tuvo muy claro a qué venía aquel comentario, pero le dio las gracias y se dirigió a por el libro que tenía a medias. Era una novela ambientada en la última gran guerra contra los ogros llamada «Truco 22» y contada con un humor tan sarcástico que le sorprendió. El ingenio del autor lo mantenía pegado a cada página y, más de una vez, le arrancó carcajadas en mitad del silencio sepulcral de la biblioteca. Aquellos estallidos, inevitables, le valieron más de una mirada de desaprobación por parte de la señora Sophylis, que alzaba la vista por encima de sus gafas como si pudiera disciplinarlo solo con un gesto.
—¡Ejem! —sonó desde el mostrador.
Alzó la vista y vio a Sophylis señalando con la cabeza hacia el reloj: faltaba un minuto para Energía Natural y no había oído el gong. Dejó el libro y, al pasar por la puerta, formó con los labios un “gracias” antes de salir corriendo.
Para su sorpresa, cuando entró jadeando en el aula, Ferrinus simplemente esbozó una leve sonrisa y continuó con la lección. Luego supo que había preguntado a la bibliotecaria si su explicación era cierta, y ella había respondido:
—Me recuerda a ti.
Con el tiempo, Álvaro descubrió que tanto Ferrinus como Sophylis pertenecían a una hermandad discreta de brujas que defendían una idea peligrosa para algunos: el conocimiento es libre, y todo el mundo debería aprender no solo lo que refuerza las tradiciones, sino también lo que las cuestiona.
A partir de entonces, Álvaro y Sophylis comenzaron a conversar de vez en cuando. Un día, le preguntó por qué tantos autores de Fantasía Digital parecían coincidir en ciertas ideas.
—Claro que la hay —dijo ella—. Pero no es algo que se enseñe a cualquiera. Solo en los últimos años de filosofía o política… o en un máster muy concreto.
—¿Y por qué no?
—Porque hay quienes creen que cuestionar el orden establecido es peligroso.
—Como mi tutor…
—Exacto. Para él, las tradiciones son leyes, y aprender de otros mundos es como invitar a la herejía.
—Ven conmigo —dijo.
Cruzaron la puerta situada bajo el gran reloj y se adentraron en la Sala de Estudios Avanzados, donde las paredes tapizadas de libros hicieron que Álvaro contuviera la respiración.
—Si estudias y apruebas, podrás leerlos todos —dijo ella, adivinando su pensamiento.
—¿Puede leer mentes? —preguntó él.
—No hace falta. Todo buen lector piensa lo mismo al entrar aquí.
Al fondo había una pequeña puerta que conducía a una habitación con un orbe brillante sobre un pedestal.
—Acércate y vacía tu mente.
Álvaro obedeció. Poco a poco, las luces se transformaron en imágenes: una ciudad extraña, personas caminando con pequeños rectángulos luminosos en las manos.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Un universo paralelo donde no hay magia. Todo se basa en tecnología, incluida la digital. Esos rectángulos son aparatos de comunicación, como los ordenadores de tus libros de Fantasía Digital.
—¿Entonces… todo eso existe de verdad?
—Sí. Y lo que aprendes en Energía Natural, lo tomamos de allí, pero ellos le llaman Física.
—¿Y las cosas desagradables que cuentan esos libros?
—La mayoría, sí. Allí, el conocimiento está vigilado. Hay bibliotecas con más reglas que libros; algunas empresas deciden qué puedes leer y qué no, y muchos aceptan sin protestar.
—¿Y no hacen nada? —preguntó Álvaro, incrédulo.
—Algunos sí… pero la mayoría ni siquiera nota que está atrapada. Viven felices con la idea de que tener acceso a miles de historias es lo mismo que tener libertad para conocerlas todas.
—¿Podemos hablar con ellos? —preguntó Álvaro, sin apartar la vista de las imágenes.
—No. Solo podemos observarles —respondió Sophylis—. En su mundo no existe la magia, así que no hay nada que nuestro orbe pueda usar para enviarles imágenes o sonidos. Para ellos, este universo es invisible… y, si alguna vez intuyeran su existencia, lo llamarían mito o ficción.
Álvaro se quedó en silencio.
—Suena… inquietante.
—Lo es. Por eso queremos que aprendas a pensar por ti mismo. Pero cuidado… tu tutor no debe saber que has visto esto.
—Demasiado tarde —dijo Álvaro, con una media sonrisa—. Estoy seguro de que ya sospecha.
Sophylis le sostuvo la mirada, seria.
—Entonces, chico… es hora de que decidas de qué lado estás.
El tutor de disciplina lo interceptó a la salida de clase, con esa postura rígida que utilizaba para dejar claro que lo que iba a decir no admitía discusión.
—Álvaro… me preocupa lo que oigo de ti. Comentas ideas que no están en el temario, cuestionas lo que enseñamos… —hizo una pausa—. Ya sabes que las tradiciones son la base de nuestra sociedad. Sin ellas, solo hay caos.
Álvaro lo miró con serenidad.
—Lo sé, maestro. Pero también sé que hay más cosas en el universo que lo que dictan las tradiciones.
El tutor frunció el ceño.
—Esas “otras cosas” solo confunden. Aprender de universos extraños es un riesgo. Lo que no forma parte de nuestras costumbres, nos debilita.
—¿Y no cree que ignorar lo que existe también nos debilita? —respondió Álvaro con un tono que parecía inocente, pero en el fondo estaba desafiándolo—. A veces, lo que más fortalece es mirar más allá… aunque nos incomode.
El tutor soltó una pequeña risa seca.
—Hablas como Ferrinus y la señora Sophylis. Demasiado idealismo, poca disciplina.
Álvaro sonrió.
—O demasiada disciplina… para quienes prefieren que los demás no pregunten demasiado.
El tutor se lo quedó mirando, sin encontrar una respuesta inmediata. Álvaro entendió que aquella conversación estaba acabada. Y que, con ella, él también había tomado una decisión.
Mientras se alejaba por el pasillo, con el eco de sus pasos resonando en las paredes, Álvaro pensó que en el fondo los dos universos no eran tan diferentes.
En el suyo, el control venía disfrazado de tradición: normas antiguas que marcaban qué era correcto pensar, aprender o cuestionar.
En el otro, la vigilancia estaba oculta tras pantallas brillantes y mensajes instantáneos; allí, lo que uno veía y creía lo decidían redes sociales, medios de comunicación o inteligencias artificiales controladas por empresas cuyos intereses estaban muy por encima del bien común.
En ambos mundos, la verdadera libertad estaba en aprender a ver más allá… y en no aceptar que otros decidieran por ti lo que merecía ser conocido.
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Qué bien me lo he pasado, recuerdo pasillos corriendo para llegar a tiempo a una clase!!!! Y he entendido Todo!!! Me encanta!!!